Grandes invasiones y fin del Imperio Romano Occidental

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Estados Romano-germa

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Un primer problema que plantea todo estudio de las invasiones bárbaras de fines del siglo IV y de la siguiente centuria es el de determinar sus causas. Antes que nada conviene advertir que éstas no constituyen un hecho histórico aislado y de súbita aparición. Desde finales del siglo II a.C. ya se habían producido los primeros intentos migratorios germánicos hacia tierras mediterráneas. Sólo la conquista romana de las Galias y la constitución del limes o frontera del Rin y del Danubio las habían contenido durante un largo periodo. Pero de nuevo, a finales del siglo II y en el III d.C., se produjo una gran oleada invasora. Tras un nuevo intervalo -producto de la reconstrucción de las defensas imperiales por los emperadores ilirios- se produciría un nuevo y definitivo asalto a partir del último tercio del siglo IV. ¿Cuáles eran las causas de estas periódicas migraciones? Se ha hablado de motivos climáticos, demográficos y sociológicos, y hasta de presiones de pueblos de las estepas eurousiáticas (hunos, principalmente). Sin duda todos estos factores tuvieron su influencia. Pero, sobre todo, parece que deben tenerse en cuenta los importantes cambios que se produjeron en el seno de las sociedades germanas en los primeros siglos de la Era cristiana. Éstos se habrían concretado en un proceso evolutivo conducente a un progreso social y económico, con la constitución de estructuras sociales y económicas muy jerarquizadas. Proceso en el que el contacto con el mundo romano no habría dejado de tener importancia.

Para el momento previo a las grandes invasiones de fines del siglo IV habría que poner como base de todo poder social y político en las diversas agrupaciones populares germánicas lo que se conoce como "Soberanía doméstica" (Hausherrschaft). Es decir, en un momento determinado se había concentrado en manos de unos pocos un dominio territorial sobre el que se ejercía una plena soberanía (munt) Esta última alcanzaba a todos los que habitaban y trabajaban en esa unidad territorial, que también lo era económica, y que podía abarcar a una aldea entera. Entre dichos habitantes se encontraban gentes de condición no-libre, esclavos siempre asentados con su familia en una tierra, pero sobre todo un extenso grupo de semilibres según las concepciones jurídicas romanas. Estos últimos se encontraban unidos al señor de la casa (Hausherr) mediante un estrecho lazo de obediencia, lo que les obligaba a formar parte de su mesnada cuando aquél decidía realizar alguna expedición militar contra terceros. Cercana a esta forma de dependencia era la que se conoce bajo el nombre alemán de "Gefolge" (séquito). Por medio de ella hombres de condición libre, con frecuencia jóvenes extranjeros en busca de aventuras y fortuna, se unían a un señor con un lazo de fidelidad y mutua ayuda, pero conservando en todo su libertad personal. No cabe duda que estos séquitos, de exclusiva significación militar, jugaron un gran papel entre los pueblos germanos de la época, acelerando el proceso de jerarquización sociopolítica y consolidando una auténtica nobleza guerrera.

Sin embargo no debe olvidarse la estrecha unión entre dicha institución y la de la soberanía doméstica antes mencionada. De forma que siempre continuarían existiendo los otros séquitos compuestos de aldeanos y gentes no-libres. De tal modo que en algunos pueblos pudo producirse una confusión entre ambos séquitos, denunciando los nombres utilizados para su miembros -gardingi, entre los visigodos, gasindi entre los longobardos- un primitivo origen doméstico o incluso servil de los mismos. No cabe duda que en tiempos como los de las grandes invasiones tales séquitos, de funcionalidad militar, supusieron algo esencial. Muchas de las realezas germánicas de la época tuvieron su origen en tales séquitos. En esos casos se trató de la elección como rey del pueblo en armas (Heerkönig) del jefe de uno de tales séquitos. Ante las expectativas de grandes ganancias de botín o de tierras pudieron entrar a formar parte de los séquitos más potentes gentes de condición social elevada, jefes a su vez de otros séquitos, estableciéndose de esta forma una verdadera jerarquía dentro de éstos. Como consecuencia de una invasión exitosa y del inmediato asentamiento (Landnahme) en tierras del Imperio dichas monarquías militares no pudieron por menos de consolidarse. También conviene tener en cuenta, a la hora de explicar las causas y desarrollo de las grandes invasiones, los mecanismos de formación de las unidades populares que participaron en las mismas y que aparecen mencionadas en las fuentes romanas de la época.

