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El rey José II accedió al trono a la muerte de su madre, tras haber practicado una co-regencia desde 1760; como ella, estaba firmemente convencido del papel que debía jugar el monarca, como primer servidor del Estado, imponiendo unas directrices gubernamentales que posibilitarán la modernización de las estructuras de la sociedad, sin que ningún obstáculo -tradición, nacionalismo, privilegios...- se interpusiera en su camino. Tratar de conseguir un Estado fuerte y poderoso sólo era posible consiguiendo una centralización institucional y un reforzamiento de su poder personal. De ahí que las primeras medidas adoptadas tendieran a la reforma de la Administración en una doble vía: orgánica y burocrática. La tarea fue confiada a su colaborador Kolowrat y se abandonó la idea de órganos colegiados donde se trataban los asuntos del gobierno, creándose una única cancillería, controlada por el rey, con competencias sobre todas las materias, especialmente económicas. Para superar los problemas derivados de los Estados, se procedió a una distribución del territorio en seis gobiernos -Gratz, Trieste, Brno, Viena, Insbruck y Praga- que sustituían a las antiguas administraciones particulares y que permitían una pequeña participación a la nobleza local, aunque, en el fondo, estaban controlados por agentes reales. El otro objetivo tendía a crear un personal administrativo muy adicto al rey, sumamente profesionalizado que no sólo hiciera operativo al Estado sino que fueran agentes activos de la unificación (germanización) y de la política real.

La propia elección de una única lengua, el alemán, en 1784 venía a respaldar tales medidas. De esos primeros años data la legislación más novedosa y que marcó un giro radical hacia la verdadera transformación del antiguo régimen, pero que supuso, también, el comienzo del deterioro entre las relaciones del monarca con su pueblo. En efecto, en 1781 inicia una política religiosa que no sólo supeditaría la institución eclesiástica al Estado sino que transformaría a los clérigos en burócratas al servicio del rey. Esa política josefinista fue abordada con un decreto sobre tolerancia religiosa; con ella los protestantes y ortodoxos tendrían los mismos derechos que los católicos y podrían practicar libremente sus cultos; en la misma línea se permitió a los judíos practicar sus oficios, crear empresas industriales y acceder a las universidades, aboliéndose también sus vestimentas discriminatorias. Al mismo tiempo se afirmaba el catolicismo como religión oficial del Estado. Tras la libertad confesional, José II pretendió hacer una reforma interna de la Iglesia, en materia tocante a disciplina y liturgia. Esto le causó tensiones con el Papado pero el rey se amparó en sus regalías -Regium Exequátur- y a cambio de la adopción oficial del catolicismo y el mantenimiento de la bula Unigenitus (que condenaba el jansenismo) en Austria, Pío VI no se opondría a la reforma. Se procede a una reorganización de las diócesis existentes y a su frente se coloca a unos prelados bastante independientes de Roma pero al servicio del Estado.

Se suprimieron muchas órdenes religiosas, los seminarios diocesanos y los colegios conventuales; ahora se crean unos seminarios generales, fuera de la competencia episcopal, con un cuerpo docente proabsolutista; el estudio de nuevas materias junto con la teología y una disciplina casi militar redundó en una burocratización de los miembros del clero. Para acabar de una vez con los postulados contrarreformistas se suprimieron las cofradías, procesiones y peregrinaciones, y se emitieron cédulas reales para asuntos de liturgia, ornamentos y predicación; de hecho, en los oficios litúrgicos cotidianos estaba prevista la asistencia de funcionarios para fiscalizar ideológicamente la acción pastoral de los sacerdotes. En noviembre de 1781 se dictó otra ley fundamental que abolirla la servidumbre personal en Bohemia; en adelante el siervo no necesitaría permiso del señor para ciertas actividades privadas (como contraer matrimonio, cambiar de domicilio, escolarizar a los niños) y tendrían capacidad legal para arrendar, vender e hipotecar sus predios. Ocho años más tarde se acordó la supresión de la corvea, y a cambio se instituye un contrato entre el señor y el vasallo de duración temporal y renovable (esto sería abolido más tarde, y la corvea no sería suprimida definitivamente hasta 1848). José II siempre mantuvo una cierta hostilidad hacia la sociedad de órdenes; con la nobleza nunca mantuvo buenas relaciones pues le criticaba sus formas de vida poco útiles al Estado y les fue minando poco a poco los pilares de su poderío, tanto políticos como socio-económicos.

En el plano económico de nuevo se impone un fuerte proteccionismo que redundó positivamente en el aumento de la producción agrícola (beneficiada por la aligeración de las cargas de los campesinos) y sobre todo industrial; también creció mucho la exportación nacional, haciendo que productos austriacos fueran competitivos en los mercados extranjeros y abriéndose una vía a la acumulación de capital y posterior revolución industrial. En 1783 la Comisión de Educación vio ampliar sus competencias, al pasar la enseñanza, en sus distintos grados, a ser tarea exclusiva del Estado. A pesar de ampliarse la red de escuelas primarias, en el nivel universitario y secundario no se obtuvieron mejoras sustanciales, al contrario, las universidades perdieron autonomía y se desatendieron las disciplinas científicas; sólo interesaba mejorar los estudios jurídicos y la economía política para poder formar funcionarios altamente cualificados. José II al comienzo de su reinado se había esforzado por respetar la autonomía húngara y para ello la cancillería Real de Preburgo había obtenido plena autonomía en materia fiscal y financiera, así como en cuestiones gubernamentales y judiciales. Sin embargo, la política radical y enérgica del monarca había deteriorado las relaciones con Hungría y su clase dirigente al atacar frontalmente los privilegios de la nobleza (realización de un catastro de la propiedad agraria para distribuir un nuevo impuesto, extensible al estamento y liberación de los siervos) y del clero (edicto de tolerancia religiosa en 1781 y supresión de muchas órdenes religiosas cuyas propiedades se incautó el Estado) y no respetar la tradición nacional, imponiéndoles un idioma extranjero; el descontento fue in crescendo, agudizado por los negativos resultados de la guerra contra Turquía (1788-1789), por lo que se alzaron voces contra el despotismo real y por su actuación a espaldas de la Dieta.

Con los flamencos, María Teresa siempre había mantenido unas relaciones de estrecha cordialidad, pero su hijo exasperó a esa sociedad al acometer profundas reformas, sobre todo en materia religiosa y burocrática. El clero se negó a permitir la creación de los seminarios generales y supeditarse al control del Estado; las elites dirigentes se sintieron decepcionadas porque el rey no reconoció las instituciones particulares de cada Estado; y las masas populares tampoco fueron atraídas por su política reformadora. Todo el malestar acumulado llegó a su paroxismo en 1787, produciéndose una revuelta en los Estados que hizo meditar al rey sobre la viabilidad de su política. Poco después, el 20 de febrero de 1790, moría un monarca que quiso transformar tan radicalmente a su pueblo que se ganó la antipatía, la incomprensión y el rechazo, aunque, gracias a esa decidida voluntad de reforma, sentó las bases del verdadero Imperio austro-húngaro que llegaría hasta el siglo XX.

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