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Austrias Mayores

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En sus Cartas económico-políticas al Conde de Lerena, León de Arroyal sentenciaba que: "La España debemos considerarla compuesta por varias repúblicas confederadas, bajo el gobierno y protección de nuestros reyes. Cada villa hemos de mirar como un pequeño reino, y todo el reino como una villa grande". En realidad, el valenciano estaba recurriendo a un tópico de larga tradición y que, en la literatura jurídica de los siglos XVI y XVII, encontramos bajo la fórmula del reino entendido como una suma de civitates o una república de repúblicas particulares. El papel protagonista del municipalismo en la España de los Austrias parece evidente, como, por ejemplo, prueba el hecho de que la representación en Cortes del estado llano de los distintos reinos se hiciera, precisamente, a través de procuradores que eran enviados por ciudades y villas. Sin duda, los concejos, tanto de tierras de realengo, directamente bajo la jurisdicción real, como los de señorío eclesiástico o civil, se han revelado como uno de los escenarios más interesantes para el análisis de la vida política en el XVI. De un lado, porque son el marco en el que se desarrolla una lucha entre estados por el ascenso social y el control comunitario, de la que resulta el establecimiento definitivo de oligarquías locales definidas por la endogamia familiar; de otro, porque la negociación, o el pulso, mantenidos directamente entre ciudades y Corona, o entre villas y señores, permiten considerar desde una perspectiva nueva las relaciones entre señor y señorío, rey y reino.

Frente a la consideración del poder concejil en tierras de realengo como una mera delegación del monárquico, se levanta la teoría de una autonomía jurisdiccional de ámbito municipal que se expresaría en un territorio -la comunidad de villa y tierra, el polo urbano y las aldeas circunvecinas que ocupaban, a veces, un área muy amplia-; en un estatuto particular de privilegios y exenciones que era disfrutado por sus vecinos -recuérdese a Carlos I detenido a las puertas de Granada hasta jurar que lo respetaría-; en un específico órgano de gobierno -el ayuntamiento o cabildo-; en una serie de competencias judiciales o fiscales que cumplen distintos oficiales dependientes del municipio; y, asimismo, en el disfrute y administración de una serie de rentas y bienes propios y del común. En la Corona de Castilla, el concejo abierto dio paso a un regimiento compuesto por los regidores que debía nombrar el rey de entre los elegidos por la ciudad o villa. En la práctica, tal capacidad de elección sólo fue virtual porque en muchos lugares las regidurías acabaron patrimonializándose, es decir, quedaron vinculadas de forma vitalicia, luego perpetua, a los miembros de distintas familias que se sucedían en su ejercicio por herencia patrimonial. El número de los regidores variaba de un lugar a otro -por ejemplo, las ciudades andaluzas solían tener veinticuatro, de donde se pasó a llamar veinticuatros a sus regidores-, pero, por lo general, fue en crecimiento a lo largo del siglo XVI, ya que las necesidades hacendísticas de la Corona impulsaron la creación de nuevas regidurías o regimientos para ser vendidas, como también se hizo con otras mercedes reales.

Una muestra de lo efectiva que fue esa patrimonialización es que las regidurías fueron vendidas privadamente por quienes las ocupaban a otros particulares. Por ejemplo, en 1590, el secretario real Pedro Franqueza vendió su oficio de regidor de Madrid en los siguientes términos: "Sepan cuantos la presente escritura de venta vieren como yo Pedro Franqueza... otorgo que vendo y renuncio y traspaso para ahora y siempre jamás al señor Juan Ponce de León... que está presente, para él mismo y sus herederos y sucesores y quien su título y causa hubiese es a saber el dicho oficio de regidor de la dicha villa de Madrid, de que Su Majestad me hizo merced como consta por el título que tengo firmado de su real mano, que originalmente con ésta entrego. El cual dicho oficio le vendo con todo el derecho a él anejo y que por razón de él me perteneciere... por precio y cuantía de mil novecientos y treinta ducados... que por el dicho oficio me ha de dar y pagar en dinero de contado..." El comprador había adquirido por poco menos de dos mil ducados un asiento en el gobierno municipal de la villa y corte y se hacía con él para sí mismo y para sus herederos y sucesores, pasando a su poder, también, el correspondiente título original de la merced real. Comprar una regiduría, directamente a la Corona o a un particular, fue una de las vías de ascenso social habituales durante la España de los Austrias y, en la práctica, suponía una forma de ennoblecimiento.

