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El tratado de Nystadt había tenido importantes consecuencias, en Europa septentrional por la alteración del equilibrio buscado por Francia desde el siglo anterior, ya que Suecia escapó a su intervencionismo y penetró en la órbita rusa. Los conflictos interiores por la Constitución de 1720 acabaron con el poder absolutista de la Monarquía, supeditándola a la Dieta, incluso en las cuestiones clave. Sin embargo, Versalles no renunciaba a restaurar el antiguo poder del soberano para, así, recuperar el prestigio perdido y reforzar su posición en Europa con un aliado indiscutible. Gustavo III, rey desde 1771, albergaba los mismos propósitos con respecto a la Corona y no rechazó los subsidios franceses que le permitieron liberarse del control de la Dieta con la parcial y violenta derogación, en agosto de 1772, de la Constitución de 1720 y el consiguiente establecimiento de las prerrogativas monárquicas. La comunidad internacional no podía permanecer impasible ante tales mutaciones, en especial Rusia, por los cambios en el juego de poderes en el Norte, el reajuste del Báltico y la influencia francesa. Lógicamente, el constitucionalismo sueco estaba muy arraigado entre la totalidad de los sectores sociales como para desaparecer y, además, aún permanecía el recuerdo del autoritarismo de Carlos XI y Carlos XII. Con la firma del Tratado de París, en 1776, Gustavo III imponía un gobierno francófilo. La diplomacia de Vergennes había neutralizado las intrigas británicas, pero la inestabilidad interna era la nota dominante y sus enemigos estaban expectantes en busca de la oportunidad de guerrear con Gustavo III.

Rusia, Prusia y Dinamarca perseguían el reparto de Suecia, basándose en anteriores tratados y conversaciones y en la ayuda británica, hostil desde su participación en la Liga de la Neutralidad Armada. Tras un análisis de su situación, el monarca sueco comprendió que el país estaba abocado a una guerra civil, tanto por los conflictos internos como por las intrigas exteriores, si no actuaba con rapidez y atraía a sus súbditos a una colaboración con el trono en defensa de los proyectos expansionistas que devolvieran a la nación la gloria de los tiempos de Gustavo Adolfo, pero, a mediados de 1788, la marcha hacia San Petersburgo terminó en desastre. Circunstancia aprovechada por la aristocracia para formar la Liga de Anjala, que reivindicaba la independencia de Finlandia y denunciaba la manipulación de la Dieta por la Corona. Ahora bien, el ataque de Dinamarca a Goteborg supuso la reaparición del espíritu nacionalista y los odios antidaneses por el antagonismo ancestral. Gustavo III supo unir a los suecos ante la amenaza exterior y acabó con los descontentos, reforzándose su autoridad cuando se puso a la cabeza de los ejércitos. Gran Bretaña temió entonces por sus ventajas comerciales en el Báltico y, con el consenso de Prusia, disuadió a Cristian VII de la campaña. Copenhague, defraudada por la actitud de sus coaligados, abandonó la proyectada invasión. Al igual que anteriores monarcas, después de la agresión danesa, se granjeó la amistad del clero y de los Estados populares en la Dieta de febrero de 1789 y los opuso a la nobleza.

El rey se convirtió, así, en el verdadero defensor de las libertades suecas, mientras que los magnates se presentaron como un peligro para la unidad del país y los causantes de los anteriores disturbios en su propio beneficio. Con tal planteamiento y enfrentados los brazos, la Dieta aprobó el Acta de Unión y Seguridad, que suponía una reforma constitucional en provecho de la autoridad real a propuesta de todos los súbditos. Las resoluciones tuvieron importantes consecuencias sociales y políticas: En primer lugar, la aristocracia perdía sus privilegios y dejaba de considerarse la cabeza estamental en ventaja de los otros miembros; en segundo lugar, la movilidad social quedaba asegurada para la baja nobleza y la burguesía ante la inexistencia de requisitos para ocupar los cargos oficiales; en tercer lugar, las tierras de realengo que habían pasado a manos de la aristocracia por concesión o venta retornaban al trono y se restauraba la libertad jurídica de los campesinos; en cuarto lugar, Gustavo III recuperaba la función de dictar leyes, obtenía autonomía económica con las atribuciones para fijar impuestos y dirigía la política internacional y la diplomacia sin trabas para declarar la guerra o concertar alianzas. Los suecos se habían puesto en las manos del monarca al devolverle las facultades legislativa, ejecutiva y judicial perdidas en 1720; había seguido los mismos pasos que su antepasado Carlos XI en la Dieta de 1693.

Después de tales logros, Gustavo III se propuso terminar con los peligros que amenazaban su país desde el exterior y acabar con el fantasma del reparto. En 1790 venció a su principal enemigo, Catalina II, en la batalla naval de Svensksund, que supuso un duro golpe para la flota rusa, doblemente grave por la guerra con Turquía en el mar Negro. La Paz Blanca de Varela, de ese mismo año, significó la victoria de Gustavo III: concluían, de momento, las pretensiones de intervencionismo zarista en el Báltico y prescindía de sus compromisos con los otomanos como medida de presión frente a otros enemigos. De nuevo parecía que se iba a reconstruir el Imperio sueco de la segunda mitad del Seiscientos, pero había sido más una victoria personal que real y las potencias circundantes nunca olvidaron el escenario báltico cuando dibujaron sus políticas.

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