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Economia-Sociedad

Desarrollo


Antes de las invasiones los pueblos germanos desconocían la vida urbana y las ciudades, al menos en el sentido de extremo desarrollo que el fenómeno urbano había tenido en el Imperio Romano. Resulta también indudable que los invasores atacaron con especial dureza a las ciudades del Imperio, principales núcleos defensivos de éste y asiento de las mayores acumulaciones de riqueza. Sin embargo, con la única excepción de las áreas de masivo poblamiento germano -en concreto Inglaterra-, las antiguas ciudades pudieron subsistir a las invasiones: ni tan siquiera desaparecieron las grandes metrópolis del Rin -Colonia, Tréveris, Estrasburgo, Maguncia-, tantas veces reedificadas como destruidas. Al estudiar el poblamiento germano se puede apreciar cómo en muchas áreas éste se basó en la red urbana preexistente. A la atracción de la ciudad como lugar donde tenía su asiento la vida a la romana se unían las mejores posibilidades defensivas ofrecidas por sus potentes recintos amurallados, heredados del Bajo Imperio. Pero esta persistencia fundamental de la ciudad y de la vida urbana durante aquellos siglos en Occidente no debe ocultarnos la otra faz del problema: su profunda mutación o metamorfosis. Esta última no sería sino el momento final de una lenta evolución, iniciada cuando menos a mediados del siglo II, de la que iba a nacer la típica ciudad del Medievo, en esencia distinta de la de la Antigüedad clásica. Al hablar del paisaje rural se manifiesta que en casi toda la Romania los núcleos urbanos continuaron siendo los nudos de toda ordenación territorial, aunque ello no impidió que con frecuencia tuviesen lugar transformaciones en el estatuto administrativo entre los diversos centros de habitación de un territorio dado.

Estos cambios habrían afectado tanto al surgimiento de nuevas cabezas de distrito como a las transferencias de capitalidad. Ambos fenómenos, atestiguados principalmente por la aparición de nuevas sedes episcopales, se aprecian en todo Occidente. Así, Ginebra y Gracianópolis se segregaron de Vienne; Orleans, de Chartres; Verdún, de Metz; Agde, de Béziers; Uzés, de Maguelonne; Arisito y Tolón, de Arlés; Egitania, Viseo, Lamego y Caliabria, de Coimbra y Oporto. Dijon predominó sobre Langres; Viviers, sobre Alba; Grado, sobre Aquileya, o Eminio sobre Conimbriga. Las razones de tales cambios pudieron ser muy distintas en unos casos y en otros. En algunos pudo deberse a un avance urbanizador en zonas anteriormente poco afectadas por tal fenómeno o a las mayores posibilidades ofrecidas para el comercio por los nuevos núcleos (casos de Viviers y Oporto frente a Ostia). Sin duda, en aquella época el rasgo topográfico exterior más sobresaliente de las ciudades de Occidente era su amurallamiento. Este proceso, iniciado en el Bajo Imperio, fue completado entonces, y los nuevos poderes públicos se ocuparon del mantenimiento y mejora de los recintos amurallados. La construcción de tales murallas supuso, por lo general, una reducción del espacio urbano intramuros, la cual no puede ser considerada en modo alguno como índice seguro de una disminución del tamaño y la demografía urbanos. Realmente se trataba de construir verdaderas ciudadelas de fácil defensa con fuerzas militares escasas, por lo que a veces se edificaban fortalezas, junto a una población o en su interior, aún más reducidas: Verona, Nápoles, Toledo, Timgad, Háidra, Dougga, etc.

Al tiempo que se observa el surgimiento intramuros de espacios verdes o huecos -dedicados a veces a cementerios-, en el exterior de muchas ciudades surgieron barrios suburbanos (suburbia) cuyos edificios se agrupaban, por lo general, en torno a un monasterio o basílica, de la que solían tomar el nombre. Precisamente la proliferación de las edificaciones de carácter religioso fue la nota característica de la nueva topografía urbana. De ellas tenemos un inventario preciso en los dípticos o "gesta episcoporum" de la época para ciudades como Mérida, Roma o Nápoles. Sobre todo en las ciudades del Mediodía galo, España e Italia, la perduración de la antigua red de calles y plazas fue un hecho muy frecuente, dándose algunos ejemplos realmente notables: Piacenza, Aosta, Verona, Turín, Arlés, Barcelona, Mérida o Evora. Ello no impidió, sin embargo, transformaciones tan típicas como la supresión por cierre de ciertas calles o plazas porticadas (Brescia, Arlés), los trastornos ocasionados por la construcción de alguna edificación religiosa (Barcelona, Sbeitla). También se detecta la permanencia de muchos establecimientos termales. Por lo que se refiere a los típicos edificios dedicados a espectáculos públicos, éstos sufrieron una evolución distinta según los casos. Los circos o hipódromos fueron, sin duda, los que más resistieron, mientras que los anfiteatros, por lo general, ya habían desaparecido por abandono a principios del siglo V.

