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arquitectura

Desarrollo


Desde principios del siglo XIX, el antagonismo entre la estética y la técnica tuvo dos polos de cristalización: la Escuela Politécnica, fundada en 1794 por la burguesía industrial, y la Escuela de Bellas Artes, resucitada por Napoleón I en 1806. La rivalidad entre ambas instituciones marcó la ruptura entre la idea de construcción y la idea de arquitectura, es decir, entre la idea de lo útil y la idea de lo bello. La mayoría de los arquitectos novecentistas, imbuidos del sentido de la belleza, no supieron aprovechar las posibilidades que brindaba la aparición de nuevos materiales; por su parte, los ingenieros, más volcados en resolver de manera práctica las necesidades que demandaba la época, acapararon la ejecución de la construcción utilitaria, prescindiendo de la estética en aras de no sacrificar la funcionalidad. Los creadores de esta nueva arquitectura de puentes, fábricas, recintos expositivos, etc, son, pues, los ingenieros y no los arquitectos, estableciéndose entre ellos una rivalidad que no se superaría hasta entrado el siglo XX. Un arquitecto, Henry Van de Velde, así lo reconoció en 1901: "Hay una clase de personas a las que no podemos continuar negando el título de artistas. Su obra se basa, por un lado, en el empleo de materiales cuya utilización era desconocida hasta ahora y, por otro, en la audacia tan extraordinaria que supera incluso a la de los constructores de las catedrales. Estos artistas, los creadores de la nueva arquitectura, son los ingenieros".

A pesar de las reticencias que encontró entre los arquitectos académicos la utilización del hierro como elemento constructivo, a mediados de siglo aparecen tres destacadas figuras que sí lo aceptan, llevando a cabo auténticas obras maestras. Se trata de los arquitectos franceses Henry Labrouste y Hector Horeau, así como del norteamericano James Bogardus. Con Labrouste (1801-1875) se aúnan por vez primera el talento del ingeniero y la sensibilidad del artista. Su formación inicial fue académica y a los veintitrés años obtuvo el Gran Premio de Roma. Buscó en los acueductos romanos y en los templos de Paestum los principios orgánicos de la construcción. Su lucha sin cuartel contra la influencia de la Escuela de Bellas Artes la realiza desde su propio estudio, muy frecuentado por futuros arquitectos franceses y americanos, lo que le granjeó enemistades y falta de encargos. A los cuarenta y dos años realizó el proyecto de la Biblioteca de Sainte-Geneviéve de París (1843-1850), empleando por primera vez en la construcción de un edificio público una armadura de fundición y de hierro forjado que se extendía desde los cimientos hasta la cubierta. Lamentablemente, esta estructura metálica fue enmascarada mediante una fachada de obra provista de decoraciones historicistas. Pero la obra maestra de Labrouste fue la Biblioteca Nacional de París (1868-1878), terminada ya fallecido, que constituye un pleno acierto tanto desde el punto de vista técnico como desde el funcional.

Su sala de lectura deja ver una serie de finas columnas de nueve metros de altura y de fundición, que soportan amplísimas cúpulas con vidrieras. Junto a este espacio concibió un almacén para dar depósito a 900.000 volúmenes, formado por cuatro pisos, un sótano y una cubierta enteramente de cristal. La totalidad del edificio, a excepción hecha de los entrepaños, es de hierro. Contemporáneo de Labrouste fue Horeau (1801-1872), arquitecto dotado de una gran imaginación y de gran capacidad de trabajo, que tuvo la poca fortuna de no ver realizados la mayoría de sus proyectos. Estudió en la Escuela de Bellas Artes de París, viajando a continuación a Grecia e Italia. Más tarde visitó Egipto y Nubia, viaje del que dio testimonio mediante la edición de un lujoso volumen en 1841, ilustrado con grabados en cobre. Desde sus primeros proyectos evidenció como única obsesión la construcción de amplios espacios en hierro que sirvieran para albergar exposiciones artísticas o industriales. Así, en 1835, y de cara a la futura Exposición Universal de Londres de 1851, Horeau presentó el proyecto de un inmenso mercado, considerado como el mejor por unanimidad y premiado con la Medalla de Honor, si bien fuera Paxton quien finalmente se encargó de llevarlo adelante. Sus investigaciones en torno al hierro y al cristal se vieron plasmadas en la construcción de dos invernaderos: el Jardin d'hiver (1841) de Lyon y el Château des feurs (1847), junto a los Campos Elíseos de París.