Este proceso es conocido en lengua alemana como "Stammesbildung" (Formación de las estirpes). Sin duda siempre ha sorprendido la facilidad con que aparecen en el escenario histórico grandes agrupaciones populares con unos nombres y una definición étnica muy determinada en apariencia, que sin embargo pueden desaparecer al poco sin dejar la menor huella ante el primer gran descalabro militar sufrido. La explicación de dicha aparente paradoja la ofreció R. Wenskus. Según su teoría, la mayoría de los pueblos germánicos de la época de las invasiones comportaba como elemento aglutinante un linaje real en torno al cual se adhería un núcleo reducido de otros linajes, portador del nombre y las tradiciones nacionales de la estirpe. Mientras este núcleo se mantuviera más o menos intacto, la agrupación popular subsistiría, pues podría ir aglutinando y dando cohesión a elementos populares heterogéneos en un proceso de etnogénesis continua. Dicha teoría resuelve, además, otra de las paradojas de los relatos antiguos sobre las invasiones: la exigüidad de las llamadas patrias o lugares de origen de las varias estirpes germanas -con frecuencia ubicadas todas en Scandia, auténtica vagina de pueblos- y la gran importancia que éstas pudieron alcanzar en el apogeo de su carrera histórica. Tradicionalmente se suele dividir a los diversos pueblos germánicos en tres grandes grupos, en atención a su lengua: germanos del norte, del oeste y del este. Ahora bien, esta división tradicional y que se suele utilizar por su comodidad y fácil comprensión, no parece que se corresponda con una real diversidad étnica o cultural, comprobable en la cultura material detectada por la Arqueología.

Incluso desde un punto de vista lingüístico se han propuesto otras clasificaciones alternativas, como la de E. Schwarz en: gotoescandinavos, germanos continentales y germanos del Mar del Norte. Y desde la Arqueología se han llegado a diferenciar nada menos que nueve grupos culturales diferentes desde el punto de vista del utillaje encontrado. Así, los germanos occidentales se testimoniarían en las culturas del Elba, del Mar del Norte y del Rin-Weser, con el gran nombre étnico de los suevos, frisones, longobardos, anglos y varnos, entre otros, y los diversos grupos que darían luego lugar a las varias ligas francas y alamanas, respectivamente. En lo que podríamos llamar historia militar de las grandes invasiones se distinguen varias oleadas o etapas. La primera de ellas sería la protagonizada en lo fundamental por pueblos germanos de los llamados ósticos (del este) -godos, vándalos, burgundios-; aunque con frecuencia se les unirían en su migración facciones más o menos numerosas de nómadas sarmáticos o iranios (alanos) de las llanuras del sur de Rusia y/o del Danubio central y oriental Esta primera oleada se caracterizó por la amplitud de los movimientos migratorios, desde las orillas del Mar Negro a la Península Ibérica y el norte de África, y por haber dado lugar a la aparición de los primeros reinos bárbaros en suelo imperial. La segunda oleada fue mucho menos aparatosa, pero sus resultados serían bastante más duraderos.

La primera afectó a grupos minoritarios de inmigrantes bárbaros en comparación con los provinciales invadidos, lo que les condenaba a diluirse a corto o medio plazo. Y, con la excepción de los visigodos, ninguna de las fundaciones estatales a las que dieron lugar pudo pasar la barrera de mediados del siglo VI. Por el contrario, la segunda oleada por lo general significó la penetración continuada y en masas bastante cerradas de grupos germanos en las Galias, Baviera y Gran Bretaña, llegándose a producir hasta una germanización lingüística de territorios otrora dominados por el latín y el celta (Galia renana y Gran Bretaña). Fue protagonizada en lo fundamental por germanos occidentales, cuyas etnogénesis -proceso de formación de grandes unidades étnicas- eran bastante recientes, en caso de existir; siendo en una inmensa mayoría de casos el resultado de agrupamientos de fragmentos de diversas estirpes anteriores: francos, alamanes, bávaros, anglos y sajones. Una tercera oleada habría tenido como resultado principal el establecimiento de los lombardos en Italia, y el dominio de las estepas y llanuras de Europa central y oriental por los bávaros. Éstos no eran germanos sino un pueblo posiblemente de origen mongol, encontrándose por completo ecuestrizado y seminómada. En buena medida esta tercera oleada participaría de las características señaladas como propias de la primera, aunque la diferente situación existente en la Europa de la segunda mitad del siglo VI produciría resultados distintos, sin duda más duraderos, como sería el caso del establecimiento longobardo en la Italia septentrional.