Como veremos, una regiduría reportaba un salario insignificante, pero abría la puerta a numerosas utilidades. Con la progresiva patrimonialización, los concejos, en especial los grandes y los de las ciudades con voto en cortes, cayeron definitivamente en poder de la nobleza local, convertida en una oligarquía cerrada que buscó impedir el acceso a los cargos municipales a los pecheros que, en teoría, solían tener derecho a ocupar la mitad de los oficios concejiles. Con la imposición de ciertas condiciones de limpieza para desempeñar las regidurías -por ejemplo, no haber sido mercaderes ni haberse ocupado en otros oficios viles, en algunas ciudades-, su renuncia en terceras personas propuestas por quienes las dejaban vacantes, la oposición a que se creasen nuevas o a que éstas fuesen vendidas, para así controlar su número y calidad, se pretendía asegurar el absoluto dominio municipal bajo su égida. Además de los regidores, en los concejos encontramos presentes, aunque sin voto en sus decisiones, a numerosos oficiales, desde los alcaldes, por lo general dos, con competencias judiciales de primera instancia, a los sesmeros, recaudadores fiscales, pasando por los jurados, que venían a representar a los barrios o parroquias, escribanos, almotacenes, alguaciles, etc., etc. Como se puede ver, la esfera de acción del municipio era capital y quedaban bajo su órbita cuestiones de tipo económico, laboral, urbanístico, hacendístico, judicial y administrativo.

De especial importancia fueron sus competencias en la ordenación de la producción agrícola dentro de las comunidades de villa y tierra. El mantenimiento del concejo pasaba por la recaudación de una serie de impuestos sobre el consumo de productos, conocidos normalmente como sisas, o la recaudación mediante derramas directas entre los vecinos. Asimismo, el concejo vivía de los bienes de propios, que eran tanto rentas como tierras -desde fincas a molinos- e inmuebles de su titularidad y que podían ser arrendados o explotados directamente. Asimismo, regulaba el uso, sorteo y reparto de las tierras del común o bienes comunales -dehesas, montes, etc.-, las cuales, en principio, podían ser disfrutadas libremente por todos los vecinos. A los bienes comunales se les solía añadir en la práctica la explotación por los vecinos de las tierras baldías que, sin embargo, eran de titularidad real. La presencia regia en los concejos se realizaba por medio de la figura delegada del corregidor. Sin embargo, pese a esta figura, el ámbito de acción de los regidores parece haber sido muy amplio, tanto en el propio concejo como, desde él, en las relaciones con la Corona. Los procuradores que deberían representar al reino en las Cortes hablaban, de hecho, por las dieciocho ciudades que tenían voto en ellas y, en la práctica, las ciudades se impusieron, mediante el control decisivo del voto, a cualquier intento de sus procuradores de desvincularse de los intereses particularistas.

Para finales del XVI, las Cortes, en el fondo, transmitían poco más que la voluntad o las pretensiones de las oligarquías locales que copaban las regidurías de las ciudades. En la esfera municipal, los regidores controlaban la activa vida local, comportándose como verdaderos señores de villas y ciudades, reafirmando su propia y previa preeminencia social mediante su actuación desde las regidurías. No poco provecho obtuvieron, por otra parte, de sus atribuciones sobre los bienes de propios y los comunales, que usaron tanto en beneficio propio como en forma de patronazgo con terceros para reafirmar su posición. En su Política para corregidores, Jerónimo Castillo de Bobadilla nos ha dejado un trasunto fiel de las utilidades que cabía sacar de un regimiento, en un testimonio extraordinario que ha sido destacado por Benjamín González Alonso: "Pregunto yo, ¿en qué se funda el que vende toda su hacienda para comprar un regimiento? Y el que no tiene qué vender, si toma el dinero a censo para ello, no siendo el salario del oficio, a lo más, de dos o tres mil maravedís, ¿para qué tanto precio? ¿para qué tan poco estipendio? ¿Por qué tanto empeño por tan poco provecho? Fácil es de responder, que lo hace para traer sus ganados por los cotos, para cortar los montes, cazar y pescar libremente; para tener por apensionados y por indios a los abastecedores y a los oficiales de la República; para ser regatones de los mantenimientos, y otras cosas, en que ellos ponen los precios; para vender su vino malo por bueno, y más caro, y primero; para usurpar los propios y pósitos, y ocupar los baldíos; para pedir prestado, a nunca pagar; para no guardar tasa, ni postura común; para vivir suelta y licenciosamente, sin temor de la justicia; y para tener los primeros asientos en los actos públicos y ocupar indignamente los ajenos honores".

Además de todo esto, los regidores acabaron siendo piezas clave para la actuación fiscal de la Corona y diseñaron las modalidades de recaudación que pudieran serles menos gravosas a ellos mismos, descargando sobre el resto de los vecinos algunas cargas que habrían debido repartirse de forma, se decía, más igual y en menos perjuicio de los pobres. José Ignacio Fortea ha analizado con enorme brillantez el mecanismo de la recaudación del servicio de millones -ocho millones de ducados a pagar en seis años sin exención estamental, en principio- que fue concedido a Felipe II en 1590 y para cuyo cobro se reconocía, sin embargo, que cada ciudad podía determinar mediante qué arbitrios o medios se haría, siendo lo más común que se recurriese a gravar el consumo de algunos productos. En esa coyuntura, los regidores aprovecharon la ocasión que se les brindaba -y que habían propiciado- y elegían los medios que menos perjuicio les causaban a sus propias haciendas. Fortea ha recogido numerosos testimonios de esta política, como el siguiente a propósito de la negativa de los regidores de Toledo a establecer una sisa sobre la venta del vino alegando que estaba libre de tributos por privilegio real, pero, en el fondo, apuntaba el corregidor de la ciudad, la oposición "no va por quebrantalles privilegios, sino por tocarles tanto", ya que la mayor parte de los regidores eran, precisamente, propietarios de viñedos. En su relación con los regidores, la Corona quiso controlar a las oligarquías locales cada vez más estrechamente por medio de la figura del corregidor y, de hecho, perjudicó los intereses de las elites locales mediante la ya mencionada venta de cargos concejiles o la concesión de numerosos privilegios de villazgo.

