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Desarrollo


Tras la muerte de Alejandro Severo, en el año 235, el ejército proclamó emperador a Maximino el Tracio. Durante su reinado se prefigura lo que va a ser, con pocas excepciones, el eje común a todos los emperadores ilíricos: un cursus honorum rapidísimo, una capacidad militar que le permitió concluir con éxito la campaña contra los pueblos germanos del Rin iniciada por Alejandro Severo y unas relaciones con el Senado marcadas por la mutua hostilidad y la falta de entendimiento. Al desprecio que este tosco emperador con oscuros orígenes de pastor podía producir en el Senado, se sumaba el terror a la confiscación de los bienes de muchos de sus miembros, temor que se confirmó como cierto. Los objetivos militares eran prioritarios y requerían de las riquezas que poseían los senadores y que a veces éstos escamoteaban a los agentes fiscales, como de la eliminación de todo lo que pudiera afectar al éxito de sus empresas. En este contexto, debe enmarcarse la persecución que Valeriano desató contra los cristianos de Capadocia. Su desafección militar en la época anterior a Constantino es un hecho conocido; fue muy elevado el número de cristianos, considerados mártires o santos por la Iglesia, que recibieron ahora una condena por su deserción militar. En el año 238, terratenientes senatoriales alentaron la revuelta de sus colonos y campesinos. En un ambiente en el que las clases bajas estaban acosadas por los impuestos y los bajos salarios, la revuelta se extendió con rapidez por Italia y Africa.

Los senadores confirieron al punto el poder al procónsul de la provincia de Africa, Gordiano y a su hijo, que fueron eliminados por Maximino como parte de la represión de la revuelta de Africa. El Senado hizo aún otros dos intentos frustrados de nombrar emperadores, pero el fracaso de Maximino en el asedio de Aquileya, convertida en bastión de la resistencia, propició que su propio ejército lo asesinara. El nuevo emperador, Gordiano III, tenía apenas 13 años y fue una simple marioneta en manos de las cohortes pretorianas, cuyos prefectos (Filipo y Timasiteo) fueron los auténticos jefes del imperio. Ambos propiciaron la incorporación de godos en las unidades de caballería del ejército e iniciaron una expedición contra los persas (año 242). Gordiano fue asesinado mientras duraba la campaña y el prefecto del Pretorio, Filipo, llamado el Árabe en razón de su origen, pasó a sustituir a Gordiano como emperador. La tradición cristiana considera que Filipo fue el primer emperador cristiano de Roma; si fue cierto, el hecho es irrelevante: Filipo nunca expresó públicamente sus convicciones ni tomó medidas en favor de la Iglesia. Sus convicciones, cristianas o no, permanecieron en el ámbito de lo privado, sin repercusiones públicas. La proclamación como emperador de Decio (año 249), legado de Mesia y Panonia y senador, no puede explicarse, por tanto, en función de un enfrentamiento religioso o de una reivindicación de la religión romana frente al cristianismo.

Las razones permanecen confusas en este ambiente de anarquía; tal vez no sea ajeno a ellas la influencia senatorial y los éxitos militares cosechados por Decio en sus provincias luchando contra los bárbaros. La voluntad de Valeriano, romano tradicionalista, de propiciar el apoyo a los dioses del pueblo romano, asolado por las constantes invasiones y por la propagación de una epidemia de peste, llevó al emperador a impulsar a los ciudadanos a participar en los rituales tradicionales. En tales circunstancias, el rechazo de muchos cristianos a participar fue interpretado como un comportamiento de traición y deslealtad al Imperio y dio pie a la persecución desatada contra ellos. Cipriano, obispo de Cartago, fue una de las víctimas. Cuando Sapor I saqueó Antioquía (año 260), Valeriano se encontraba entre los prisioneros del rey persa, en cuyos anales se señala: "El César Valeriano vino contra nosotros con 70.000 hombres... peleamos contra él en una gran batalla y prendimos al César Valeriano con nuestras propias manos... abrasamos las provincias de Siria, Cilicia y Capadocia, las devastamos y conquistamos, llevándonos a sus pueblos como cautivos". Este acontecimiento insólito, agravado por el hecho de que el sucesor, Galieno, hijo de Valeriano, no pudiera rescatar al emperador cautivo, marca patéticamente la culminación de una crisis. Entonces se revela la necesidad de concentrar el mayor número de fuerzas y de medios en Oriente, con el riesgo de debilitar el limes occidental.