Además, durante esta época en toda la fachada atlántica europea continuarían las incursiones de los germanos ribereños del Mar del Norte. Éstas serían protagonizadas sobre todo por grupos de la llamada Liga Sajona y por otras unidades étnicas menores, como anglios y hérulos, terminando por germanizar toda la antigua Gran Bretaña celtorromana. La primera gran oleada se centra en dos grandes hitos: la batalla de Adrianópolis (378) y el paso del Rin (406). Ambas fueron protagonizadas en lo esencial por germanos orientales -visigodos, ostrogodos, burgundios y vándalos-, más diversos grupos occidentales agrupados bajo la prestigiosa denominación de suevos, y los iranios alanos. Sin duda para comprender las causas de ésta gran invasión hay que conocer lo que estaba ocurriendo por detrás del mundo germánico, en las grandes y abiertas llanuras y estepas centroeuropeas y eurousiáticas. Tras una larga emigración desde territorios ribereños del Báltico, los pueblos góticos se encontraban hacia el 230 asentados al norte del Mar Negro. Además de los elementos populares agregados durante su larga migración, en su nueva sede asumieron importantes contingentes de nómadas iranios (alanos), adoptando ciertas tradiciones de éstos, en espacial los godos situados más al este, o greutungos. Éstos habían constituido un reino relativamente centralizado y extenso, mientras que en zonas boscosas más occidentales habitaban los godos tervingios, con una menor centralización política.

A lo largo del siglo IV ambos grupos, en especial los tervingios, sufrieron la influencia de Roma, penetrando el Cristianismo en su variante arriana. Esto último les dotó de una mayor conciencia étnica, gracias también a la creación por el obispo misionero Ulfila de un alfabeto para traducir la Biblia al gótico. Pero toda esta situación se desmoronó cuando el poderoso Reino de los greutungos, regido por el linaje de los Amalos, fue derrotado en 375 por unos recién llegados a las estepas pónticas, los jinetes hunos. Tras la derrota y muerte trágica del Amalo Ermanerico, un pánico indescriptible se apoderó de ambos grupos godos. Mientras que una porción muy importante, compuesta especialmente de tervingios, pidió y obtuvo del Imperio asilo en Tracia, otros se asentaron en la región de los Cárpatos y en Moldavia, bajo el protectorado de los hunos. Sería entonces cuando ambos grupos góticos iniciasen un nuevo proceso de etnogénesis que llevaría al grueso de los tervingios a transformarse en los históricos visigodos, y a lo principal de los greutungos bajo predominio huno a convertirse en los ostrogodos. Sin embargo, al poco de su entrada en el Imperio el emperador Valente trató de aniquilar a los grupos godos, ante el peligro que representaba para la vecina Constantinopla la continua rebelión de unos godos explotados por traficantes y funcionarios romanos. Pero resultó derrotado y muerto en la batalla de Adrianópolis (9 de agosto de 378), donde se perdió una buena parte del ejército de maniobras romano-oriental.

