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El afán reglamentarista del Siglo de Oro llevó a estructurar de manera concisa el oficio de la prostitución. La prostituta debía de ser mayor de doce años, abandonada por su familia, de padres desconocidos o huérfana, nunca de familia noble. Tiene que haber perdido la virginidad antes de iniciarse en las labores del sexo y el juez, antes de otorgar el oportuno permiso, tiene la obligación de persuadir a la muchacha. Tras este requisito, la joven recibe la pertinente autorización para ejercer el llamado oficio más antiguo del mundo. El médico de la corte destinado a estos menesteres tiene que revisar periódicamente su salud y una vez al año, el viernes de Cuaresma, las prostitutas son llevadas por los alguaciles a la iglesia de las Recogidas donde el predicador las amenaza con las penas del Infierno y las invita a abandonar su triste oficio. En las grandes ciudades existen lugares para las mujeres arrepentidas; en Madrid el convento de las Arrepentidas situado en la calle de Atocha. Las prostitutas se dividían en categorías. La más baja las "cantoneras", putas de encrucijada que reciben algún sueldo de la villa; el siguiente puesto en el escalafón lo integraban las mujeres que se protegían bajo la tutela de un rufián. Las había de categoría superior ya que vivían solas e independientes, recibiendo visitas de hombres adinerados y nobles. Las de mayor categoría recibían el nombre de "tusonas" y eran las más cotizadas. Las mancebías estaban autorizadas y reglamentadas por la autoridad municipal.

En casi todas las poblaciones importantes se encontraba al menos un burdel pero abundaban en la Corte, en las ciudades con puerto y en los centro universitarios. A mediados del siglo XVI había en Madrid más de 80 mancebías en las que se practicaba la prostitución, ubicándose en la zona de las actuales calles Huertas, Santa María, San Juan y Amor de Dios, en Lavapies y en Antón Martín. En Sevilla a mediados de la siguiente centuria se contaban más de 3.000 prostitutas y el burdel de Valencia ocupaba todo el barrio de la Malvarrosa. Las ordenanzas de la mancebía cuidaban de la limpieza de los locales y de su seguridad, existiendo incluso guardias que cuidaban del orden en el interior. Se procuraba que las mujeres no fueran maltratadas. El responsable de la mancebía recibía el nombre de "padre" o "tapador", siendo también regentadas en numerosos casos por mujeres denominadas "madres". Con Felipe IV se emitieron pragmáticas (1623, 1632, 1661) que prohibían las mancebías pero su efecto fue nulo. Las prostitutas fueron obligadas a distinguirse de las mujeres honradas vistiendo medios mantos negros. Los precios no eran muy altos, rondando el medio real. Los ingresos medios de una pupila de mancebía guapa y bien vestida rondaban los cuatro o cinco ducados diarios. Las feas, ajadas y de mal aspecto sólo ganaban 50 ó 60 cuartos. La Real Hacienda se llevaba, en concepto de impuestos, una buena parte de los dineros que en las mancebías ingresaban los clientes.

El viajero Gramont escribe sobre la prostitución: "Después de las diez de la noche cada uno va allí solo, y se quedan todos hasta las cuatro de la mañana en las casas de las cortesanas públicas, que saben retenerlos por tantos atractivos, que son pocos o ninguno lo que se embarcan en un galanteo con una mujer de condición. El gasto que hacen en casa de esas cortesanas es excesivo (...); la mayor parte de los grandes se arruinan con las comediantas, y he visto a una muy fea y muy vieja, a la que el almirante de Castilla amaba furiosamente, y a la que había dado más de quinientos mil escudos, sin que ella por eso fuese más rica". Un caso bastante común en el Siglo de Oro era el de los maridos resignados, esposos que admitían que sus mujeres se prostituyeran. Como bien dice Deleito y Piñuela "y la verdad es que los tales maridos lo saben y disimulan, porque son las fincas que más les rinden y las dotes de que viven". En numerosas ocasiones se trataba de matrimonios concertados para que las prostitutas evitasen la persecución de la justicia. La nota del cinismo explotador marital llegaría al asesinato del esposo a la mujer en algunos casos porque se negara a cumplir su trabajo como un tal Joseph del Castillo que mató a su esposa de siete puñaladas porque ella había sentido escrúpulos de prostituirse en Cuaresma por la santidad de aquellos días. Los maridos resignados serán uno de los temas favoritos para los literatos.

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