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Datos principales


Desarrollo


La línea iniciada por Trajano se fortalece con Adriano: las provincias orientales quedan equiparadas en su atención a las occidentales. El propio emperador deja constancia con su presencia del carácter de su política universalista. Los viajes de Adriano son una muestra del interés del emperador por conocer de cerca los problemas de las provincias y darles soluciones reales sobre el terreno. Gran parte de los años de gobierno, Adriano estuvo ausente de Roma. Y muchas de las medidas tomadas sobre las provincias se relacionan con los años en que el emperador permaneció en ellas. El primer viaje (121-126) lo destinó a poner en orden las cuestiones de Occidente: Galia y Germania (año 121), Britania, Hispania y Mauritania (año 122) para terminar en Grecia (años 123-125). Esos simples datos, a los que hay que añadir otros posteriores, son por sí mismos indicativos de su amor por el mundo griego. Después de una corta estancia en Roma (años 126-127), su segunda etapa de viajes (años 128-134) tuvo un prólogo en Africa (año 128) para completarse con estancias en Grecia, con preferencia en Atenas, a la que dedicó especial atención, y en el resto del Imperio oriental (Antioquía, Jerusalén, Egipto y ciudades de Asia Menor). Adriano, fascinado por la cultura griega, intentó revitalizar el esplendor de la antigua Atenas y de las grandes ciudades y centros de culto minorasiáticos (Mileto, Efeso...). La atención a las provincias se manifestó en distintos frentes.

Para facilitar el acceso a la ciudadanía romana de provinciales, concedió el ius Latii maius, en virtud del cual no sólo los magistrados sino el conjunto de los miembros de las curias accedían a la ciudadanía romana. Su política provincial atendió igualmente a la mejora de las condiciones económicas. Su lex Hadriana de rudibus agris, de aplicación general en el Imperio, concedía exenciones fiscales a quienes pusieran en explotación tierras abandonadas o demostrasen que hacían algún tipo de inversión destinada a elevar los resultados productivos (así, arrancar cepas o árboles viejos para plantar nuevos). Y sobre determinados bienes necesarios para la alimentación de Roma o del ejército, comprometió al Estado con obligaciones de adquirir una parte de los mismos. Tales ventas obligadas al Estado, calificadas de intervencionistas, ofrecían un amparo al productor al saber que tenía vendida de antemano parte de su cosecha. Los estudiosos de las ánforas del Monte Testaccio de Roma comprueban que, a partir de Adriano, se incrementa la presencia de recipientes de la Tripolitania, además de los de la Bética y de Africa. El estímulo al incremento de la producción agraria fue paralelo al demostrado en relación con la minería. En la reglamentación de explotación minera, conocida por las planchas de bronce halladas en el Alentejo, Portugal, la lex metalli Vipascensis, se advierte igualmente el deseo imperial de obtener el máximo rendimiento posible de las minas, para lo que se facilita la participación de particulares en régimen de arrendamiento de pozos.

No es nuevo el intento por conseguir un gran desarrollo urbanístico de las ciudades provinciales, con el fin de que reflejaran el esplendor de la cultura romana con sus edificios públicos (templos, teatros, anfiteatros, acueductos...). En algunos casos, el propio emperador asume la responsabilidad de vigilar esta tarea. Así, Gerasa (en Jordania,cerca de Ammán) debe a Adriano la mayor parte de sus construcciones monumentales (murallas, foro elíptico, templo de Zeus). La atención de Adriano por Atenas fue excepcional. Dispuesto a hacer de ella la capital cultural y religiosa de los griegos, la convirtió en el centro de la confederación helénica. La construcción en la misma de grandes templos como el Panhelenion y el Olimpeion, así como el haberse hecho iniciar en los misterios de Eleusis, son testimonios claros de esta preferencia. Revitalizó el culto a los Doce Dioses (los seis dioses y diosas más importantes de la religión greco-romana) y vinculó el culto imperial al de esos santuarios. Por más que el culto a todos los dioses en un solo santuario tenía precedentes ya desde el siglo II a.C., la intervención de Adriano potenció esa idea. No debe ser casual que el culto a dioses panteos llegue a Occidente en época de Adriano, a juzgar por los datos que tenemos. En la reconstrucción del Panteón de Roma construido por Agripa, el general de Augusto, Adriano volvía a insistir en el culto de todos los dioses en un solo templo, al que se asociaba además el culto imperial con la presencia de la estatua del emperador.

Como manifestación del universalismo del Imperio, aun manteniendo una política religiosa básicamente tradicional, hizo un reconocimiento expreso de dioses venerados en santuarios no romanos: la Artemis Efesia, el Apolo Dídimo de Mileto, el Hércules Gaditano y otros dioses fueron reconocidos como capaces de recibir herencias, lo que equivalía a una aceptación de tradiciones locales que Roma no había aceptado para sus propios dioses (Ulp. Regl., 22,6). El reconocimiento de estos dioses extranjeros tiene una confirmación clara en las monedas de acuñación imperial donde fueron representados. A raíz de su estancia en Egipto, donde murió su favorito Antinoo, al que divinizó, quedó impresionado por la pujanza del culto alejandrino de Isis y Serapis. Y aunque Adriano no hiciera una expresa campaña propagandística de estos cultos (se limitó, como en otros casos, a emitir moneda con representación de esos dioses), la realidad fue que su aparición en las monedas imperiales coincide con el inicio de su gran difusión incluso por el occidente del Imperio. Un caso particular vino planteado por los judíos. De nuevo volvieron a aparecer bandas armadas que hostigaban sistemáticamente a las tropas romanas. La respuesta de Adriano fue la de reprimir militarmente a los rebeldes y la de tomar decisiones que demostraran que Roma no se dejaría intimidar. La ciudad de Jerusalén fue convertida en colonia con el nombre de Aelia Capitolina y en el lugar del Templo fue erigido otro consagrado a Zeus Júpiter (129). Aun así, la guerrilla judía continuó y llegó a adueñarse de Jerusalén (132); el 134, recuperada la ciudad por Roma y terminada la revuelta, el nombre de Judea fue borrado y su territorio se añadió a la provincia de Siria.

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