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Reconquista

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La historia política de los condados catalanes durante el siglo IX es ininteligible si se ignora la historia del Imperio carolingio, del que forman parte, y si no se tiene en cuenta que en el Imperio cada conde, tanto hispano como franco, aspira a convertir en hereditarios el cargo y las posesiones recibidas con él. Teóricamente, el emperador encarna toda la autoridad y todo el poder, y en la práctica el centro de esta organización es el conde, al que se confía la administración, la justicia, la política interior y, en caso necesario, la defensa militar del territorio. Su autoridad es prácticamente absoluta, pero es delegada, depende de la voluntad del monarca y en última instancia del poder que éste tenga. Las guerras civiles provocadas al dividir Luis el Piadoso el reino entre sus hijos obligan a los condes a tomar partido y, de acuerdo con las alternativas de la guerra, consolidan o pierden sus cargos.Por otra parte, la población indígena aceptó a los carolingios para liberarse del control cordobés, pero igual que ocurre en Navarra y Aragón, el objetivo no es sustituir un poder por otro sino librarse de ambos y actuar con una independencia semejante a la de época visigoda. En este contexto cabe interpretar la sustitución, el año 820, del hispanogodo Bera por el franco Rampón y el nombramiento posterior de Bernardo de Septimania (826-844). Los condes francos, altos personajes de la corte carolingia, tienen una misión política concreta: poner fin a los afanes independentistas de la población indígena y de sus dirigentes, que llegan a aliarse a los musulmanes contra los carolingios de la misma forma que antes se han apoyado en éstos contra los cordobeses.

En adelante, a pesar de los continuos cambios de titulares, en función de los conflictos en el mundo carolingio, los condados catalanes se integran plenamente en el Imperio.La tendencia a la hereditariedad de los cargos, visible en los intentos de los hijos de Bera y de Bernardo de Septimania de recuperar las funciones paternas, se observa igualmente en la política de los monarcas carolingios, que nombran condes a los hijos de Sunifredo y Suñer treinta años después de la muerte de éstos, quizá porque la función condal lleva consigo una serie de privilegios que no se extinguen con la destitución de los titulares, elegidos entre los grandes propietarios o dotados con extensos bienes que, en parte, heredan sus descendientes. Para combatir a los rebeldes, el rey está forzado a basarse en las grandes familias, en las dinastías condales, con lo que, indirectamente, contribuye a acentuar el carácter hereditario del cargo condal, tendencia que cristaliza a la muerte de Carlos el Calvo (877) al sucederse al frente del reino monarcas incapaces de hacer frente al peligro normando y a los ataques musulmanes. Los condes se ven obligados a actuar por su cuenta, a defender el territorio sin contar con el poder central. Uno de estos condes, Eudes, se hará elegir rey el año 888, y la ruptura de la continuidad dinástica proporcionará a los condes carolingios, a los catalanes entre ellos, el pretexto legal para romper con el Imperio y consolidar la independencia práctica de los últimos años.

El Imperio es sólo un recuerdo al que se refieren los antiguos súbditos fechando los documentos por los años del reinado del monarca franco al que, por lo demás, ignoran. Los condados no son ya bienes públicos sino propiedad del conde que, del mismo modo que distribuye sus tierras personales, reparte los condados entre sus hijos y llega, si es preciso, a crear nuevos condados o confiar el gobierno a varios de sus hijos conjuntamente, según hemos indicado en páginas anteriores al hablar de la división de los condados de Vifredo, el primer conde independiente de Barcelona, entre sus herederos. Independiente en la práctica política, Vifredo necesita la independencia eclesiástica de su territorio para liberarse totalmente de la tutela franca y para consolidar la influencia que el condado de Barcelona ejerce sobre los demás condados catalanes: se explica así el intento, el año 888, de convertir en sede metropolitana la diócesis de Urgel, que sustituiría a la de Narbona al frente de las sedes episcopales de Barcelona, Gerona, Vic y Pallars.El intento fracasa debido a la rivalidad entre los condes, cada uno de los cuales quiere tener el control de sus clérigos y evitar la injerencia de los demás. Ampurias depende eclesiásticamente de Gerona y una de las primeras medidas del conde Suñer de Ampurias será pedir al nuevo arzobispo que deponga al obispo gerundense y nombre para el cargo a persona de su confianza. La negativa de Vifredo a aceptar esta sustitución, a aceptar la imposición de un obispo en su territorio, lleva al arzobispo y a los obispos por él nombrados a reconocer como rey al monarca franco Eudes e, inseguro en sus dominios y temeroso de un ataque franco, el conde de Barcelona reconoce a su vez al monarca y, con la ayuda del arzobispo de Narbona, logra la supresión del arzobispado urgelitano y la destitución del obispo de Gerona.

La vinculación de los condados catalanes al Imperio no debe hacer olvidar la importancia del mundo islámico: por un lado, la presencia de los musulmanes hace que la población apoye a los condes, sus jefes naturales por encima del rey, cuya lejanía e impotencia le resta importancia ante los súbditos, especialmente cuando se producen ataques musulmanes que sólo el conde rechaza. Por otra parte, las disensiones musulmanas permiten la consolidación de los condados; gracias a ellas pudo Vifredo ocupar sin grandes dificultades la comarca de Vic y crear en ella el obispado de Osona y los monasterios de Ripoll y San Juan de las Abadesas, centros religiosos y de repoblación de las tierras ocupadas, controlados por los hijos de Vifredo: en el primero ingresa como monje Adulfo, que aporta a Ripoll la parte que le corresponde en la herencia paterna, y la primera abadesa del segundo es Emma, hija del conde.A la muerte de Vifredo (897) y tras ser restaurada la dinastía carolingia en la persona de Carlos el Simple, los condes catalanes reconocieron de nuevo la autoridad monárquica pero ésta ya no fue efectiva. Vifredo Borrell, hijo del primer conde independiente, fue el último de los condes de Barcelona que prestó homenaje de fidelidad a los reyes francos: para conseguir el reconocimiento oficial de los derechos heredados y, posiblemente, para buscar ayuda frente a los musulmanes del Valle del Ebro, que habían dado muerte a Vifredo I y habían obligado, incluso, a la evacuación de Barcelona.

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