También en lo que respecta al contenido socioeconómico, iba a ser la cristianización la nota característica y diferenciadora de las ciudades de la época. Es evidente que el antiguo grupo de los curiales había entrado en una aguda transformación ya en el siglo IV, reduciéndose como grupo urbano dirigente a una minoría, los llamados principales. En las dos centurias siguientes dicha crisis se consolidaría hasta la total extinción del grupo como colectivo social diferenciado jurídica y económicamente. Aunque en varias ciudades al sur del Loira y en España todavía se continuó mencionando a las curias hasta mediados del siglo VII cuando menos, éstas sólo tendrían una función burocrática -registro de los documentos públicos-, reducidos sus miembros a los principales. Los discutidos "Fragmenta Gaudenciana" muestran lo difícil que era encontrar personas económicamente hábiles para ser curiales ya a principios del siglo V. Sin duda porque para esa época se estaba ya pensando en los principales, que habitarían sólo en las ciudades de importancia. Esa reducción de las curias a los principales concuerda bien con el que se detecte frecuentemente la residencia de los poderosos, de la aristocracia fundiaria, en ciudades, donde las murallas les ofrecían mayores y mejores perspectivas de defensa. Además, el hecho de vivir en los núcleos urbanos les permitía monopolizar los grandes puestos de gobierno, concentrados en las ciudades, de los nuevos Estados.

Esta aristocratización de las ciudades, junto con el gran poder alcanzado por el clero urbano encabezado por el obispo, fue ciertamente la gran característica de las ciudades de la época. Frente a la aristocracia laica y eclesiástica, los demás componentes sociales de la ciudad perdieron significación e importancia. El carácter un tanto marginal del comercio y la artesanía redujo al resto de la población urbana a plebe mísera y hambrienta, que vivía a la sombra de los poderosos. No obstante, en Italia y la Galia persistieron probablemente ciertos colegios profesionales, pero convertidos ya en simples asociaciones voluntarias, y en las ciudades portuarias colonias de comerciantes orientales y judíos, al menos hasta principios del siglo VII. Es en este contexto en el que hay que comprender el evergetismo realizado por las instituciones eclesiásticas, que consistió, principalmente, en la creación de hospitales gratuitos e institutos crediticios catedralicios con nulo interés, en el reparto diario de alimentos en el atrio episcopal, etc. Por su parte, el evergetismo de la aristocracia laica se orientó hacia las fundaciones piadosas a través de donativos a las iglesias, o en la construcción de basílicas. Así, pues, salvo unas cuantas grandes metrópolis, la ciudad occidental de la época adquirió una función principalmente de centro defensivo, administrativo y religioso. La necesidad de acudir a ella para resolver numerosos asuntos administrativos y la atracción que ejercían las instituciones eclesiásticas fueron causas fundamentales del mantenimiento de la primacía de la ciudad sobre el entorno rural circundante.

Serían las comitivas de los poderosos -laicos o eclesiásticos- allí establecidos, las que mantendrían unos niveles mínimos de vida comercial y artesanal con su poder adquisitivo de bienes de consumo de alto precio. Al principio hemos señalado que el caso inglés representó la gran excepción a ese mantenimiento esencial de las antiguas ciudades romanas de Occidente. Pero, si constituyó una excepción en sus orígenes, el resultado para el futuro del proceso allí desarrollado no fue muy diferente al ofrecido por la metamorfosis urbana del continente, antes analizada. Las particularidades especiales de la penetración y asentamiento germanos en la isla provocaron que a lo largo del siglo V las viejas ciudades romanas -todas ellas provistas de murallas- fuesen poco a poco abandonadas, o perdiesen al menos su carácter económico urbano. Aunque algunas -Gloucester, Cirencester, Bath- pudieron mantenerse hasta un momento avanzado, ya en el siglo VI, como centros de resistencia indígena. Sin embargo, la mayoría de ellas -Canterbury, Dorchester, Winchester, Rochester, Leicester, Worcester, Felixtowe, Londres, York- subsistió durante aquellos siglos con un carácter esencialmente rural, al constituir centros eclesiásticos o de residencia real, e incluso albergar una incipiente actividad comercial de tipo portuario. Junto a estas pervivencias de la Antigüedad, se produciría el surgimiento a lo largo del siglo VII de una serie de asentamientos germanos nuevos, en la costa o en los cursos de los grandes ríos, con una funcionalidad ante todo comercial y artesanal: Fordwich, Dover, Southampton (siglo VIII) e, Ipswich.

Ya en el siglo VIII, al irse complementando las funciones de unos y otros, surgieron los núcleos de pleno carácter urbano. En lo que respecta a la continuidad del gran comercio mediterráneo las excavaciones realizadas en Cartago y en otras costas mediterráneas han cambiado los tradicionales puntos de vista en los últimos años. Así, hoy se supone una esencial continuidad en dicho comercio hasta finales del siglo V. De forma que la conquista vándala no habría arruinado las tradicionales exportaciones de cereal, aceite y cerámica de mesa a Roma, Italia y el resto del Mediterráneo occidental. Incluso a finales de esa centuria si dichas exportaciones africanas experimentaron una cierta caída en Italia, aumentarían en las costas catalana y levantina españolas. Sin embargo, desde principios del siglo VI comenzarían a extenderse por el Mediterráneo occidental las exportaciones de productos de lujo bizantinos, que vendrían a sustituir a las africanas. Todo lo cual explicaría la reconquista occidental de Justiniano no solo por razones político-ideológicas sino también comerciales. Finalmente este comercio bizantino habría caído en franca decadencia desde principios del siglo VII. Todo lo cual permite hablar de un gran comercio marítimo sometido más a cuestiones de orden político que económico, fundamentalmente la existencia de un tráfico fiscal entre Africa y Roma desde el siglo III, cuya desaparición o mutación habría incidido a medio plazo en la misma supervivencia o direcciones de dicho comercio. Lo que se complementa bien con una concepción de las amonedaciones áureas de los reinos romano-germánicos por motivos principalmente políticos, como medios de pago y por el Estado, antes que puramente económicos.

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