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Desarrollo


Bajo este epígrafe no incluimos sólo al reino sino también, como es lógico, al principado de Antioquia y a los condados de Edesa y Trípoli, que reconocían su supremacía feudal. Las condiciones de la defensa fueron, en principio, bastante sencillas pero precarias porque nunca se pudo dominar los puntos de partida de los ataques musulmanes: Damasco y Alepo, en Siria, el delta del Nilo en Egipto. Así fue como Zengi, atabeg de Alepo, consiguió conquistar Edesa y su condado en 1144, antes incluso de hacerse dueño de Damasco en 1154. Su proclamación como "mayahid" anunciaba una actitud nueva, más combativa e inspirada en la idea de "guerra santa" (yihad), que situaba el proyecto de recuperar Jerusalén en un plano de emocionalidad religiosa comparable, hasta cierto punto, al de la cruzada. La pérdida de Edesa produjo un nuevo impulso y predicación de cruzada en Europa protagonizado por el papa Eugenio III y, en especial, por Bernardo de Claraval. En aquella ocasión, año 1146, las expediciones fueron dirigidas por el emperador Conrado III y el rey de Francia Luis VII, que utilizaron la ruta del Danubio en 1147, aunque otros cruzados acudieron por mar y colaboraron a su paso en las conquistas de Lisboa, Almería y Tarragona. Pero aquella segunda cruzada fue un fracaso: el emperador y el rey sitiaron Damasco infructuosamente y regresaron a Europa sin haber conseguido ni recuperaciones territoriales ni aportar un apoyo sustancial al reino de Jerusalén, cuya situación fue cada vez más peligrosa en los decenios siguientes.

Los intentos de Balduino III y Amalarico I, reyes sucesivamente de Jerusalén, se encaminaron a reforzar la alianza con Manuel I de Bizancio y a impedir que Nur al-Din invadiera e incorporara Egipto, pero ambos intentos resultaron fallidos. El emperador acabaría derrotado en Myliokephalon, y Salah al-Din uniría Egipto a Siria y sería sultán desde 1174. Balduino IV (1174-1186) no consiguió ayudas exteriores de importancia, ni tampoco coordinar suficientemente las prestaciones militares que le debían sus propios vasallos y las Ordenes Militares. Así las cosas, no fue de extrañar la decisiva derrota de su sucesor Guido de Lusignan frente a Salah al-Din en Hattin (julio de 1187), tras la cual cayeron Jerusalén, Acre, Beirut y el resto del territorio salvo algunos puertos -Tripoli, Antioquia, Tortosa-. Las pérdidas fueron en gran parte irrecuperables, a pesar de las sucesivas expediciones enviadas desde Europa. El reino de Jerusalén adquirió durante su escaso siglo de existencia una identidad institucional, económica y social que es preciso conocer pues presenta el primer caso de colonización por europeos fuera de su espacio geohistórico habitual. La organización política se basó en reglas feudales -se ha hablado de feudalismo de importación- que situaban al rey de Jerusalén en la cúspide de una pirámide vasallática cuyos escalones más altos eran el príncipe de Antioquia, los condes de Edesa y Trípoli, y grandes señores del mismo reino: príncipe de Galilea, conde de Jaffa, señores de Transjordania y de Sidón.

Al margen, aunque con ciertas obligaciones militares, permanecían los dominios de la Iglesia y de las poderosas Ordenes Militares. El cuerpo legal estaba formado por los "Assises de Jerusalem" y el marco institucional del reino reprodujo muchas instituciones del gobierno monárquico francés, pero admitió fuertes herencias administrativas de tipo bizantino o musulmán en lo referente a la fiscalidad, pues la percepción de renta sobre la actividad agraria o mercantil se efectuaba sobre una masa de población que, aunque privada de sus cuadros políticos superiores, conservaba sus hábitos en estos otros aspectos. Porque, a decir verdad, el Ultramar latino nunca atrajo a grandes masas de inmigrantes, que, por el contrario, hallaban mejores ocasiones de colonización en el interior de Europa. La cúspide social nunca superaría el millar de caballeros en el reino de Jerusalén, a los que debemos sumar varios centenares de caballeros de las Ordenes Militares y otros más de clérigos. La organización eclesiástica latina se impuso rápidamente, lo que no dejó de generar roces con las otras Iglesias ya establecidas en Tierra Santa: patriarcas en Jerusalén y Antioquia, cuatro arzobispos y nueve obispos más. Aquellos grupos dirigentes no experimentaron mezcla con la población ni apenas con la cultura nativa. Por el contrario, los miles de escuderos de origen occidental -unos 5.000 hacia 1180- si contrajeron matrimonios mixtos, así como muchos de los colonos agricultores: no es que se estuviera formando una sociedad mestiza, pues su número era muy bajo, pero sí hubo cierta aculturación que en ocasiones extrañó a los peregrinos y cruzados recién venidos, cuya imagen del Islam incorporaba muchos prejuicios hostiles y carecía de sentido de la coexistencia.

En la convivencia cotidiana jugaron un papel importante los cristianos de otros ritos -armenios, ortodoxos, maronitas- y algunos judíos, aunque la mayoría emigraron ante el mal trato recibido en 1099, y lo mismo hizo la mayoría de la población musulmana. La importancia de los establecimientos occidentales en Tierra Santa en el dialogo entre civilizaciones y en la transferencia de cultura intelectual y técnica fue, sin duda, menor que la de otras zonas de contacto como Sicilia o la España de la reconquista. Importa, por ejemplo, en el aprendizaje de técnicas de fortificación y arquitectura militar islámicas o bizantinas, desarrolladas por los cruzados pare asegurar mejor su defensa. Pero no hay transferencias apreciables en el ámbito literario o en el de la medicina; los inmigrantes importaron su cultura intelectual de las metrópolis occidentales y, en general, como escribe S. Runciman, "la sociedad de Ultramar, compuesta en su casi totalidad por soldados y mercaderes, no estaba en condiciones de crear o mantener un nivel intelectual elevado". Hubo, sin duda, relación entre las cruzadas y la expansión de las repúblicas mercantiles italianas en el Levante mediterráneo, pero son fenómenos con finalidades distintas. Los mercaderes venecianos, genoveses, pisanos y de otras ciudades obtuvieron en las de Palestina y Siria fondacos o barrios con privilegios y franquezas fiscales privativos, y dominaron el comercio de tránsito procedente de Egipto, el Mar Rojo y Siria, que también nutrió las áreas del rey de Jerusalén y de otros señores gracias a las rentas aduaneras.

Pero los mercaderes traficaban también directamente con Egipto y Siria -Alejandría fue siempre su objetivo principal-, e incrementaron sus actividades en el siglo XIII, después de las conquistas de Chipre -fruto de la tercera cruzada- y de Constantinopla, de modo que para ellos los enclaves occidentales no eran indispensables, aunque tenían importancia. En cambio, los cruzados instalados en Tierra Santa, siempre necesitaron el concurso de las flotas mercantiles para asegurar sus comunicaciones y el desarrollo de muchas de sus empresas militares, y aquella dependencia constituyó un factor de debilidad. Porque, además, los territorios de Ultramar eran deficitarios en productos agrarios de primera necesidad como los cereales, el vino o el ganado mayor, y no compensaban aquella carencia el interés o valor de cultivos y producciones especializados como el olivo, la caña de azúcar, el lino, la seda o las maderas del Líbano.

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