Así, incursiones de francos y alemanes traspasaron la frontera occidental del Rin y del Danubio (año 262) y asolaron la parte occidental del Imperio, llegando a penetrar en Italia e Hispania. En esta situación, el sentimiento de supervivencia y defensa del Imperio propició la usurpación de Póstumo, general de Galieno, proclamado emperador por los ejércitos del Rin. Su objetivo inicial no fue el enfrentamiento con Galieno, sino la expulsión de los bárbaros del occidente del Imperio y la reorganización de las fronteras y de la vida de las Galias. Los reiterados éxitos de Póstumo hicieron realidad su objetivo. En ese momento, Póstumo decidió que tal reorganización adoptase la forma de un Estado autónomo, llegando incluso a constituir un Senado propio y a emitir moneda. Pero la pervivencia de ese nuevo Estado fue breve. Póstumo, logrado el objetivo militar, no fue secundado en sus nuevos planes por el ejército que lo asesinó. Las Galias permanecieron varios años en un estado de anarquía política tal que sólo la voluntad militar de rechazar al enemigo común y preservar su romanidad logró que esa provincia perviviera. Un caso parecido se planteó en Palmira. El cautiverio de Valeriano desató las energías locales de resistencia al invasor persa con los propios medios, situación que fue después aprovechada por los ambiciosos jefes locales. Odenato y su esposa Zenobia organizaron la resistencia armada de Palmira en alianza con Roma: no sólo lograron rechazar las temidas incursiones sino controlar las rutas comerciales desde su ciudad hasta el Golfo Pérsico.

Pero preservada la paz y la prosperidad de Palmira, Odenato se autoproclamó rey de reyes y gobernó la ciudad con total autonomía hasta la época de Aureliano, cuando Zenobia estaba decidida a aumentar su control sobre otras provincias romanas de Oriente, entre ellas, Egipto. Galieno había logrado una derrota aplastante sobre los bárbaros en Iliria y en el norte de Italia, propiciando además una remodelación del ejército para conseguir una mayor eficacia: la legión fue dividida en pequeños destacamentos; a lo largo de las fronteras, tales destacamentos fueron reforzados con unidades de caballería pesada que actuaba como fuerza de choque. Aumentó también el número de soldados, llegando a existir un ejército de cerca de 600.000 hombres. El costo que conllevaba el mantenimiento de ese enorme ejército repercutió en la degradación económica de amplias capas sociales. Galieno, al igual que la mayoría de estos pragmáticos emperadores, no pudo por menos que llegar al enfrentamiento con el sector senatorial, alejado de los auténticos problemas del Imperio y, por lo mismo, defendiendo soluciones de dudoso patriotismo y absoluta falta de solidaridad. Galieno no sólo prescindió de cualquier posibilidad de entendimiento con ellos, sino que los excluyó de los altos mandos militares, al transferir tales responsabilidades a los caballeros, verdaderos artífices de la defensa del Imperio (año 260). De los emperadores que sucedieron a Galieno, merece ser destacado Claudio el Gótico, llamado así en recuerdo de una importante victoria sobre los godos (año 269).

Igualmente, Aureliano expulsó a los persas de las provincias orientales (año 263). Aureliano consiguió, además, reunificar el Imperio con el sometimiento del imperium Galliarum y del reino de Palmira. Las importantes victorias sobre los bárbaros tanto de Aureliano como de sus sucesores, entre ellos Caro, Probo, y Numeriano, fueron acompañadas de medidas de defensa para el futuro. El propio Aureliano rodeó a su capital con una muralla defensiva nueva y mejoró las condiciones de vida de la plebe de Roma. Y muchas ciudades provinciales, ante todo las de las fronteras, reforzaron igualmente su sistema defensivo. Las medidas tendentes a incentiva el cultivo de los agri deserti, tierras abandonadas, la abolición ocasional de deudas fiscales o las disposiciones adoptadas para sanear las finanzas del Estado, aunque tuvieran aplicaciones coyunturales, propiciaron las condiciones sobre las que se asentarán las reformas del brillante y decisivo emperador Diocleciano. Con los emperadores ilíricos se había alcanzado el culmen del poder militar, que había servido para garantizar la continuidad del imperio. Algunos historiadores modernos han llegado a preguntarse cómo fue posible que el Imperio no sucumbiese ante tantas dificultades. Tal vez la respuesta se encuentre en las palabras de un oficial de esta época: "He servido durante 27 años, nunca he comparecido ante un consejo de guerra por pillaje o camorrista. He pasado por siete guerras. Nunca me he quedado rezagado tras ninguno y jamás he estado en segunda fila en la lucha. Mi jefe jamás me vio titubear".

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