Teodosio el Grande consiguió apaciguarlos, beneficiándose de las luchas internas entre diversos nobles y linajes godos, establecerlos en la evacuada provincia de Mesia y utilizarlos como tropas federadas para la reconstrucción del ejército imperial. La muerte del emperador Teodosio, las desavenencias entre el gobierno de Constantinopla y el de Roma, dirigido por Estilicón, serían utilizadas por el balto Alarico para crear una monarquía militar visigoda en su persona. A partir de entonces Alarico y sus godos iniciaron una ambigua política que combinaba los saqueos en las provincias romanas con los ofrecimientos de sus servicios como tropas federadas a cambio de subsidios alimenticios, con el objetivo final de un alto cargo militar para el rey godo y un territorio donde asentar a su pueblo en condiciones de cierta autonomía. Política primero seguida con el gobierno de Constantinopla y a partir del 401 con el de Ravena. A partir del 401 Alarico presionaría a este último, jugando, y siendo utilizado también, con la oposición entre Estilicón y otros círculos cortesanos romanos. Tras la caída y asesinato de Estilicón, Alarico se vio obligado al golpe de efecto que supuso el saco de Roma en el 410. Desaparecido al poco Alarico, su política será seguida por su cuñado y sucesor Ataúlfo. Tras el fracaso de éste de entroncar con la familia imperial, a través de su matrimonio con la princesa Gala Placidia, y de hacerse una posición fuerte en el sur de las Galias, los visigodos serían finalmente estabilizados en virtud del pacto de alianza (foedus) firmado entre el rey godo Valia y el general romano Constancio, nuevo hombre fuerte del gobierno occidental, en el 416.

En virtud de ese pacto los visigodos se comprometían a servir como tropas federadas al Imperio occidental; y como primera prueba de ello, en el 416, lograrían aniquilar a una buena parte de los grupos bárbaros que habían invadido la Península Ibérica en el 409. A cambio, en lugar de obtener los tradicionales subsidios alimenticios el Imperio permitía a los godos su asentamiento en la Aquitania, entregándoles a tal efecto dos tercios de una serie de fincas que serían repartidas entre los diversos agrupamientos nobiliarios godos y el del rey con sus séquitos. Aunque quedaba la antigua administración civil provincial romana, sin embargo el rey godo recibía amplias atribuciones que de hecho implicaron el establecimiento de un embrión de Estado visigodo en territorio imperial, con una corte y un núcleo de administración central de molde imperial en la ciudad de Tolosa. Había nacido lo que se conoce como Reino visigodo de Tolosa. La presión creada por la estampida goda sobre los pueblos bárbaros situados más hacia Occidente y las dificultades militares creadas al gobierno de Ravena por las andanzas de Alarico en Italia terminaron por romper la tradicional frontera del Rin. Este hecho sería protagonizado por una invasión compuesta de elementos populares muy dispersos. Los orígenes de la misma estarían en dos vastos conglomerados formados en el Danubio medio. Uno de ellos, constituido esencialmente por ostrogodos huidos del dominio de los hunos bajo el mando de Radagaiso, invadió violentamente la Italia septentrional en el 405, para ser por completo masacrado por Estilicón en la batalla de Fiésole al verano siguiente.

El otro sería más heterogéneo, pues bajo las jefatura del alano Respendial y del vándalo hasdingo Godegiselo incluía a vándalos silingos y hasdingos, marcomanos, quados, gépidos, sármatas y alanos; a los que se unirían en su migración a lo largo de la frontera danubiana colonos germanos allí establecidos por el Imperio y campesinos romanos. Todos juntos lograrían atravesar las defensas del Rin a la altura de Estrasburgo en la Navidad del 406. Tras ello los bárbaros, divididos en varios grupos y en un proceso interno de etnogénesis con la formación de una tercera monarquía militar bajo el étnico de sueva, saquearían con extremada violencia las Galias, primero la septentrional en la ruta hacia Boulogne, para posteriormente dirigirse hacia el sur a lo largo de la costa atlántica. En septiembre del 409 la parte principal de los bárbaros invasores franqueaba los Pirineos occidentales y penetraba en las Españas. La desviación de su primera ruta de invasión hacia el norte de las Galias se habría debido a un importante hecho sucedido del lado romano. En el 406 triunfaba en la Gran Bretaña la sublevación del general romano Constantino III. Pasando con su ejército a las Galias, el usurpador logró ser fácilmente reconocido por los restos del ejército de las Galias, que vieron en él al defensor de su país ante los invasores bárbaros. El nuevo emperador trató de controlar lo más rápidamente posible los puntos vitales de las Galias, pasando de inmediato a la Península Ibérica, donde logró derrotar a las tropas y nobles leales a la dinastía de Teodosio, representada entonces por el emperador Honorio (395-423).

