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Primera Mitad I Mile

Desarrollo


La conquista de Egipto por los persas era una cuestión virtualmente insoslayable. Como razón inmediata se puede aducir la perentoria necesidad de los grandes imperios próximo-orientales de someter a una potencia que, aunque disminuida con respecto a épocas anteriores, era capaz de mantener focos insurreccionales mediante el apoyo militar y económico en territorios incorporados por la fuerza a esos imperios. La independencia de los pequeños reinos en aquellos momentos de tensión internacional era prácticamente imposible, por lo que su alianza con un estado u otro, o su relación de dependencia, redundaba en beneficios económicos, consecuencia del desvío de rentabilisímas operaciones comerciales. El Imperio Persa había heredado de los grandes imperios precedentes esa relación de inestabilidad generada por la conducta egipcia, que sólo podía quedar resuelta a través del procedimiento más expeditivo y eficaz de la época: el dominio territorial. El fracaso de Asiria en la empresa obligaba a Persia a actuar con redoblada cautela, aunque la contundencia de las armas persas abriría las puertas de Egipto sin excesiva dificultad. Si en la estrategia general la seguridad podía ser la razón argüida, hay otra causa, quizá no tan consciente o no tan fácilmente tangible, que responde a lo que hemos denominado como tendencia a la creación de una unidad política uniforme en el espacio económicamente integrado del Próximo Oriente y el Mediterráneo Oriental.

Esa sería asimismo la razón por la cual habría de producirse el enfrentamiento entre griegos y persas: la identificación del espacio productivo con el político. Si en el Egeo el ensayo fracasa, no ocurrirá lo mismo, al menos transitoriamente, con Egipto. El faraón Psamético III fue derrotado por Cambises en 525. Sin dificultad se produjo la adaptación administrativa necesaria para defender los intereses persas en Egipto y, desde luego, no faltó colaboración en su grupo dominante para continuar en las esferas privilegiadas. Sin embargo, surgió, paralelamente un sentimiento antipersa en la población por los desmanes cometidos, especialmente, en el ámbito religioso. Posteriormente, Egipto quedó convertido en satrapía, una de cuyas principales preocupaciones fue la de sofocar las insurrecciones permanentes, a pesar del relativo bienestar que se experimenta durante el reinado de Darío I, al que, por cierto, se atribuye una compilación en demótico del derecho egipcio, que se mantiene en vigor durante el dominio persa. Por otra parte, Darío concluyó en 497 el canal que unía el Mediterráneo con el Mar Rojo, tarea abandonada por Necao; la prosperidad relativa no supuso para el conjunto de la nueva satrapía una pesada carga tributaria, cifrada, según Heródoto, en 700 talentos de plata al año, muy por debajo de lo que pagaban otras satrapías.

Sin embargo, en 487, los sentimientos nacionalistas, las ambiciones de dinastas locales y la desigualdad en la presión fiscal se conjugaron en una revuelta que ya no pudo afrontar Darío, sino su heredero Jerjes. Dos años después de haberse iniciado fue brutalmente aplastada, con el objetivo de liberar las fuerzas militares necesarias para la confrontación con Grecia. No obstante, la animadversión hacia el dominio persa no disminuye y en 460 cuaja otra insurrección, capitaneada por Inaro, que solicita además la ayuda ateniense. El triunfo egipcio es transitorio, pues en 454 Artajerjes logra dominar la situación y captura a Inaro que será ejecutado cinco años después. Con posterioridad, Egipto se mantiene aparentemente en tranquilidad, hasta el año 405, cuando un tal Amirteo es nombrado faraón, dando fin a la dinastía persa. El fundador de la dinastía XXVIII, de la que es el único faraón, tuvo la habilidad de aglutinar a su alrededor todos los intereses antipersas y aprovechó la guerra fratricida entre Artajerjes y Ciro para independizarse. A pesar de la importancia que tal acontecimiento pudo haber tenido para los intereses de la oligarquía egipcia, no poseemos información sobre este reinado, a pesar de que es entonces cuando comienza el relato de la Crónica Dematiea, una especie de prontuario oracular que se prolonga hasta el reinado de Nectanebo II.

