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Las medidas para controlar la difusión de las ideas no impidieron, o tal vez ayudan a entender, que estos años fueran los de floración de una cultura específicamente rusa. Un papel destacado corresponde en esa tarea a Alexander Pushkin (1799-1837), que fue el forjador de la lengua rusa como vehículo de expresión literaria. Poeta ya conocido durante el reinado de Alejandro I, se vio expulsado de San Petersburgo aunque Nicolás I autorizó su regreso. Su temprana muerte, en un duelo, no impidió que dejara obras maestras como Eugenio Oneguin, Boris Godunov, o La hija del capitán. Esta última, en torno a la rebelión de Pugachev, es también un valioso testimonio histórico sobre la sociedad rusa, ya que es normal que en una sociedad como la rusa, en la que la libertad de información estaba tan restringida, los testimonios literarios se transformen en fuentes históricas de primer orden.Otro brillante poeta del momento, también muerto en duelo en plena juventud, fue Mijail Lermontov (1814-1841), que se dio a conocer a raíz de la muerte de Pushkin (La muerte de un poeta) y que, con Un héroe de nuestro tiempo, dejó una profunda huella en la literatura posterior. Pero fue Nikolai Gogol (1809-1852) el que dejó una imagen más variada e irónica de la sociedad rusa de su tiempo. El inspector general (1835), Las almas muertas (1842), o El capote son otros tantos cuadros de la vida rusa que, en algún caso, sólo se salvaron de las tijeras del censor por la intervención directa del zar, que apoyó la creación de esa nueva cultura nacional.También es de entonces la renovación en las artes (pintura del realismo crítico, de Venetsianov y Fedotov) y en la música, en donde Mijail Glinka (1804-1857) es figura destacada. A él se debe el estreno del himno nacional ruso en 1833.

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