Sería precisamente la lucha que a partir del 409 se desarrollaría en las Galias entre el usurpador y las tropas leales a Honorio, reorganizadas por el patricio Constancio, lo que facilitaría la invasión hispana del 409, pues los invasores pudieron penetrar casi como aliados de la rebelión contra Constantino III surgida en el seno de su propio ejército destacado en la Península, recibiendo en pago de sus servicios el derecho a la exigencia de subsidios a los provinciales: los vándalos hasdingos y los suevos la Galaecia, los silingos la Bética, y los alanos la Lusitania y la Cartaginense. La recuperación de las fuerzas legitimistas en la Galia, con la derrota final de los usurpadores (Constantino III y sus hijos en el 411), bajo el mando del poderoso generalísimo Constancio, acabaría posibilitando la solución del problema visigodo con la firma del foedus del 416. Y como consecuencia del mismo el gobierno imperial se propuso seguidamente restablecer la situación en las provincias hispánicas, utilizando para ello la fuerza militar aliada de los visigodos de Valia. A lo largo del 416-417 Valia conseguiría destruir las monarquías militares de alanos y vándalos silingos, cuyos restos populares acudirían a engrosar las filas de los vándalos hasdingos. Si éstos y la débil monarquía sueva no fueron destruidos se debería más a que Constancio optó por hacer venir a Valia a las Galias, donde se fundaría en el 418 el Reino de Tolosa, posiblemente interesado en culminar la limpieza de las provincias hispánicas con tropas mayoritariamente romanas.

De esta forma hacia el 420 el gobierno imperial parecía haber restablecido la situación en todo Occidente. Los restos de los invasores de finales del IV y principios del V estaban aniquilados, en vías de serlo o se esperaba su final integración como soldados aliados del Imperio. Además, los destinos de la dinastía teodosiana parecían asegurados, no obstante la falta de descendencia de Honorio, con el matrimonio del poderoso general Constancio con la princesa Gala Placidia y su asociación al trono. Pero la muerte prematura de Constancio (421) y la de Honorio (423) desbaratarían la situación. La elección como emperador del infante Valentiniano III (425-454), hijo de Constancio y Gala Placidia, no sirvió más que para convertir al gobierno de Occidente en presa de ambiciones e intrigas, en las que jugó un papel muy importante la bella Gala Placidia. Sería en esta situación, y aprovechándose de tales disputas, como los visigodos de Tolosa bajo la inteligente dirección del rey Teodorico I (418-451) tratarían de extender su dominio hasta la estratégica Provenza, mientras en las Españas los suevos consolidaban su poder en el noroeste y los vándalos saqueaban a su placer las provincias meridionales y levantinas. Finalmente el nuevo rey vándalo Genserico (428-477) optaba en el 423 por evacuar la Península y pasar con su pueblo, estimado en 80.000 almas, al norte de África, amenazando así una región vital para el aprovisionamiento de grano de la propia Roma e Italia.

La recuperación imperial sólo se produciría a partir del 432, cuando el general Aecio -un semibárbaro que se apoyaba en un séquito personal de hunos- logró hacerse con el control total del gobierno y ejército romanos. Como en otro tiempo hizo Constancio, Aecio se esforzó en restablecer el dominio romano en la rica y estratégica Galia. Ésta se encontraba amenazada en las tierras renanas y septentrionales por nuevas penetraciones germánicas (francos y burgundios), en Normandía y costas atlánticas por otras sajonas y bretonas, y en el sur por las ambiciones de los visigodos de Tolosa. Las soluciones aportadas por Aecio a estos problemas reflejan sin embargo que los tiempos habían cambiado. Pues además de utilizar ejércitos romanos Aecio se apoyaría cada vez más en la labor de bárbaros federados, a los que concedió un alto grado de autonomía: con el asentamiento de los burgundios en Sapaudia se constituía el segundo reino germánico en tierras galas. La concentración del esfuerzo imperial en las Galias hizo abandonar un tanto la situación en otras regiones. En la Península Ibérica el dominio imperial se concentró especialmente en las regiones mediterráneas, y confiando además demasiado en la lealtad de tropas federadas visigodas. Lo que permitió una clara consolidación sueva en sus bases galaicas y el comienzo de una serie de acciones de pillaje en la Bética y Lusitania. Pero el mayor fracaso de la política de Aecio radicó en África. Dejada a sus solas defensas, con una población provincial dividida por querellas internas entre donatistas y catolicos, y amplias regiones del interior y de Occidente dominadas por jefes bereberes, el corazón del Africa romana -Numidia, Proconsular y Byzacena- sucumbiría a la invasión vándala de Genserico, que culminó con la conquista de Cartago en el 439.

