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Siglo XVII: grandes

Desarrollo


Los inicios del siglo XVII contemplaron en Inglaterra un cambio de dinastía. A la muerte de Isabel quedó proclamado como rey Jacobo I Estuardo (1603-1625), hijo de la que fuera controvertida reina de Escocia, Maria Estuardo, ajusticiada en suelo inglés con el beneplácito de Isabel, suceso que no impidió el acceso al trono de Inglaterra de su descendiente, que por entonces también poseía la Corona escocesa como Jacobo VI. El nuevo monarca aglutinaba así en su persona a las dos entidades territoriales, tan diferentes y frecuentemente enfrentadas entre sí, que a partir de estos momentos permanecerían teóricamente unidas aunque manteniendo cada una de ellas sus peculiaridades y plena autonomía, lo que supondría una nueva fuente de conflictos para las aspiraciones centralistas y unificadoras de la Monarquía. Jacobo I nunca fue un rey popular ni indiscutido, a pesar de que tanto él como luego su sucesor fueran bien recibidos en un principio. Sus rasgos personales, sus planteamientos ideológicos y sus actitudes grandilocuentes provocaron múltiples reacciones en su contra, dando lugar a un clima de tensión interna que fue fraguando los elementos revolucionarios que estallarían de forma violenta en el siguiente reinado. Motivaciones políticas, fiscales y religiosas serían principalmente las causantes de las fuertes oposiciones que pronto empezaron a surgir contra su figura, que se vieron aumentadas por las torpes decisiones de gobierno que el monarca puso en ejecución, contrarias muchas de ellas a las tradiciones inglesas y a lo que hasta entonces había sido práctica común de la anterior Monarquía de los Tudor.

Educado en el protestantismo y teniendo la referencia católica de su progenitora, no obstante se volcó en la potenciación de la organización episcopal de la Iglesia anglicana, pues la estructura jerárquica de ésta le pareció la más idónea para fortalecer el absolutismo monárquico de que era partidario. De esta manera, los católicos vieron frustradas las ilusiones que habían depositado en la llegada del rey Estuardo; los puritanos, que rechazaban el episcopalismo y que se mostraban más próximos a las formulaciones presbiterianas, siguieron manteniendo sus críticas al autoritarismo de los obispos y al poder que los utilizaba en su propio beneficio; los defensores del parlamentarismo vieron con temor la decidida inclinación real al más puro absolutismo y a la práctica de gobernar al margen de la institución representativa, apoyándose en un restringido círculo de favoritos y recurriendo a una serie de arbitrios extraordinarios sin contar con la debida autorización del Parlamento, lo que suponía un fuerte revés al derecho de control fiscal que éste tenía como una de sus prerrogativas esenciales. La política exterior que llevó a cabo tampoco le granjeó la simpatía popular ni la confianza de los grupos burgueses reformados. No quiso participar en la alianza contra la Casa de los Austrias y realizó un claro acercamiento a España, pretendiendo el casamiento, que estuvo a punto de celebrarse, del heredero inglés, Carlos, con la infanta María, hermana de Felipe IV; fracasado este intento no dudó en concertar un nuevo compromiso, que sí se efectuaría, entre su hijo Carlos y otra princesa católica, en este caso Enriqueta de Francia, hija de Enrique IV, aumentando así el malestar de muchos ingleses que no aceptaban este cambio en las relaciones exteriores que suponía la alianza con los católicos.

La primera manifestación clara y rotunda de la animosidad contra el monarca fue la llamada Conspiración de la pólvora en 1605, cuando un grupo de exaltados católicos planearon volar el Parlamento con el rey en su interior. Abortado el complot, la reacción regia fue la de exigir a los católicos un juramento por el que tenían que rechazar la intromisión del Pontífice de Roma en los asuntos internos del Reino, negándole sobre todo la posibilidad de deponer a los reyes y la de eliminar la obligación de los súbditos de mostrar obediencia a su soberano. Respecto a los puritanos Jacobo I continuó la persecución contra ellos, dado que por el rechazo que tenían hacia la jerarquía eclesiástica y por sus tendencias democráticas y republicanas constituían un manifiesto peligro para los afanes absolutistas tan queridos por el monarca. Numerosos puritanos se vieron obligados a huir, marchándose hacia las lejanas tierras de América del Norte, en donde se establecieron con la esperanza de formar comunidades organizadas según sus presupuestos político-religiosos. La oposición de los parlamentarios se mostró también muy palpable ante las maneras de gobierno que se estaban dando, concretadas en la excesiva influencia de los favoritos del monarca, cuya evidencia más destacada era la figura del recién nombrado duque de Buckingham; en las prácticas abusivas de los altos funcionarios y consejeros regios, y en la malversación de los fondos públicos realizada por éstos.

