Desde el principio hasta el fin

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Frigia

Desarrollo


Todo parece indicar hoy que los frigios no fueron los responsables directos del hundimiento de Hatti. Pero sí pudieron aprovecharse del mismo aunque, como piensa R. S. Young, de una forma inteligente. Demostrada arqueológicamente, la pacífica ocupación de Gordion y la lenta sustitución de una cultura por otra haría que, lo que hoy llamamos arte frigio, fuera el resultado de una paulatina asimilación del alma de Anatolia -sin olvidar los contactos estrechos con el medio luvio-arameo-, traducida en el lenguaje estético de este pueblo. Porque a decir verdad, la vieja tradición de la arquitectura en piedra, madera y adobe, el amor por la cerámica pintada y pulimentada, el buen saber metalúrgico, el gusto por la decoración mural y el relieve eran la esencia del arte de Anatolia y los mundos cercanos. Las excavaciones de R. S. Young en Gordion descubrieron una ciudad protegida por fuertes muros de piedra recubiertos de arcilla y cal, como en el pasado. Una ciudad cuyos edificios se levantaban -como siempre-, sobre cimientos y zócalos de piedra, con paramentos de adobe y entramado de madera. Una ciudad cuyo palacio real repite, aquí y allá, un módulo independiente, la vieja planta del mégaron anatólico. Por su parte, los alfareros volvieron pronto al pulimentado cuidadoso y a la pintura alegre de sus productos. Y, en el nuevo espíritu, fabricaron unas placas de cerámica decoradas con las que adornaron los muros externos de sus casas.

Sus artesanos del metal recobraron las formas antiguas en los rytha y las situlae de bronce con cabezas de carnero. Y sus fíbulas -tan estimadas por los príncipes contemporáneos de Sam'al o Tabal- se extenderían por Oriente. Los escultores que en Ankara, Gordion o Büyükkale tenían ante sus ojos las obras de sus antepasados de Hatti, aprendieron a sacar de la andesita relieves de caballos, toros, leones o grifos. Y en la colina del palacio olvidado de Hattusa, en la puerta de la nueva fortaleza, un maestro frigio esculpiría a su diosa Cibeles, tal vez bajo la influencia griega. Pero qué duda cabe que en la postura, en la majestad y en los ojos de la diosa, todavía podemos leer la mirada remota de la madre de Çatalhöyük, el silencio de la diosa de Hasanoglu, la media sonrisa de la divinidad de Kanis, la severa imponencia de la señora de Arinna, el recuerdo de la Kubaba de Karkemis. El hilo continuo, ese hilo que H. Frankfort buscaba en el arte de Anatolia, se acaba aquí. Tras la sonrisa de la Cibeles frigia, sabia heredera de un pasado milenario, el mundo cambiaría mucho. Demasiado. Desde Alyates el lidio que, según Heródoto, conquistaría Frigia. O desde Ciro el persa, que en el 547 entraría en la ya decadente Gordion.

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