Con la constitución del Reino vándalo de Cartago se creaba el primer Estado germánico que no reconocía ninguna superioridad al Imperio ni mantenía con él alianza alguna. Dueño de una poderosa flota romana y de bases en las Baleares, y pronto en Sicilia, Genserico iniciaría una política de presión sobre el gobierno de Ravena con acciones piráticas sobre las costas italianas y haciendo pagar cara la continuidad de los envíos del grano africano. En estas condiciones se comprende que Genserico fuera capaz de conseguir la mano de Eudoxia, hija de Valentiniano III, para su hijo y sucesor Hunerico. Pretextando vengarse del asesinato de Valentiniano III, Genserico saquearía Roma en un raid marítimo en junio del 455. Sin embargo, la viabilidad de la reconstrucción imperial realizada por Aecio recibió su prueba de fuego con el comienzo de las invasiones de los hunos de Atila sobre Occidente a partir del 450. En los años anteriores Atila había logrado unir bajo su cetro los diversos clanes y grupos de hunos, de los que dependían, además, otros agrupamientos nobiliarios y populares germanos muy diversos, entre los que destacaban ciertamente varios ostrogodos. Con ellos Atila había logrado constituir un vasto Imperio por toda Europa central y oriental, basado en la potencia y rapidez de los desplazamientos de su caballería y en los subsidios exigidos al gobierno de Constantinopla con su constante presión sobre las provincias balcánicas.

Las causas por las que Atila optó entonces por dirigir sus saqueos sobre Occidente no son claras: tal vez porque estaba encontrando mayores dificultades en Oriente y porque el ejemplo vándalo le hizo pensar en fundar un reino que incluyera territorios imperiales muy extensos, haciendo entrar bajo su cetro a los visigodos de Tolosa. Sin embargo, el ataque frontal sobre la Galia lanzado por el enorme ejército de Atila encontró cruel respuesta en la batalla de los Campos Cataláunicos del 20 de junio del 451. La derrota de Atila también se conoce con el nombre de batalla de las naciones, pues el ejército romano que combatió en ella basaba una buena parte de su poder en las tropas federadas de los visigodos de Tolosa, comandadas por su rey Teodorico I, que murió en el combate. Sin embargo, el fin del peligro de los hunos no desaparecería sino con la muerte de Atila en el 453, puesto que en el 452 éste habría intentado una peligrosa invasión en Italia. La victoria sobre Atila había puesto al descubierto las bases del poder imperial en Occidente: éste se basaba esencialmente en las alianzas personales y dinásticas que los emperadores y generales romanos fueran capaces de mantener con los reyes bárbaros asentados en las Galias y con la poderosa nobleza hispano-gala. En esos momentos ambas cosas habían descansado en Aecio y en el legitimismo teodosiano de Valentiniano III. Intrigas cortesanas acabaron violentamente con el primero en el 454 y con el segundo en el 455.

A partir de entonces las cosas tomaban un rumbo muy distinto: de consolidación definitiva de los Reinos romano-germanos y de desaparición del poder central del Imperio. En las Españas y las Galias esta última tendencia se reforzaría tras el fracaso de Avito (455-456) como emperador. Era éste un senador galo perteneciente al mismo grupo nobiliario que la desaparecida dinastía, que contó con el apoyo de los federados visigodos de Tolosa, pero que fracasó ante la oposición de buena parte de la nobleza senatorial romana y del ejército de Italia, que comenzaba a estar dominado por un suboficial de Aecio, el suevo visigodo Ricimiro. Sería precisamente éste el responsable de la deposición y muerte de Mayoriano (457-465). Era éste un militar romano elevado a la púrpura por el propio Ricimiro, y que por última vez habría intentado una restauración del poder imperial fuera de Italia. Pero tras restablecer el dominio en la Galia mediterránea y en las zonas mediterráneas hispánicas fracasó con su intento de atacar al Reino vándalo con una expedición marítima desde Cartagena (460). El final de Mayoriano supuso prácticamente el de toda esperanza de restauración del poder imperial en las Galias y las Españas. Pues éste habría sido el último emperador en contar con el apoyo de la nobleza senatorial de ambas, vinculada anteriormente con la casa de Teodosio. A partir de entonces los miembros de ésta o intentarían una aventura de práctica independencia del Imperio, como fue el caso de Egidio (461-465) y su hijo Syagrio (465-487) en la Galia septentrional; o comenzaron a reconocer el dominio de los visigodos de Tolosa como la mejor forma de defender sus intereses.

