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Si la formulación teórica con respecto al arte y la arquitectura podemos encontrarla en la obra de G. G. Bottari, "Dialoghi sopra le tre arti del disegno", publicada en 1754, pero escrita durante los años treinta, la aplicación práctica puede estudiarse en obras como la Fontana di Trevi, comenzada por Nicola Salvi en 1732, en la fachada para la basílica de San Juan de Letrán, realizada por A. Galilei entre 1733-1736 o en el Palacio de la Consulta, construido por F. Fuga entre 1732 y 1737."Los Dialoghi" de Bottari constituyen todo un programa, un repertorio crítico de problemas resueltos atendiendo a la tradición clasicista defendida por los protagonistas de los diálogos que no eran otros que Bellori y Maratta. La arquitectura oficial de Roma parece negar definitivamente el barroco y se remonta al modelo funcional y contrarreformista de finales del siglo XVI. La geometría y el dibujo se convierten en elementos claves de la nueva tendencia.Los dos proyectos más elocuentes, en su génesis y desarrollo, de todo este proceso fueron los que salieron de dos concursos famosos realizados entre un numeroso grupo de arquitectos. Convocados ambos en 1732, pretendían otorgar la responsabilidad de la construcción de la Fontana di Trevi y de la fachada de San Juan de Letrán, cuyo interior había sido reformado por Borromini en el siglo anterior.

El resultado final sancionaba los proyectos de Salvi y Galilei, respectivamente, como los más apropiados, lo que, además, significaba hacer oficial una tendencia de gusto muy determinada. Sin entrar en detalle sobre el desarrollo de los concursos, sí puede hacerse una breve mención del significado de los proyectos vencedores ya que ponen en evidencia tanto las intenciones como los desajustes con respecto a las formulaciones teóricas. Se habla con frecuencia de clasicismo en la arquitectura de la Arcadia y, sin duda, ese componente ideal existe, pero en las obras realizadas puede comprobarse que se trata más de corregir con la idea de la severidad y del orden del clasicismo la gran tradición barroca del siglo anterior. De nuevo se trata de un ejercicio disciplinar cuyo componente básico es la historia de la arquitectura.La Fontana di Trevi, de Salvi, recoge temas tan queridos por la arquitectura barroca como el de las relaciones entre naturaleza y arquitectura, con la presencia de las rocas y el agua sobre las que se alza la fachada del palacio, el artificio. De hecho, parece evidente que Salvi se apropió de ideas de Pietro da Cortona y de Bernini con planteamientos semejantes. La fachada de San Juan de Letrán sí constituye una crítica al barroco, pero a la opción de Borromini, autor del espléndido catálogo ornamental, tipológico y formal del interior de la basílica. Casi como una pantalla que niega la arquitectura del interior se levanta la fachada de Galilei, con un enorme orden gigante que constituye la exaltación de un purismo arquitectónico que no anticipa el neoclasicismo, sino que depura la arquitectura de Miguel Angel y Palladio.

Téngase en cuenta que en 1715, Galilei estaba en Londres, justo en el momento en el que C. Campbell, G. Leoni y Lord Burlington comenzaban a codificar la nueva estrategia inglesa del neopalladianismo, aunque también es cierto que contaba con un antecedente prestigioso como la fachada de San Pedro del Vaticano, de C. Maderno.Si los dos proyectos mencionados constituyen un emblema de este período, no puede olvidarse la importancia que, en el mismo contexto, tuvieron las obras de F. Fuga, desde la ampliación, en 1731, con la Manica Lunga del palacio del Quirinale a la construcción de la fachada de Santa María Maggiore, pasando por numerosos palacios e iglesias, entre las que destacan el palacio Corsini (1736-1758) y el de la Consulta, comenzado en 1732. Su arquitectura toca los puntos más rigurosos de un funcionalismo purista que respira la grandeza del barroco. Tal vez su diseño más elegante sea el de la fachada de Santa María Maggiore. Buen conocedor de la arquitectura del manierismo, admirador de Miguel Angel y con un sentido constructivo próximo a la severidad de los ingenieros militares, como confirmarán con posterioridad algunas obras hospitalarias realizadas tanto en Roma como en Nápoles, a donde fue, en 1751, llamado por el futuro Carlos III, Fuga realiza en la fachada de la basílica paleocristiana una magnífica y delicada intervención arquitectónica. Dos cuerpos superpuestos de pilastras y columnas adosadas, entre las que se organizan los huecos, confieren ligereza a un diseño que no pretende negar el interior, sino subrayar su estructura.

Si el siglo XVIII presenta tantas imágenes conflictivas y contradictorias como las hasta aquí enunciadas, también hay que señalar que, al menos genéricamente, puede decirse que es un siglo francés. Del rococó al neoclasicismo, de la Ilustración y su proyecto de secularización de la vida social a la Revolución de 1789, casi todos los fenómenos que a los historiadores del arte nos interesan pasan por un decisivo filtro francés. Incluso a Roma, objeto de meditación europea, la absorben como un argumento más de sus propuestas. Piénsese, por ejemplo, que la lección arquitectónica de Piranesi la asumen los piranesianos franceses, mientras que en Italia el arquitecto veneciano pasa por ilustrador, vedutista o arqueólogo. Incluso Vanvitelli, durante su estancia en Nápoles construyendo el Palacio Real de Caserta, llegará a escribir de Piranesi que si le permitieran "hacer alguna fábrica se verá qué puede producir la cabeza de un loco".

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