Estos suponían que las aldeas incluidas dentro de una comunidad de villa y tierra conseguían de la Corona, mediante compra, la merced de convertirse en villas, separándose, así, del concejo originario para crear otros nuevos. La desmembración de términos llevaba aparejada el consiguiente reparto de bienes comunales y de propios, así como una disminución del rendimiento fiscal para el antiguo concejo. Por ello, los regimientos se opusieron siempre a esta práctica real, llegando, incluso, a pagar ellos la cantidad que era ofrecida por una aldea a cambio del privilegio de villazgo. Procedimiento similar se siguió para amortiguar los efectos de la venta de cargos concejiles, pues el propio regimiento, recurriendo a las rentas y bienes de propios, los compraba para, así, consumirlos. No obstante, la Corona, siempre necesitada de recursos, vino a favorecer la posición de esas oligarquías locales a las que necesitaba en la práctica. Los cabildos de regidores cumplían la función de mediadores entre el rey y las ciudades del reino -harán posible el cobro de los millones, por ejemplo-, aunque fuera a cambio del perjuicio de los pecheros y pobres en el disfrute de los bienes comunales o en los arbitrios de millones. En los reinos de la Corona de Aragón, el proceso de perpetuación de los cargos concejiles se vio frenado en la práctica, manteniéndose el sistema de elección por sorteo, insaculación o cooptación.

La presencia nobiliaria que acabará resultando tan característica del mundo urbano castellano se vio frenada en parte por la propia vitalidad de los grupos del patriciado urbano que constituyeron su propia oligarquía de prohombres, prohoms, boni homines, ciudadanos honrados y caballeros. Los jurados, jurats, consellers o paers, en número variable, componían el cabildo municipal o concejo o el consell que regía la ciudad con el asesoramiento de los consellers, siendo sus atribuciones amplísimas, como en Castilla. Las variaciones locales del régimen municipal eran, asimismo, muy numerosas; por ejemplo, en Barcelona, el gobierno municipal de cuatro consellers contaba con la ayuda del Consell de Cent, cuya composición se había fijado en 128 miembros. Pero, además de un espacio de poder, ciudades y villas eran comunidades que, como la familia, decían construirse sobre la base de la devoción vecinal hacia el lugar de su naturaleza, de su nacimiento. En su Razonamiento sobre la navegación del río Guadalquivir, pronunciado en 1524 ante los miembros del cabildo cordobés, Fernán Pérez de Oliva llama madre a su Córdoba natal y expone los lazos que le unen con ella: "Amor le tengo, y buen deseo, no solamente por la común ley de amar los hombres a su tierra, que les dio padres y amigos, y leyes y costumbres, y acogimiento en las adversidades, más también por la mucha excelencia de Córdoba y gran fama de los suyos..." Obsérvese que Córdoba no le había dado a Pérez de Oliva solamente padres y amigos, también le había otorgado sus leyes y costumbres, es decir, su estatuto jurídico de privilegios, y, además, siempre le daría acogimiento en las adversidades.

La pertenencia a un lugar determinaba un vínculo de solidaridad que resistía el paso del tiempo o la distancia y hacía de ciudades y villas una patria, para muchos la primera, para algunos la única. Para el siglo XVI, patria es un concepto que se halla vinculado, en lo fundamental, al lugar de nacimiento, siendo numerosísimos los testimonios que prueban ese uso del término. Por ejemplo, en una carta romana de 1557, el erudito Antonio Agustín le indicaba a Onofrio Panvinio que "la patria mia e Zaragoza, capo del reame di Aragona". Los propios concejos se ocuparán de fomentar esa imagen comunitaria de villas y ciudades mediante rituales cívicos, crónicas y obras de historia -estudiadas por Richard Kagan- e, incluso, imágenes visuales. Un uso que parece extraordinariamente moderno de esa autopercepción colectiva de la historia urbana se encuentra en un memorial presentado por la ciudad de Burgos en 1597 solicitando al rey permiso para hacer copiar "los retratos del Conde Fernán González y del Cid que están en la sala del Alcázar de Segovia". El destino de las copias no era otro que "poder de ellos hacer sus figuras y ponerlas en los arcos que se han de edificar en el mismo lugar donde tuvieron su casa para memoria de ellos". Monumentos públicos, quizá de los primeros en la historia española, que el regimiento burgalés levantaba a la memoria de dos ilustres vecinos sobre las casas en que habitaron. Monumento, sin duda, que glorificaba a la propia ciudad, prueba de su antigüedad y presunta primacía entre todas las de Castilla. Para nosotros, preciosa muestra de la vitalidad del sentimiento comunitario de villas y ciudades en la España de los Austrias.

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