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Las manufacturas latinoamericanas antes de 1929 ocupaban un lugar secundario en la economía, orientada básicamente a la exportación. Fuera de un cierto proteccionismo moderado, las políticas gubernamentales solían permanecer neutrales ante la industria, centradas, como estaban, en el sector primario. Por esto, los aranceles tenían básicamente una función aduanera y no de protección de las manufacturas locales. Algunas manufacturas dependían directamente de una ligera transformación a la que eran sometidos ciertos productos primarios exportados. Es el caso de los frigoríficos argentinos o de los ingenios azucareros. La industrialización por sustitución de importaciones comenzó produciendo bienes de consumo final, que era la vía más fácil de iniciar el proceso. Ello se debía a que la tecnología requerida era menos compleja y necesitaba menores inversiones de capital, pero especialmente a que ya existía un mercado para dichos bienes. El proceso de industrialización presionó a la capacidad instalada. Había fábricas textiles que a principios de la década de 1930 llegaban a trabajar en dos o tres turnos. Por lo general se aprovechó la capacidad instalada con posterioridad a la Primera Guerra Mundial, tal como ocurrió en Perú y Brasil. La industria cementera brasileña atravesó por esta situación. En la medida que el proceso se fue consolidando, aumentó el coeficiente de industrialización, o, lo que es lo mismo, la participación del sector industrial en el PIB.

Si en la década de 1930 existió en América Latina un motor del crecimiento, éste fue sin duda alguna la industrialización por sustitución de importaciones. Si bien se redujo la actividad de algunos sectores vinculados a la exportación, hubo otros que lograron incrementos realmente importantes, tal como ocurrió con los textiles, los materiales de construcción (especialmente cemento), la refinación de petróleo, las ruedas para automóviles, los productos farmacéuticos, los sanitarios y alimentos procesados, como conservas y pastas, dirigidos al mercado interno. Los textiles destacaban, sin ninguna duda, entre todas estas actividades, ya que sus tasas de crecimiento fueron superiores al 10 por ciento anual durante los años 30. La principal excepción fue Brasil, que ya había conocido una industrialización temprana en los sectores de textiles, calzado, ropa y alimentos, lo que posibilitó que las industrias que más rápido crecieron fueran las de producción de bienes intermedios y las de bienes de capital. Aparentemente la industrialización fue muy intensiva en la utilización de mano de obra y se centró en la pequeña y la mediana empresa, especialmente en aquellas de nueva creación. También fue importante el papel jugado por algunos nuevos empresarios, en buena parte provenientes de la Europa en crisis, como impulsores del proceso. Hubo inversión extranjera dirigida directamente a la sustitución de importaciones, aunque menor que en años anteriores.

En el caso de Sáo Paulo se estima que el empleo creció a una tasa anual de 10,9 por ciento en 1930-37. Los salarios reales parece que no tuvieron variaciones, entre otras cosas porque el estancamiento del sector primario suponía una importante reserva de mano de obra y una oferta elástica de alimentos. Si en muchos países a partir de mediados de la década del 30 se comenzó a recuperar la coyuntura económica, la Segunda Guerra Mundial fue fuente de nuevos conflictos y en algunos casos volvieron a manifestarse con fuerza creciente las tendencias aislacionistas surgidas en lo más virulento de la crisis. Pese a ello, fue en estos momentos cuando la industrialización sustitutiva conoció un nuevo empujón, favorecida por el éxito de la experiencia anterior. El aparato industrial avanzó en su conquista del mercado interno y en algún caso, como el del Brasil, se lanzó en busca de mercados exteriores. Estos se encontraban en otros países latinoamericanos y en algunas colonias africanas, que estaban aisladas de sus metrópolis en guerra. Dadas las implicancias del conflicto bélico, la única posibilidad de mantener un cierto nivel en las exportaciones era contando con una flota mercante propia, por lo que esto se convirtió en un objetivo prioritario para muchos gobiernos. En los casos que tuvieron éxito este fue otro de los motivos de orgullo de muchas políticas oficiales, a la vez que una fuente de gastos importantes para los estados que pretendían desarrollarlas.

La industria latinoamericana surgió con la bendición del proteccionismo oficial y éste se mantendría aun después de desaparecidas las condiciones que hicieron necesaria la aparición misma de la protección. La teoría de proteger únicamente a las industrias en crecimiento (o "infantes") era totalmente dejada de lado. De este modo, los industriales, sabedores del control que tenían sobre un mercado cautivo importante, el mercado interno, dejaron de reinvertir en sus respectivas empresas, que con el correr de los años se fueron tornando cada vez más obsoletas y menos competitivas. A la larga se puede afirmar que la protección indiscriminada sólo sirvió para financiar a costa del déficit público empresas cada vez menos competitivas y más incompetentes. En numerosos casos, y pese al nacionalismo declarativo que acompañaba las políticas autárquicas, las empresas a proteger eran claramente propiedad de firmas transnacionales. Esto fue particularmente visible en lo referente a la fabricación de automotores y en el sector químico y electrónico. Si bien en estos sectores inicialmente hubo algunas grandes fábricas de capital nacional, como en Argentina, posteriormente la mayor parte de ellas sería propiedad de empresas norteamericanas o europeas, pero que igualmente se beneficiaban de las ventajas del proteccionismo. De este modo, la principal característica de muchas de estas fábricas llegó a ser la obsolescencia de sus equipos y la producción durante años de modelos que en otras partes del mundo habían dejado de fabricarse.

