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FormaciónArteEtrusco

Desarrollo


El primer condicionante de verdadero peso en el campo del arte etrusco es su falta de tradiciones propias. La cultura tirrena, en efecto, surge de la prehistoria de una forma tan acelerada que ya los historiadores antiguos creyeron necesario explicarla como efecto de un fenómeno colonizador. Los griegos no conocían otro caso semejante, y por tanto pensaron en la llegada masiva de lidios a la Toscana, con un efecto similar al provocado por sus propias colonias en todas las zonas costeras del Mediterráneo septentrional. Hoy, sin embargo, se tiende a explicar esta rápida evolución como fruto, sobre todo, del comercio. Sin negar la presencia de gentes asiáticas o del Egeo en los puertos etruscos primitivos, se ve en ellos a mercaderes y artesanos asentados que, en vez de crear colonias, se insertaron en el tejido social de los propios etruscos. El fenómeno se desencadenó en el siglo VIII a. C. -sobre todo en su segunda mitad- y en las primeras décadas del siglo siguiente. Bien podemos por tanto considerar este período como el de verdadera formación de la cultura etrusca. En el siglo VIII, en efecto, los etruscos vivían aún en su fase villanoviana. Instalados en mesetas bien defendidas -que con el tiempo se convertirán en verdaderas ciudades-, seguían encuadrados en tribus, regidas por los que los romanos llamarían patres familias. Y no es casual que señalemos el paralelismo con Roma: los asentamientos etruscos, como Caere, Tarquinia, Vulci o Veyes, debían de ser parecidísimos al poblado de Rómulo en el Palatino, con sus chozas redondeadas de tapial y ramaje; no podemos sino invitar al lector a dirigirse a la descripción de esa Roma primitiva: allí podrá ver, además, cómo estas culturas primitivas enterraban a sus muertos, introduciendo sus cenizas en vasijas (urnas bitroncocónicas o, por el contrario, en forma de casas) y éstas, a su vez, acompañadas por pobre ajuar, en pozos tapizados de piedras y recubiertos por una laja mayor.

Esta cultura villanoviana no era, desde el punto de vista material, nada rica. Sus vasijas, armas, fíbulas y adornos, repetitivos hasta la saciedad, alinean hoy en los museos sus formas negruzcas, y parecen empeñarse en indicarnos -frente a lo que sería lógico en cualquier estructura de tribu- que era perfecta la igualdad entre todos los difuntos. Probablemente se trata tan sólo de un igualitarismo ritual, pero su efecto, en el campo del arte, revierte en una contención tradicionalista: raro es el objeto, antes de mediados del siglo VIII a. C., que denote una particular iniciativa en el campo de la plástica o un mero enriquecimiento decorativo. Como, por lo demás, no parece haber existido en Etruria, antes de la cultura villanoviana, ningún momento de esplendor definido -algunas manifestaciones arquitectónicas fechables hacia el año 1000 a. C., como el edificio rectangular de Luni, son sólo un palidísimo reflejo de las culturas del Egeo-, el etrusco del siglo VIII a. C. carece de toda referencia artística en su pasado. Es más que probable que, aún a principios de ese siglo, la tosca cerámica local (el grisáceo impasto) constituyese una producción doméstica, realizada según fórmulas transmitidas de padres a hijos, y sin conocimiento del torno; e igualmente tradicional y doméstica era no sólo la producción de tejidos, sino incluso la construcción de cabañas. En tales circunstancias, poca proyección tenían -salvo en el campo del trabajo del metal, siempre encomendado a técnicos especializados- la formación y perfeccionamiento artesanales. Ni siquiera parece posible hablar, como en las cuevas paleolíticas o en las tribus africanas, de hechiceros o sacerdotes instruidos en la pintura, la talla de máscaras u otras manifestaciones plásticas de carácter religioso; por lo menos, nada nos invita a pensarlo así.

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