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Rango

Barroco10

Desarrollo


Tras el desastre financiero y la ruina económica entre 1656 y 1660, su hijo Titus y su compañera Hendrickje fundaron un comercio de obras de arte, tomando a Rembrandt a su servicio, única forma legal para que el desmanotado artista pudiera seguir trabajando sin la oposición del gremio de pintores. Aun así, las desgracias se sucederían para él, que verá cómo, uno tras otro, mueren antes que él su fiel Hendrickje (1663) y su hijo Titus (1668).En el transcurso de estos años, Rembrandt continuó pintando a los patricios de la burguesía mercantil de Amsterdam, como Jacob Trip, al que parece caracterizar más como sabio judío que como comerciante, y a su mujer Margareta de Geer (h. 1661, ambos en Londres, National Gallery). Algo parecido sucede cuando pretendemos identificar al personaje que se esconde detrás del viejo engalanado que representa a Aristóteles contemplando el busto de Homero (Nueva York, Metropolitan Museum), obra encargada en 1652 por el rico y noble coleccionista siciliano Antonio Ruffo, y que completaría con los envíos de un Alejandro Magno (quizá Minerva) (h. 1655-63, Glasgow, Art Gallery, y Lisboa, Fundación Gulbenkian) y de un Homero ciego (1662-63, La Haya, Mauritshuis). En cualquiera de ellos, como en tantos más, bíblicos, mitológicos o históricos, que ejecutó en esta fase final, lo que se evidencia es que Rembrandt pintó al hombre solitario frente a la gravedad de su situación existencial, como al fijar la trágica imagen de Gérard de Lairesse con el rostro corroído por la enfermedad (1655, Nueva York, Colección Lehman).

Todos estos cuadros están ejecutados con una manera desenvuelta y rugosa, de larga pincelada que aplica con toques muy espesos un color rico en tonos profundos, logrando efectos maravillosos. Ejecutadas con un vigor técnico y expresivo sin posible parangón, es preciso destacar dentro de la obra de Rembrandt La negación de San Pedro (1660, Amsterdam, Rijksmuseum) y, en particular, La conjuración de Claudius Civilis (1661, Estocolmo, Nationalmuseum).Disfrutando aún de la plenitud de su prestigio, y ello a pesar de los cambios de gusto experimentados por la sociedad holandesa chocaban cada vez más abiertamente con su arte, durante los años 1661 y 1662 a Rembrandt se le hicieron dos grandes encargos oficiales, uno por el consejo municipal de Amsterdam y otro por los regentes del gremio de los pañeros. La ciudad, en la cima de su riqueza y de su gloria, había construido un magnífico y majestuoso Ayuntamiento (hoy, Palacio Real), obra del arquitecto Van Campen, cuyas galerías interiores se decidió decorarlas con una serie de grandes cuadros históricos alusivos a los episodios de la lucha de Claudius Civilis y del pueblo bátavo contra Roma, según el testimonio de Tácito. La ejecución de estas pinturas le fue encargada en 1659 a Govert Flinck (antiguo aprendiz de Rembrandt), que murió al inicio de 1660, apenas comenzada la ejecución de esta gran obra. En 1661, para su prosecución, fueron convocados Jordaens y J.

Lievens
, que aportaron algunas escenas, mientras la cuarta fue la encargada a Rembrandt, que pintó La conjuración de Claudius Civilis, obra de la que sólo se conserva el fragmento central citado del museo de Estocolmo, además del dibujo preparatorio (Munich, Staatliche Graphische Sammlungen) que permite hacerse una idea de la composición del conjunto, que debía ser colocado a una gran altura, bajo la arcada de una de las galerías de mármol.En su pintura, Rembrandt representó, con una factura enloquecida y un colorido ardiente, en medio de una luz misteriosa y cegadora, un juramento de Claudius Civilis y los bátavos sin ninguna preocupación por el decoro histórico del tema, ni por las posibles implicaciones y relaciones con los hechos coetáneos, a saber las guerras que las Siete Provincias Unidas habían sostenido contra España, y que habían hecho célebre, a inicios del siglo, la historia de Claudius Civilis, al que se comparaba con gusto al príncipe Guillermo de Orange, como líder de la sublevación. No hay más que ver el estrafalario vestido y el más raro tocado del jefe bátavo que, para más inri, era tuerto, y constataremos la plena libertad de Rembrandt a la hora de inspirarse, concebir y ejecutar la pintura. La obra fue retirada de la sala del burgomaestre, en donde se hallaba desde 1662, quizá porque debió desconcertar. Como fuera, la municipalidad ordenó a Rembrandt que la modificara, por lo que le fue devuelta al taller, donde permanecería, siendo reemplazada en el ayuntamiento por una obra de Jürgen Ovens, mucho más acorde con los modelos y los gustos tradicionales.

Presentando un vivo contraste con la violencia técnica y expresiva de la obra arriba comentada, y con casi todas las de estos años finales, Rembrandt ejecutó, en 1662, su admirable retrato colectivo de Los síndicos de los pañeros, encargado por los regentes de la corporación de fabricantes de paños, que examinaban las muestras y controlaban la calidad de los tejidos (Amsterdam, Rijksmuseum). Aunque siguió el tipo tradicional de los retratos de grupo, por su intensidad de vida sin efectismos, su simplicidad y su equilibrio este cuadro se aleja de los modos convencionales de la pintura holandesa, cada vez más perdida en el cuidado del detalle.Expresión abstracta de una situación humana, despojados de todos los detalles narrativos, suprimiendo a veces toda referencia al hecho bíblico representado, los cuadros religiosos de este último período son emotivos jalones de un fecundo crepúsculo, en el que los judíos de Amsterdam fueron los más asiduos modelos de sus pinturas bíblicas. Hacia 1665, pintó La novia judía (Amsterdam, Rijksmuseum), donde por medio del tierno gesto de las manos, la expresión de los rostros y el esplendor del colorido, de los seres sin belleza nos ofrecen una de las visiones más verdaderas y tiernas del amor humano, al margen de si se trata de la representación del encuentro secreto entre Isaac y Rebeca. Hacia 1668, el Regreso del Hijo pródigo (San Petersburgo, Ermitage) nos ofrece el más calmado y emotivo de sus mensajes interiores, al transmitir la constricción del hijo y el perdón emocionado del padre, tanto a través de la solidez del vínculo afectivo que palpita en las grandes manos paternas que abrazan al hijo como mediante la espléndida potencia y equilibrio estructural y cromático de la pintura.

En fin, testimonio fidedigno del progresivo decaimiento físico y la fatiga anímica de Rembrandt lo ofrecen los múltiples autorretratos que nos ha dejado, que detrás de una imagen optimista y un esplendor cromático ocultan las miserias y las angustias de sus años finales. De la resignada y equilibrada gravedad que mantiene en su Autorretrato ante el caballete (1660, París, Louvre) hasta el alterado, irrefrenado y alucinante sarcasmo que -en su evocación de Demócrito, el sabio que se reía de las miserias humanas- muestra en su Autorretrato riendo (h. 1665, Colonia, Wallraf-Richartz Museum), sonriéndole y guiñándole el ojo al espectador, delante de una estatua de Heráclito, el filósofo de la melancolía, Rembrandt nos señala el camino recorrido. En la cara atormentada por el dolor, pero hondamente conmovedora en su bondad, que transmite su Ultimo autorretrato (1669, La Haya, Mauritshuis) ya se aprecia la resignación ante el inminente final.

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