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Datos principales


Rango

Pontificado e Imperi

Desarrollo


A la muerte de Honorio II se produjo un grave cisma en la Iglesia romana. Por maquinaciones de dos importantes clanes dos sedicentes papas se disputaron la legitimidación a lo largo de ocho años. La familia de los Frangipani elevó al cardenal Paparaschi que tomó el nombre de Inocencio II. La de los Pierleoni hizo lo propio con uno de sus deudos que tomó el nombre de Anacleto II. Ambos personajes no carecían de cualidades y podían desempeñar su papel con entera dignidad. Del lado de Anacleto II se posicionaron buena parte de los romanos y el rey normando Roger II de Sicilia. Del lado de Inocencio II se situaron los obispos de Francia, Inglaterra, reinos ibéricos y el emperador alemán. Contó también con una ayuda impagable: la de san Bernardo de Claraval, el mentor espiritual de mayor prestigio a la sazón en todo el Occidente. Anacleto II fue objeto de una sistemática campaña de desprestigio (acusaciones de rapiña y sacrilegio) por parte del impulsor del Cister, que acabó minando su posición. Con la cobertura que le prestó el concilio antianacletista de Reims (octubre de 1131) y el apoyo militar alemán, Inocencio II trató de zanjar por la vía militar las diferencias con su rival. Sin embargo, hasta 1136 no consiguió logros dignos de consideración. Lotario III moría en 1137 y Anacleto II unos meses después. El cisma se podía dar por liquidado. Para pacificar los ánimos, Inocencio II convocó un nuevo concilio: el que conocemos como II Concilio de Letrán (1139).

Hubo un crecido número de asistentes: el cronista Otón de Freising habla de un millar de prelados procedentes de casi todos los rincones de la Cristiandad. Inocencio II condenó solemnemente la memoria de Anacleto II y suspendió todas las ordenaciones hechas en su nombre. Roger II fue también objeto de las iras pontificias y sufrió la excomunición en castigo por haber sido el principal soporte del antipapa. Herejes como Pedro de Bruys y reformadores radicales como Arnaldo de Brescia fueron objeto de anatemas y reprimendas. Por lo demás, el II Concilio de Letrán ratificó solemnemente las viejas condenas contra eclesiásticos simoníacos y concubinarios, declarando nulos sus matrimonios. Se advertía, igualmente, a los laicos que despojasen a las iglesias de las severas penas a las que se estaban arriesgando. En definitiva, Inocencio II quería dejar bien claro quien era el verdadero guía de la Cristiandad: aquel -según dijo en su discurso sobre la unidad de la Iglesia- a quien corresponde "imponer el orden y establecer una regla de prudencia allí donde reina la confusión". Se ha dicho en ocasiones que el II Concilio lateranense cerró la era gregoriana. Es una afirmación que conviene matizar. Es cierto que el prestigio de los pontífices había crecido y se había escenificado en reuniones conciliares con pujos de universalidad. También es cierto que, al compás de la reforma y centralización romanistas, se desarrolló una potente corriente de codificación canónica que, posiblemente en 1140, llegó a un momento clave.

En esa fecha el monje camaldulense Graciano procedió a la redacción de una suma que conocemos comúnmente con el nombre de Decreto de Graciano pero cuyo título original era el de "Concordia discordantium canonum". Lo que se pretendía allí era no sólo ordenar sino también eliminar las posibles contradicciones surgidas del torrente de disposiciones canónicas promulgadas en los últimos años. Los esfuerzos de los viejos reformadores eran traducidos al lenguaje jurídico y puestos al servicio del primado romano. La obra de Graciano sería comentada y proseguida por los decretistas como Paucapalea, Bandinelli, Huguccio, Omnibene, etc. Junto con las "Sentencias" de Pedro Lombardo (también publicadas en los años centrales del siglo XII) el "Decretum Gratiani" fue texto de obligado manejo en las cátedras universitarias hasta fecha muy avanzada. Sin embargo, el camino recorrido no podía ocultar las dificultades que el pontificado atravesó también a la clausura del II Concilio de Letrán. Las inercias del pasado y las dificultades políticas del presente hacían difícil la aplicación estricta de los decretos del Lateranense II. En Inglaterra, por la anarquía generalizada en que se vivía bajo el reinado de Esteban de Blois. En Alemania, porque a la muerte de Lotario (1137) los electores elevaron al trono a Conrado III Staufen (o Hohestaufen), mucho menos dispuesto que su predecesor a colaborar con los Pontífices. Y en Italia porque, si bien Inocencio II lograba la pleitesía de su viejo rival Roger II, la agitación popular en Roma retoñó en los últimos meses de su pontificado.

El cisterciense Eugenio III (1145-1153) hubo de lidiar con este problema del que fue principal protagonista Arnaldo de Brescia. Fogoso orador, adepto a las corrientes mas radicales de la reforma y discípulo de Pedro Abelardo, Arnaldo llego a convertirse en dueño de la ciudad pontificia cuya vieja dignidad republicana aspiraba a restaurar. Rara vez pudo gozar el Papa de tranquilidad en la urbe. De poco podían servir en aquella ocasión los consejos (el "De consideratione") redactados para el Pontífice por su maestro Bernardo de Claraval en los que invocaba el modelo de los antiguos Papas en cuanto a piedad y humildad. Igualmente le recordaba que el pontificado ostentaba los dos poderes -spiritualis scilicet gladius et materialis- aunque solamente el espiritual podía ejercerlo directamente. En 1153 y casi al mismo tiempo desaparacían San Bernardo y Eugenio III sin resolver el grave problema de la revolución comunal arnaldista. Unos meses más tarde, el nuevo papa Adriano IV, desbordado por la situación, optó por una solución dramática: lanzar el entredicho contra toda la ciudad de Roma con la intención de minar la moral de su levantisca población. Para entonces, un nuevo poder lograba consolidarse en el panorama político europeo: el del sucesor de Conrado III Federico I Barbarroja.

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