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Monarquías occidenta

Desarrollo


Ser "imperator y regno suo" se convirtió en la aspiración básica de cualquier rey de la Europa Occidental. En otras palabras: ejercer sobre su territorio una autoridad plena sin ningún tipo de cortapisas. Alfonso X dirá, así, en la "Segunda Partida" que los reyes han sido puestos por encima de las gentes "quanto en lo temporal, bien assi como el emperador en su Imperio". El título de emperador y otros afines habían sido utilizados en reiteradas ocasiones por soberanos no germánicos para mostrar superioridad política sobre sus vecinos más inmediatos. La figura del llamado "Imperio leonés" ha sido repetidamente recordada por los historiadores. Pero hubo otras también. En Inglaterra, Geraldo de Gales hablará de Enrique II como "casi un emperador". En Francia, el sobrenombre de Augusto dado a Felipe II por uno de sus biógrafos, le acerca a la magnificencia imperial... Sin embargo, al cruzar la frontera del 1200 a los titulares de las monarquías feudales del Occidente les bastaba con ejercer un control cada vez más firme sobre un territorio de límites cada vez más definidos. Ello exigía una consolidación política en dos frentes. Uno, en relación con los vecinos: las viejas zonas de marca que eran áreas fronterizas plásticas y móviles de muy ambiguo estatuto político y sobre las que frecuentemente se ejercían jurisdicciones compartidas, empezaron a ser sustituidas por fronteras más estables que hacían a los gobernantes conscientes de hasta donde llegaba realmente su poder.

No deben de pasar desapercibidos ciertos cambios en la titulación de los monarcas: hacia 1200, los Capeto dejan de llamarse "rex francorum" para llamarse "Rex Franciae". El sentido enormemente prestigioso pero vagamente étnico de la primera designación era sustituido por otro referido a un territorio. Cara al interior, la consolidación del poder por las monarquías occidentales corrió paraja al triunfo del sistema hereditario que en el Imperio no llegó a imponerse. Un triunfo que tuvo que superar numerosos obstáculos. Por un lado, el lastre patrimonialista de las monarquías plasmado en testamentos que dividieron entre todos los herederos reinos laboriosamente aglutinados. Los Estados hispanocristianos padecieron en repetidas ocasiones esta costumbre fragmentadora: testamento de Sancho III el Mayor de Navarra (1035), testamento de Fernando I de Castilla-León (1063), testamento de Alfonso VII (1157), por no remitirnos a otros intentos que no se plasmaron en las consiguientes divisiones. De otro lado, el principio de sucesión por vía hereditaria chocaba con ciertas tradiciones -las eclesiásticas entre ellas- que consideraban más justo el sistema de elección. En Francia, el abad Abbon de Fleury, consejero de los primeros Capeto pensaba que la elección del rey debía ser libre pero, una vez realizada y consagrado el elegido, a éste se le debía obediencia por parte de todos. Un siglo después, el reputado canonista Ivo de Chartres manifestó su repugnancia hacia la herencia pura y simple pero a la postre hubo de reconocer la operatividad del procedimiento.

Para Juan de Salisbury, el candidato del clero siempre sería el más idóneo, sobre la base de que si el príncipe representaba la cabeza, la Iglesia era la expresión del alma... La estabilidad que el sistema sucesorio facilitaba se reforzó -especialmente en el caso francés- mediante la asociación del heredero a las tareas de gobierno. Hasta fines del siglo XII, cada monarca Capeto hacía consagrar solemnemente a su primogénito delante de los grandes del reino que daban tácitamente su asentimiento. A partir de 1200 estas prácticas se consideraron ya innecesarias pues el sistema hereditario paracía perfectamente consolidado. La unidad del Estado en manos del heredero primogénito varón hubo de compatibilizarse -caso francés también-con los derechos de los hijos menores a algún tipo de compensación. Nacieron así los "apanages" reales, amplios feudos asignados por el monarca a los príncipes de sangre con la condición de revertir a la Corona en caso de faltar heredero. Sistema que, en algunos casos, pudo ser fuente de tensiones pero que, en otros, mantuvo la solidaridad del linaje regio frente a distintos peligros. Al reforzamiento del Estado monárquico en el Occidente -reiteramos- colaboraron de forma activa unos lazos de fidelidad feudal en los que la casa real participaba de lleno.

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