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Pontificado e Imperi

Desarrollo


Una edulcorada tradición habla de cómo León IX aceptó la designación como Papa por Enrique III a condición de que fuera -como así lo fue luego- aprobada por el clero y el pueblo de Roma. El nuevo Papa era, en efecto, hombre plenamente comprometido con las ideas de reforma. Así lo demostró rodeándose de un eficaz grupo de colaboradores bien conocidos por sus ansias de renovación. Entre ellos se encontraban el archidiácono de Lieja Federico de Lorena, Hugo Cándido, el cardenal Benon, Ogier de Perusa, Mainardo de Urbino, Hildebrando y, sobre todo, los máximos representantes de las facciones reformistas lotaringia e italiana: Humberto y Pedro Damián. El primero, monje en el monasterio de Moyenmoutier era hombre de sólida formación y fue elevado a cardenal y obispo de Silva Cándida. Se erigió en el principal teórico de la reforma en su sentido más radical. Pedro Damián, un ravenés ermitaño en Fonte Avellana era, desde tiempo atrás, el paladín de la reforma en la región de las Marcas. Aunque de un espíritu ascético a veces excesivo era, al contrario que Humberto, partidario de soluciones templadas en los temas de investiduras y de relaciones entre Papado e Imperio. La actuación de León IX durante sus cinco años de reinado (1049-1054) se dejó sentir en todos los rincones de la cristiandad. Los legados pontificios, provistos de plenos poderes, empezaron a convertir en realidad los ideas de reforma.

El propio Papa fue un hombre personalmente activo que pasó buena parte de su vida recorriendo Europa. En los primeros meses de su gobierno presidió un sínodo en Pavía y otro en Reims en donde puso en evidencia a un nutrido grupo de obispos franceses que habían accedido a su cargo simoniacamente. A renglón seguido otro sínodo del clero alemán mantenido en Maguncia con la presencia del emperador condenó severamente el nicolaísmo y las prácticas simoníacas. En la primavera de 1050 un sínodo romano condenó los errores en materia eucarística de Berengario de Tours. Nuevas reuniones (sínodos de Vercelli y Augsburgo, conferencia con el emperador en Presburgo...) acrecentaron el prestigio de un Papa que, como cabeza de la Cristiandad, se hacía visible en buena parte del territorio europeo. Los últimos años de su gobierno fueron, sin embargo, poco afortunados. En 1053 León IX emprendió una campaña contra los normandos del sur de Italia que, acaudillados por Roberto Guiscardo, habían invadido el territorio pontificio de Benevento. El Papa fue derrotado en Civitella del Tronto y cayó prisionero. Sólo obtuvo la libertad a cambio de reconocer a los normandos la posesión de los territorios del Mediodía italiano que habían conquistado en los años anteriores. Igualmente desafortunado fue el intento pontificio (el mismo año de 1054) de dulcificar las relaciones con Constantinopla. La intemperancia del patriarca oriental Miguel Cerulario y la del embajador papal cardenal Humberto serían, en efecto, el detonante para un cisma que, si no definitivo, había de enrarecer peligrosamente las relaciones entre las iglesias latina y griega.

Pese a estos fracasos, las líneas de reforma marcadas por León IX fueron seguidas por sus sucesores Víctor II (1054-1057) y Federico de Lorena, que tomo el nombre de Esteban IX (1057-1058). El viejo equipo de reformadores mantuvo la antorcha de la regeneración eclesiástica: en estos años, precisamente redactó Humberto de Silva Cándida su "Adversus simoniacos". Algunos autores han visto en este tratado el precedente doctrinal para la regulación de elección de Papa que se produciría en los meses inmediatos. En efecto, en 1058 y tras un forcejeo con la nobleza romana, los cardenales encabezados por Hildebrando elevaron al solio pontificio al obispo Gerardo de Florencia que tomó el nombre de Nicolás II. Su breve reinado (1058-1061) fue enormemente fructífero. En un concilio tenido en San Juan de Letrán en la primavera de 1059 se promulgó un importante decreto por el que se sustraía al emperador y a las facciones nobiliarias romanas el privilegio de designar Papa. En el futuro éste seria elegido por los cardenales obispos apoyados por los cardenales presbíteros y cardenales diáconos. Un cuerpo electoral que, por esas fechas, apenas sí rebasaría el medio centenar de miembros. En último término, los restantes clérigos y el pueblo de la ciudad prestarían su consentimiento. Como deferencia al emperador, el decreto añade una coletilla: la elección se haría siempre "Salvo debito honore et reverentia dilecti filii nostri Henrici".

La habilidad política de Nicolás II se reafirmó con los pactos suscritos con los normandos del sur de la península: Roberto Guiscardo y Ricardo de Aversa obtuvieron la sanción pontificia para sus territorios conquistados y por conquistar: Apulia, Calabria, Capua, la isla de Sicilia. En estos belicosos caudillos tendrían los futuros pontífices unos eficaces aliados en su pugna con los emperadores alemanes. Más dilatado reinado que el de Nicolás II fue el de Anselmo de Luca, papa Alejandro II (1061-1073), elevado al solio pontificio en pugna con el obispo Cadaolo de Parma acusado por sus rivales de nicolaíta. Los mecanismos de la reforma seguían funcionando con eficacia. El nuevo Pontífice se manifestó como activo reformador enviando legados a los distintos reinos del Occidente y persiguiendo a los clérigos concubinarios de Cremona y Piacenza. En Milán estalló un movimiento reformista popular (la pataria) para combatir la simonía y el nicolaísmo de los clérigos de Lombardía. Con el tiempo, el movimiento fue adquiriendo unos matices antinobiliarios y anti alto clero que empezaron a ser sospechosos a la curia romana. En Alemania el Pontífice topó con mayores dificultades. La muerte de Enrique III en 1056 abrió un periodo de minoridad (la de su heredero Enrique IV) en el que la simonía retoñó con fuerza: las designaciones para las altas dignidades eclesiásticas se hacían en nombre del rey. Tuvo, sin embargo, el Pontífice un gesto de autoridad en los últimos meses de su vida: su oposición al intento de divorcio del joven soberano germánico y la excomunión de algunos de sus consejeros. En 1073 moría Alejandro II y el pueblo de Roma aclamaba como nuevo Pontífice a uno de los supervivientes de la generación de grandes reformadores: Hildebrando. El nuevo Papa tomó el nombre de Gregorio VII.

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