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Datos principales


Rango

Expans europea XVI

Desarrollo


Tras los cortos reinados de Eduardo VI y de María, casi toda la segunda mitad del Quinientos contempló el largo mandato de Isabel (1558-1603), durante el cual se producirían una buena serie de logros: la Monarquía acrecentó su poder, consolidando su soberanía en el interior del país y pudiendo a la vez desarrollar una política exterior más ambiciosa; se afianzó la reforma anglicana, triunfando finalmente sobre católicos y puritanos; se impulsó un crecimiento económico acelerado que trajo consigo la prosperidad del Reino y el enriquecimiento de los sectores emprendedores de la población. En suma, la etapa isabelina resultaría a la postre una de las más exitosas de la historia moderna de Inglaterra, llegando el país a convertirse en potencia destacada dentro del mundo europeo occidental, evolución que contrastaría con las muchas dificultades y problemas que se producirían en otras naciones del Continente, especialmente en el caso de Francia, hundida en una profunda decadencia por las guerras de religión y la crisis general que le afectaba. La fuerte personalidad de la reina, su permanencia en el poder casi medio siglo, su eficaz actuación como gobernante y su pragmatismo contribuyeron muy mucho al avance espectacular de la realeza inglesa y, con ella, del Reino en su conjunto durante estos años. Sobre la figura de Isabel se han elaborado múltiples interpretaciones, la mayoría de ellas resaltando su soltería (no llegó a casarse), su independencia de carácter o sus intermitentes devaneos amorosos que contrastaban con ciertos rasgos de masculinidad en su comportamiento.

Pero, por encima de estas referencias a la sexualidad de la reina o a su moralidad en la vida civil, se destacan en gran manera la talla política de Isabel, su capacidad como estadista y la habilidad que supo tener para sortear con éxito los numerosos obstáculos que tanto en el interior del país como en el exterior se le presentaron, pues su reinado no transcurriría en paz ni sin opositores. Muy al contrario, tuvo que hacer frente una y otra vez a las intrigas cortesanas, a las oposiciones nobiliarias, a los disidentes religiosos de uno y otro credo, a las tensiones y conflictos de las relaciones internacionales que podían socavar la soberanía de la Corona y amenazar el engrandecimiento de Inglaterra. Para desarrollar su política, Isabel siguió utilizando el aparato de poder montado por los primeros Tudor. No hubo innovaciones institucionales ni alteraciones esenciales en la maquinaria del Estado. El Consejo privado continuó siendo el cuerpo asesor fundamental, al que fueron llamados aquellos personajes principales que contaban con la plena confianza de la reina, la cual no dudó jamás en suprimir de forma radical el menor intento de traición o maquinación contra su persona. William Cecil y su hijo Robert, Nicolás Bacon, Robert Dudley, el conde de Essex... fueron algunos de los destacados consejeros reales, al igual que lo fue Francis Walsinghan, que ocupó durante muchos años la Secretaría de Estado creada a finales del reinado de Enrique VIII, puesto relevante desde entonces en la Corte, como también pasó a serlo cada vez más el de tesorero, superando en importancia a los de canciller y guardián del Sello que perdieron algo de su gran influencia anterior.

Respecto a los delegados territoriales del poder central, el cargo de lugarteniente mantuvo su prestigio, y en los condados los jueces de paz siguieron su ascenso, incrementando todavía más sus funciones y representación social en detrimento de los "sheriffs", circunstancia ya apuntada con la entronización de los Tudor. Tampoco hubo alteraciones apreciables en la Administración de justicia, regida por los principios del Derecho Común, basado a su vez en la costumbre (derecho consuetudinario), que se ejercía desde las diversas salas de Westminster, aunque al parecer los tribunales más eficaces y rápidos fueron los que dependían de la Cancillería. La Cámara Estrellada, como organismo de seguridad del Estado, tuvo también por entonces una actividad notable, teniendo en cuenta los peligros que de continuo acechaban a la titular de la soberanía. De entre los conflictos de orden interno que se dieron durante el reinado isabelino, habría que destacar el espinoso asunto de María Estuardo, la reina de Escocia, que buscó refugio en la Corte inglesa al tener que salir de su país huyendo de la sublevación general allí originada en 1568 y que finalmente acabaría siendo ajusticiada en 1587, dejando tras de sí un largo y enmarañado proceso contra su persona, ya que fue acusada de conspirar contra la reina, de favorecer la causa católica y de connivencia con la revuelta de la nobleza norteña de 1569-1570, tan ferozmente reprimida. Fuesen o no ciertas algunas pruebas que la presentaron como culpable del delito de alta traición, estaba claro que la estancia de María Estuardo en Inglaterra, a pesar de su confinamiento y de la vigilancia extrema a que fue sometida, supuso un continuo peligro de inestabilidad política y religiosa para el gobierno de Isabel.