Precisamente para esa misma avenida publicó en 1836 un proyecto de embellecimiento. Su "Memoire pour l'embellisernent des Champs-Elysées" contempla la edificación de dos grandes pabellones de exposiciones, un "vasto lugar de diversión donde el placer fuera a la vez fácil, decente y variado", y en el que figuraban un mercado de flores, una pajarera, cafés, teatros, extensas superficies de césped, un circo olímpico, un diorama y una gran avenida pavimentada. Un proyecto que no se llevaría a cabo, pero en el que se inspiró la remodelación que años más tarde experimentaría esa zona. En 1844 elaboró un proyecto de Palacio de la Opera con forjados de hierro, tabiques y cubiertas de metal, escalera de fundición y sistema de calefacción por aire. En el primer piso imaginó un espacio destinado a sala de conciertos y reuniones, en la que merced a un entramado de tabiques móviles se llegaba a obtener una superficie útil de 8.000 metros cuadrados y un aforo de 12.000 plazas. Sin embargo, y una vez más, este magnífico proyecto sería soslayado en beneficio del que entre 1862 y 1875 realizó Charles Garnier para levantar la definitiva Opera de París. En 1845 dio a conocer un ambicioso proyecto de arquitectura metálica para el mercado de Les Halles de París, algunos de cuyos croquis remite cuatro años más tarde al Salón de la capital gala. No obstante merecer la aprobación general, la construcción de dicho centro fue encargada a los arquitectos Victor Baltard y Felix Callot.

Las obras correspondientes se iniciaron en 1851, levantándose el primer pabellón en piedra. El resultado fue tan criticado que acabó por ser demolido, presentando entonces Baltard un nuevo proyecto, esta vez metálico, totalmente inspirado en el de Horeau, quien desanimado por ello decidió trasladarse a Londres, donde sus proyectos fueron mirados con curiosidad y donde recibió algún encargo. La Exposición Universal de París anunciada para 1867, le decidió a presentar en 1865 una memoria a la Comisión Imperial para la edificación de un Palacio de Cristal. Se trata de un proyecto muy singular, en el que trescientas columnas metálicas soportan una serie de armaduras de hierro, de doscientos metros de apertura, y de cubiertas de vidrio opaco, que estaban permanentemente regadas para transmitir al interior una sensación de frescor. También en este caso las ideas de Horeau no se materializaron, pero sí fueron aprovechadas más adelante por otros arquitectos. Victor Horeau fue un artista de innegable talento, un genio que muchas veces desembocaba en la utopía proyectando obras irrealizables, tal como lo pone de manifiesto su proyecto de la ciudad de El Cairo, que le fuera encargado por el Virrey de Egipto con motivo de la inauguración del Canal de Suez. Prueba también de su desbordada imaginación son las ideas recogidas en "Assainssement, Embellissements de Paris. Edilité urbaine mise á la portée de tout le monde", donde, por ejemplo, puede leerse: "Establecer pasarelas fijas, giratorias o móviles, y pasajes subterráneos allí donde haya mucho movimiento de coches.

.. Hacer viviendas duraderas, incombustibles, confortables, de materiales polícromos, portátiles si es necesario, con abundancia de aire, de luz y de sol, con ventanas y terrazas ajardinadas; viviendas que, agrupadas, puedan tener las mismas cisternas, depósito, nevera, despensa, baño, lavandería, obrador y calorífero o bombona que lleve de arriba a abajo, a los diferentes pisos, el aire caldeado que se recoge en la parte alta de las habitaciones... En lugar de tejado, hacer terrazas con más o menos jardín, con depósitos o subdepósitos con filtro que recojan el agua de la lluvia... Establecer túneles de peatones bajo el Sena, multiplicar las calles cubiertas...". Perseguido y encarcelado por la Comuna en 1871, murió un año después, no sin dejar dicho que "el futuro, por más que se diga y por más que se haga, me dará, espero, cada vez más la razón". El americano Bogardus (1800-1874) cierra esta trilogía de arquitectos que se significaron en el campo de la arquitectura del metal. Industrial e inventor, fue el primero que tuvo la idea de sustituir los muros exteriores de obra por pilares metálicos que sostuvieran las plantas. De este modo levantó en Nueva York una fábrica de cinco pisos, en la que también empleó elementos prefabricados. Asimismo, en 1854, utilizó este sistema en el edificio de la editorial neoyorquina Harpers and Brothers, mostrando una fachada en la que el cristal es el elemento dominante. Con cierta visión de futuro, Bogardus no dudó en asegurar que "si hubiera tenido la posibilidad de construir una casa de viviendas en lugar de una fábrica, utilizaría en este campo el mismo sistema que en los inmuebles comerciales". Su proyecto más espectacular, destinado a la Exposición Universal de Nueva York de 1853, fue un gigantesco coliseo de fundición, de trescientos sesenta metros de diámetro, realizado a base de viguetas desmontables para poder ser reutilizadas con otro fin. El ingenio incluye una torre de noventa metros que, levantada en el centro de la planta, servía de observatorio y de sostén de una cubierta colgante de chapa. En este proyecto, considerado como uno de los más espectaculares del siglo XIX, Bogardus aplicó el principio de los puentes colgantes.

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