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arte del Irán

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Se dice que el corazón del Irán es una alta meseta rodeada por los montes de Makrán, los Zagros, el Elburz y las estribaciones del Indukush. Pero si ello fuera cierto, resultaría tratarse de un corazón muerto. Porque la meseta irania, que se prolonga hasta el Asia Central y los desiertos de Karakumi, es una desolada sucesión de estepas y pequeñas montañas que la cruzan. Al noroeste se destaca el desierto salino de Kavir -con casi 400 km en su mayor extensión-, fantástico paraje intransitable y aún casi inexplorado, lleno de agudas rocas de sal y profundas y secas torrenteras. Al sudeste, el desierto de Lut, otro paisaje arenoso y salino alternativamente, inhabitable y silencioso, poblado aún por la leyenda de Lot y Sodoma. Las contadas pistas que aprovechan los escasos puntos de agua -sombreados por palmeras, acacias o mirtos-, fueron ya utilizados desde antiguo, pero, a decir verdad, las condiciones son tales que ninguna ruta comercial importante, ningún ejército invasor, ningún pueblo caminante usó jamás las pocas sendas de esa mortal estepa. Y en el este lejano que se pierde entre las estribaciones del Indukush, sólo en el Sistán y en el valle de Bampur puede florecer la vida. Por todo ello, acaso sería más justo decir que el corazón del Irán está en las montañas y los valles altos de los Zagros y el Elburz, porque allí justamente o en sus cercanías y estribaciones nacieron, se desarrollaron y murieron casi todas las culturas iranias. Y allí, muy alto, florecieron las grandes ciudades, la mayoría a más de mil metros sobre el nivel del mar.

La cadena de los Zagros es una gigantesca cordillera que nace en las montañas y valles de Armenia y Azerbaiyán -tierras ricas y pobladas entre las mejores del Irán-; separa Mesopotamia de la meseta y, tras bordear el sur del Irán, se disuelve en los desolados e inhabitables montes de Makrán, que a su vez se pierden en las cadenas que bajan del Indukush. Los Zagros son en sí mismos un formidable sistema, con más de dos mil kilómetros de desarrollo y 400 de anchura. Desde la región de Armenia hasta Kerman el relieve presenta una interminable sucesión de montañas paralelas que crean valles largos y fértiles, buenos para el pasto y la agricultura -grano, vid, higueras, algodón-, pero mal comunicados entre sí. Gran parte de sus laderas, hoy casi despobladas, gozaron en la antigüedad de bosques de robles, olmos, nogales, arces y otras variedades. Su población, desde miles de años atrás, tendía a simultanear la agricultura con la ganadería de trashumancia. Al norte, la cadena del Elburz, más estrecha que los Zagros, se extiende desde el Azerbaiyán hasta el Jorasán y las estribaciones del Indukush. La cadena es una barrera natural que ciñe la costa sur del Caspio y atrapa en sus vertientes toda la humedad y las lluvias creadas por aquél, constituyendo quizás el causante principal de la aridez natural del interior. La estrecha franja de la costa -de unos 225 km de recorrido y entre 15 y 100 km de anchura- debió presentar en tiempos remotos un paisaje de verdadera jungla tropical, cortado por cientos de corrientes de agua y lleno de pantanos.

La ocupación urbana del área fue muy tardía, de época aqueménida, según R. Frye. Y los asentamientos anteriores parecen haberse limitado a las laderas y los valles altos. Hoy, la franja costera y la vertiente norte de Elburz reúnen la casi totalidad de la superficie arbolada del Irán, con robles, hayas, nogales, olmos y tilos además de excelentes cultivos. Más al este, en las vertientes meridionales de los montes del Kopet Dag y el Jorasán, se extiende lo que para algunos es el granero del Irán. Pero más allá se abren los inmensos desiertos de Karakumi y Kizilkumi, partidos por el Amur Daria y el mar de Aral, inmensas estepas de nómadas y espacios siempre ligados al mundo iranio. Fuera de esta imagen global hay que situar el Juzistán y la Susiana, una prolongación física de la llanura mesopotámica que, sin embargo, cultural y políticámente siempre tuvo sus raíces ancladas en el interior de los Zagros. Irán sufre hoy una gran erosión en muchos de sus suelos. Las temperaturas oscilan entre máximas de 51 °C en el Juzistán y -37 °C en el Azerbaiyán, pero tales datos estadísticos no nos permiten imaginar -como es el caso-, que ciertas regiones entre los meses de mayo y septiembre se convierten en verdaderos hornos, con medias de 50 °C a la sombra. Como no podía ser menos, las precipitaciones son escasas, los ríos poco caudalosos o estacionales y sólo uno, el Karum, es navegable. Y no pocas corrientes que bajan de los múltiples complejos montañosos acaban evaporándose en la llanura.

Para luchar contra ello, los iranios desarrollaron la distribución de agua por el sistema del qanat, una especie de canal subterráneo. Sin embargo, el suelo del Irán es rico, y en la antigüedad lo fue más. A metales como el cobre, el estaño, el plomo, el hierro, la plata e incluso el oro, se unían piedras valiosas como la cornalina, el lapislázuli -que no sólo se extraía en el Afganistán, sino también en el Sistán-, la clorita o la turquesa y, por supuesto, maderas de muchos tipos. Con todas estas materias primas se creó un flujo continuo hacia Mesopotamia y, pronto, una rica y variada producción artesanal alcanzó los mercados del Oriente. Todavía hoy, en los zocos de Estambul, Damasco, Aleppo, Mossul o Bagdad, los productos del Irán son distinguidos y estimados. Pese a sus formidables montañas y desiertos, el Irán no estuvo cerrado al exterior. Las invasiones vendrían siempre desde el Asia Central por la llanura de Gurgan, desde el Cáucaso por el Azerbaiyán y desde Mesopotamia por la Susiana. Pero también los comerciantes y los nómadas, que aprovechaban esas mismas rutas, abrirían en los Zagros o en los montes del oeste muchos pasos más, que comunicarían activa y pacíficamente al Irán con la Mesopotamia o el Indo. Esas y las grandes y milenarias rutas de Tabriz y Jorasán, disputadas por urartios, asirios y babilonios, o la no menos famosa de la seda, entrarían siempre en los mercados y en la historia de Oriente. Miles de años pasaron por el Irán. Cierto que los bosques han desaparecido. Y cierto que no pocas áreas yacen abandonadas y desérticas, resguardando lo que son sólo ruinas de antiguas ciudades urartias, medas, persas, partas, sasánidas o islámicas pero, en líneas generales, no se han producido grandes cambios en el paisaje. En el horizonte, todavía hoy podemos ver el Irán con los ojos de los antiguos.

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