Cuantas veces fue convocado, el Parlamento dio repetidas muestras del descontento imperante, lo que llevaba invariablemente a su disolución una y otra vez. Así las cosas, aunque no ocurrieron sucesos trascendentales para los destinos de la Monarquía durante el reinado de Jacobo I, quedaron echadas las bases sobre las que se asentarían los graves acontecimientos que se iban a producir en el de su sucesor, tanto más cuanto que la actuación de éste no haría sino profundizar las grandes divergencias que se habían creado entre el rey y el Reino. Carlos I (1625-1649) subió al trono en un ambiente favorable a su persona, aunque muy pronto los problemas de fondo (políticos, fiscales, religiosos) que se hallaban presentes desde años atrás comenzaron a minar el prestigio de la Monarquía. Partidario del mantenimiento de la organización anglicana de la Iglesia oficial, continuó prestándole un decidido apoyo a la vez que no admitió la exaltación del catolicismo, a pesar de que contrajo matrimonio con la princesa católica Enriqueta de Francia, y rechazaba las pretensiones antijerárquicas de los presbiterianos y de los grupos independientes del puritanismo. El encargado de llevar a cabo la política religiosa deseada por la Corona fue Laud, arzobispo de Canterbury, auténtico hombre fuerte en materia eclesiástica, que actuó de forma decidida y dura para imponer a todos el sometimiento a la autoridad espiritual del monarca y a la de los obispos que sostenían la estructura absolutista deseada por los Estuardos.

La medida que más consecuencias importantes iba a traer fue la de querer introducir en Escocia el "Prayer Book", el libro de oraciones inglés, decisión a la que los presbiterianos escoceses se opusieron enérgicamente hasta el punto de expulsar a los delegados anglicanos que fueron hasta allí, llegando a formar una liga (covenant) con el objetivo fundamental de defender su credo religioso. El inicio de las hostilidades estaba servido, como se puso de manifiesto en la lucha que a continuación se originó, a la que Carlos I tuvo que poner fin aceptando la paz de Berwick (1639) sin haber logrado sus pretensiones de uniformidad religiosa. Pero el rey no cesó en su empeño y quiso continuar adelante con su política pro-anglicana, convocando para ello al Parlamento con la esperanza de que le fueran otorgados los recursos necesarios para lanzar la guerra contra los rebeldes escoceses. Sus deseos no se vieron cumplidos y ante la negativa recibida disolvió rápidamente el Parlamento (1640). El enfrentamiento entre el monarca y el Parlamento no había dejado de existir desde los inicios del reinado. El que se reunió en 1625, tras aprobar una ayuda para hacer frente a los gastos de la guerra contra España, producto de la presión anti-católica de nuevo imperante, fue pronto disuelto al presentar los diputados una serie de quejas por las arbitrariedades de la Corona. Al año siguiente ocurrió algo parecido ante las críticas de los parlamentarios hacia la figura del favorito real Buckingham, situación que se volvería a repetir en 1629, esta vez con mayores consecuencias pues, teniendo en cuenta las continuas dificultades que se le presentaban cada vez que convocaba al Parlamento, el rey decidió prescindir en la medida de lo posible de la Asamblea pasando a gobernar sin su colaboración durante una década aproximadamente, hasta que finalmente no tuvo más remedio que volver a reunirlo con el objetivo de buscar el auxilio ya mencionado para combatir a los presbiterianos escoceses, formándose así el llamado Parlamento corto de 1640, que de inmediato sería disuelto. Por entonces, desde hacía ya algunos años, la pieza clave en la maquinaria gubernativa era el conde de Strafford, ejecutor de la política absolutista de la Monarquía, quien fue el encargado de lanzar el ataque contra los sublevados de Escocia, decisión que se adoptó a pesar del rechazo del Parlamento y que iba a desencadenar toda la serie de acontecimientos que a la postre tan graves serían para la Corona.

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