Y tampoco son más explícitas -aún con las menciones de Jenofonte y Diodoro- las fuentes griegas que tan útiles se habían mostrado -por medio de Heródoto y Tucídides- en el período inmediatamente anterior. A los seis anos de su ascensión, muere Amirteo y la nueva dinastía, fundada por Neferites I, seguramente no tiene ninguna relación con él. Los ensayos realizados por Neferites para participar en la política internacional, como aliado de los espartanos, no tuvieron el éxito deseado, por lo que el faraón se replegó en su propio país, donde realizó importantes obras constructivas. Casi nada sabemos de sus inmediatos sucesores; el terceto de ellos, Achoris, participó en una coalición antipersa que, no obstante, no tuvo grandes consecuencias a pesar de los enfrentamientos armados que se prolongaron esporádicamente durante años. En el interior, Achoris también dejó recuerdo con la construcción de monumentos, sobre todo en la zona de Tebas. Al final de su reinado posiblemente se había independizado el príncipe de Sebennito, Nectanebo, que habría de derrocar al ultimo representante de la dinastía, Neferites II. Con el golpe de Nectanebo I en 378 se inaugura la última dinastía canónica. Es probable que su principal apoyo procediera del clero de Sais, según se desprende del Decreto de Naucratis, por el que se hace entrega del diezmo de los intereses reales obtenidos en la colonia griega al templo de la diosa Neith de Sais.

También se beneficiaron otros templos de la política de Nectanebo que, sin embargo, hubo de soportar un intento de recuperación de Egipto por Artajerjes II, que fracasó en las puertas de Menfis por la indecisión del general Farnabazo. Unos cinco años antes de su muerte asoció al poder a su hijo Teos, que desde la corregencia reanudó los lazos de amistad con los griegos, deteriorados en el reinado de su padre. El Pseudo-Aristóteles nos informa que decidió emprender una campaña asiática, inducido por el capitán de mercenarios, el ateniense Cabrias, para cuya financiación aumentó los impuestos y requisó los bienes de los templos; así pudo acuñar moneda para pagar a los mercenarios, a los que se había unido el rey espartano Agesilao. El formidable ejército se abrió paso con éxito por Siria, pero las disensiones internas lo condujeron al fracaso. El faraón hubo de huir a Persia, mientras su sobrino, Nectanebo II, regresaba a Egipto apoyado por Agesilao, para convertirse en faraón. Encontró allí una inesperada resistencia que se vio obligado a reprimir violentamente. Establecido con firmeza en el poder, reorganizó el estado, pero no tuvo tiempo de atisbar los frutos de su trabajo, pues en 343 el rey Artajerjes III, al frente del mayor ejército de la época, ocupó el Delta. Nectanebo se retiró al sur, donde aún pudo gobernar algún tiempo; después el silencio se apodera del último representante de los faraones indígenas.

Egipto volvía a quedar integrado en el espacio territorial persa como satrapía. La Crónica Demótica es uno de los pocos testimonios que conservamos sobre la segunda dominación persa, y aunque esté al servicio de un sector social determinado, sirve como testimonio del rechazo que la hegemonía persa despertaba en Egipto. Nunca se desembarazará de esa situación de dependencia, pues la recepción en 333 de Alejandro como libertador será un sueño pasajero, iluminado por la devota visita del conquistador al santuario oracular de Amón en el oasis de Siwa, donde sería reconocido como hijo del dios y, en consecuencia, como legítimo faraón. Había sido un transitorio regreso de Horus en la larga noche del predominio de Seth. En realidad, los Lágidas restauran un poder centralizado con unas formas externas necesariamente tradicionales, que van enmascarando la profunda transformación padecida durante el periodo de dominio macedonio por la conflictiva integración de nuevos elementos de realidad en un contexto culturalmente ajeno. Sería, pues, una expresión más de la relación dialéctica entre la vivencia y su imagen; entre la historia y su recreación.

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