Una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, y pese a las fuertes expectativas existentes sobre la rápida recuperación de la economía mundial, en los países latinoamericanos se acentuaron las tendencias autárquicas, favorables a la industrialización y al desarrollo del mercado interior. Esta situación supondría una importante transferencia de recursos del sector primario-exportador al sector industrial, al que en última instancia terminaría subsidiando. Durante la Segunda Guerra Mundial, la industrialización sustitutiva se especializó en la producción de bienes de consumo, especialmente concentrados en las industria alimenticia, textil, química y farmacéutica, para lo cual se aprovechó eficazmente la maquinaria adquirida durante la fase expansiva de los años 30. La profundización de la industrialización suponía un importante esfuerzo en la innovación del parque tecnológico, si se quería continuar con el proceso de crecimiento económico. Ello significaba mayor inversión, pero el exceso de protección tendía a primar la ineficiencia y no rentabilizaba las inversiones que se hicieran en mejorar la tecnología de las fábricas y en mantener la competitividad de las empresas. La profundización en la industrialización sustitutiva requería de mayores importaciones de insumos y bienes de capital, lo cual tendió a incrementar la dependencia de las importaciones, en vez de resolver los problemas de la balanza comercial, tal como se pretendía.

La industrialización requería de importantes inversiones en infraestructura, desde caminos y comunicaciones hasta la producción de energía eléctrica, vital para la marcha de las fábricas. Dada la gran magnitud de esas inversiones, el argumento más generalizado era que el Estado debía suplir a los inversionistas privados, que carecían de semejante cantidad de capital. Este argumento reforzaba, obviamente, las tendencias más favorables a extender la participación del Estado en la actividad económica. Durante el período comprendido entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y la Revolución Cubana se produjeron algunos cambios profundos en la estructura económica latinoamericana, los cuales estaban profundamente condicionados por la consolidación de las tendencias aparecidas en el período anterior y se vinculaban directamente con las propuestas más favorables a la autarquía y a la industrialización. La afirmación de las políticas económicas industrialistas, con el aval de la por entonces muy influyente CEPAL y de su principal impulsor, el economista argentino Raúl Prebisch, supusieron el encumbramiento de aquellos grupos que apostaron claramente por la industrialización, en detrimento de algunos sectores de la oligarquía tradicional exportadora. La planificación se convirtió en una importante arma de las políticas económicas y con ella el avance del intervencionismo estatal fue imparable y esto ocurrió en la mayor parte de los gobiernos de la región, con total independencia de su filiación política.

Todo indicaba que en América Latina no existía una política económica alternativa a la industrialización. La apuesta por la industrialización y el énfasis en el mercado interno llevaron a descuidar las exportaciones y como consecuencia de ello disminuyeron las divisas generadas por las ventas al exterior y los ingresos del Estado provenientes de la recaudación aduanera. No sólo eso, ya que en ciertas oportunidades fue el sector exportador el que tuvo que subsidiar la aventura industrialista, con la consiguiente pérdida de competitividad para su propio desarrollo. Ante la falta de recursos, la reinversión en el sector exportador también comenzó a desaparecer. Sin embargo, en ciertos casos, se pudo observar una cierta e importante integración de ambos grupos, no planteándose en la realidad la aguda división señalada por cierta literatura entre la llamada burguesía nacional y la oligarquía terrateniente y exportadora. Otro grupo, de un peso cada vez mayor, que iba a apostar por la industrialización y por una creciente participación del Estado en la economía era el de la burocracia. Los militares destacaron ampliamente dentro de este grupo. Aludiendo razones de seguridad nacional, cayeron bajo su control fábricas de explosivos y armamentos, pero también de productos químicos, electrónicos y de todo tipo. Burócratas, militares y tecnócratas a partir del aprovechamiento de los presupuestos nacionales supieron sacar buen partido de todos estos cambios, en tanto fueron los encargados de gestionar y administrar la marcha hacia la industrialización.

El intento de industrialización sólo pudo tener éxito en la medida en que caló muy hondo en la sociedad y en que fue capaz de aglutinar a vastos y diferentes grupos sociales en un equilibrio precario y bastante inestable. En primer lugar, se necesitaban acuerdos con los obreros industriales que disminuyeran el nivel de conflictividad laboral, lo que de alguna manera suponía introducir criterios de moderación en la explotación de la fuerza de trabajo por parte de los patronos, extremo éste con el que no siempre concordaban. Este acuerdo no era fácil de concretar, de ahí la importancia creciente de los populismos en el continente, reforzados eficazmente por políticas asistenciales y de previsión social. El Brasil de Vargas y la Argentina de Perón son ejemplos claros, pero no los únicos, de estas situaciones. Por otra parte, los sectores populares urbanos, en tanto consumidores, se encontraban en una postura de fuerza nada desdeñable para participar en el reparto. Lo esencial era garantizar su nivel de ingresos, su capacidad de consumo y la defensa de sus puestos de trabajo. En el caso de las dos primeras situaciones, el excesivo proteccionismo supondría un encarecimiento de los artículos de consumo, ante la subida artificial de precios favorecida por los subsidios y los aranceles. De ahí que resultara muy importante recubrir el discurso industrializador con un barniz nacionalista que planteara claramente que sólo un país con industria propia podía desarrollarse. Una vez instalados como trabajadores fabriles, la defensa de su puesto de trabajo era también la defensa del propio sector industrial, lo que explica claramente por qué ante la quiebra de numerosas empresas, de todo tipo, el Estado tuviera que aparecer como el padre salvador. Las necesidades industriales de importar insumos y tecnología extranjeros llevaron a la mayor parte de los gobiernos a tener monedas sobrevaluadas frente a las principales divisas extranjeras (dólar o libra esterlina, fundamentalmente), lo que tendía a recortar las ganancias de los exportadores.

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