El problema representado por María Estuardo tardó bastantes años en resolverse, pero al final se solucionó de forma dramática con la eliminación física de la que había sido soberana escocesa, método violento al que se recurrió en múltiples ocasiones por el poder central para deshacerse de sus enemigos y para abortar todo intento de sublevación o de contestación a la Monarquía isabelina. El absolutismo inglés apenas se vio limitado en esta época por el Parlamento, sumiso y plegado a las directrices reales y escasamente proclive a reivindicar mayores cotas de poder. Convocado en una docena de ocasiones, manifestó su aceptación de la política regia aunque hacia el final del reinado se escuchasen algunas voces disconformes. Menos crítica que la de los Lores, la Cámara de los Comunes dejó traslucir su satisfacción por la situación general del país, agradecida en buena parte de sus componentes por el desarrollo económico alcanzado y por el grado de bienestar del que gozaban. Al igual que estaba ocurriendo en otros ramos de la Administración, tampoco las finanzas del Estado experimentaron transformaciones sustanciales, sumándose a los ingresos percibidos por los dominios de la Corona, por las rentas feudales y por los derechos aduaneros los procedentes de las confiscaciones, mayormente de las realizadas en la década de los sesenta, y los emanados en general de la expansión comercial que tantos beneficios estaba generando no sólo a los particulares sino también a las arcas del Tesoro.

La contrapartida más apreciable fue el aumento de los gastos bélicos, ya que la mayor intervención de Inglaterra en los conflictos exteriores hizo que el coste de la guerra se dejara sentir con una intensidad creciente en las finanzas públicas, aunque no llegó a convertirse en un lastre tan pesado de llevar como les estaba suponiendo a otras potencias occidentales, caso de España por ejemplo. Las mayores dificultades le vinieron a la Monarquía por el problema religioso, que desde el reinado de Enrique VIII tan presente se encontraba en la vida inglesa. Tras las fuertes oscilaciones que se dieron en este campo con Eduardo VI (protección oficial de los protestantes) y María Tudor (restauración del catolicismo), Isabel se encontró con una situación comprometida, dada la posibilidad de inclinarse hacia uno u otro credo y la división existente en materia religiosa en el interior del Reino. Poco a poco se vio claro que la reina se decidía por apoyar la reforma anglicana, posición algo intermedia entre el catolicismo y el calvinismo que hasta entonces se habían disputado el reconocimiento oficial del poder real. Conservando algunos aspectos de la liturgia católica y tomando principios dogmáticos cercanos al calvinismo, la causa anglicana se confirmó como la religión del Estado inglés, teniendo para ello que vencer una serie de resistencias, provenientes casi siempre de los sectores católicos (eclesiásticos y civiles), y posteriormente también que reprimir los conatos internos de rebeldía representados por el avance del puritanismo, tan crítico con la jerarquización de la Iglesia y radicalmente opuesto al mantenimiento del cuerpo episcopal.

Los jalones sobresalientes de la marcha hacia el anglicanismo fueron clavados a lo largo de casi todo el reinado isabelino. En 1559 se aprobaron el Acta de Supremacía, que declaraba la superioridad de la Monarquía sobre la Iglesia, concentrando además los dos poderes (temporal, espiritual) en la figura del soberano, y el Acta de Uniformidad, que asumía en líneas generales el filocalvinista "Prayer Book" de Eduardo VI. Por parte de un nuevo colectivo de obispos afines a las directrices recién aprobadas se elaboró la que podía ser considerada nueva biblia anglicana, los "39 Artículos", que tardaron algún tiempo en ser ratificados por la reina a la espera de que llegase el momento preciso, hecho que se produjo a raíz del apoyo prestado por el Papa a la rebelión de los nobles católicos del norte del país y de la excomunión lanzada contra Isabel en 1570. La respuesta de ésta fue inmediata confirmando los "39 Artículos", efectuando una feroz y persistente represión de los católicos ingleses, concretada en la serie de ajusticiamientos que a partir de entonces se sucedieron, y persiguiendo a los jesuitas y a sus simpatizantes. También les llegó el turno de la represión a los puritanos, mayormente acentuada desde 1585, por la creciente amenaza que empezaban a representar (radicalismo doctrinal, aumento numérico, contestación social) para el orden establecido, que fue defendido férreamente por Isabel en los últimos años de su reinado, ya en los comienzos del nuevo siglo.

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