Así los reyes visigodos Teodorico II (453-466) y su hermano y sucesor Eurico (466-484) lograrían extender su efectiva área de dominio a la Provenza y hasta el Loira en las Galias; mientras, en la Península Ibérica lograrían constituir, a partir del 456, un eje estratégico de poder entre Barcelona-Toledo-Mérida-Sevilla y en la Submeseta norte, obligando a la Monarquía sueva a reconocer su superioridad, impidiéndole cualquier posible extensión hacia el este y el sur. Mientras tanto lo que quedaba de gobierno imperial central fue quedando cada vez más reducido a la sola península italiana, y a merced de los generales del ejército de maniobras en ella estacionado, cada vez más compuesto por soldados de origen bárbaro unidos a aquellos por lazos de fidelidad de tipo germánico (séquitos militares). Entre ellos ejerció un indiscutido predominio Ricimiro hasta su muerte en el 472. Las mismas debilidades militares de éste y la necesidad de reconquistar la vital África motivaron su acercamiento al gobierno de Constantinopla, aceptando apoyar como emperador al oriental Antemio (467-472). Pero el fracaso de la gran expedición constantinopolitana contra los vándalos (467) y la firma de una paz perpetua entre éstos y el nuevo emperador oriental Zenón, supuso la deposición y muerte de Antemio. El inmediato fallecimiento de Ricimiro permitió el que otros intentaran heredar su posición hegemónica en el ejército imperial y en Italia.

De éstos destacaría el general romano Orestes, que en el 475 colocó en el trono imperial a su propio hijo, el todavía niño Rómulo, llamado Augústulo despectivamente por sus contemporáneos. Pero se trataba de un ejército debilitado, más dividido e indisciplinado ante las dificultades del gobierno para satisfacer sus demandas salariales. Por eso unas facciones del mismo buscarían el apoyo del gobierno de Constantinopla, aceptando emperadores nombrados por aquél, como Julio Nepote (474-480). Mientras otros buscarían el del rey burgundio Gundovado, eligiendo a emperadores fantasmas como Olibrio (472) y Glicerio (473-480). Cuando en el 476 el general de origen esciro Odoacro mató a Orestes, depuso a su hijo y envió las insignias imperiales al emperador de Constantinopla, Zenón, casi nadie pensó que algo nuevo había sucedido. Sin embargo, el ejército itálico en que se apoyó Odoacro se encontraba compuesto casi de tropas de origen bárbaro; y éstas le habían elegido como rey con el fin de que, constituyéndose una nueva monarquía militar a la manera de otras germánicas, solucionara también de igual modo su problema económico y social: asignando a sus jefes y oficiales unas tierras sobre las que recaudar sus impuestos fiscales y sus rentas domaniales, exactamente como con anterioridad se había procedido al constituirse los reinos federados de visigodos y burgundios. Por lo demás en Occidente nadie se preocupó mucho de esta desaparición de facto del gobierno imperial en Italia y del acto de fuerza de Odoacro. Salvo tal vez el rey visigodo Eurico que trató en vano de apoyar militarmente el gobierno del oriental ausente Julio Nepote; a cambio de ello este último debió reconocerle poco antes su completo dominio sobre el sur y centro de las Galias y sobre la España oriental. Con ello se completaba el final del Imperio en Europa occidental. Lo que para entonces no obedecía a algún rey germano eran núcleos aislados y periféricos gobernados por aristocracias locales, generalmente urbanas; aunque la mayoría de éstas habían optado ya por reconocer a los nuevos reinos romano-germánicos, como hiciera Sidonio Apolinar y sus amigos de la Auvernia en el 477.

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