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Colonizaciones orientales

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Si las raíces culturales de la cultura tartesia se han visto durante varias décadas a través del arrollador impacto, colonizador y comercial, de los fenicios, los nuevos descubrimientos de los años 80 del siglo XX nos permiten reconsiderar, matizadamente, un cierto influjo cultural coetáneo -aunque más tenue- que se asoció a la presencia griega en Tartessos. Los griegos, emulando a los fenicios, habían llegado también a Tartessos, deseosos de obtener ganancias en el fabuloso emporio occidental que gustaron de idealizar a través de la narración y de la imagen míticas: representaron a Heracles, el héroe civilizador por excelencia de los griegos, navegando en el cuenco del sol o en su lucha con el monstruoso Gerión en Tartessos. En los más importantes santuarios de Grecia la imagen mítica de estas hazañas fue, durante siglos y desde el arcaísmo, una constante referencia geográfica del extremo Occidente. Paralelamente al mito se constató la realidad histórica: el samio Coleo, arrastrado por los vientos apeliotas, habría arribado a las costas atlánticas -más allá de las columnas de Heracles- en el siglo VII a. C., obteniendo inmensas ganancias en aquel emporio tartesio que, en la expresión de Heródoto (IV, 152), aún estaba virgen para los marinos griegos. Estos contactos comerciales, que luego frecuentaron más asidua y sistemáticamente los foceos desde finales del siglo VII a mediados del VI a.

C., conllevaron la introducción de productos de lujo y, asociado a ellos, de un arte nuevo ante los ojos locales. En las relaciones entre griegos y tartesios pudieron introducirse elementos heredados del mundo aristocrático como el intercambio de presentes o la introducción de objetos de lujo, una de cuyas finalidades pudo ser la de sellar pactos comerciales. Pudieron adoptar estos contactos, al menos en los momentos introductorios, el lenguaje mediterráneo, de raigambre aristocrática, como el de la xenía u hospitalidad por parte del acogedor monarca tartesio y de la philía o amistad entre griegos e indígenas. Esta interacción humana posibilitó la flexibilidad de un comercio condicionado tanto por las lejanas distancias de aquellos aventureros que viajaban desde el otro extremo del Mediterráneo como por las enormes ganancias que comportaban las transacciones realizadas.Pero aunque algunos de estos documentos más antiguos, como el fragmento de una crátera o píxida geométrica del siglo VIII a. C. hallada en la calle de Palos de Huelva y decorada con una silueta de caballo, nos habla de un producto griego -aquí concretamente, ático- el vaso en sí ha podido llegar a través de manos fenicias, como un presente de lujo que se regala a un notable tartesio en el puerto donde se realizan las transacciones.En otros casos aislados, como el caso del río Guadalete -en torno al área del supuesto Puerto o Santuario oracular de Menesteo- no sabemos con seguridad si las manos de la posible ofrenda del bronce en estas aguas fueron ya griegos o semitas, aunque preferimos optar hoy por lo primero.

Esta duda nos sorprende ante algunos productos de lujo del Mediterráneo oriental como los frascos de loza de Naucrátis y algunas figuritas egiptizantes: ¿quiénes los trajeron? Hay siempre que estudiar cada caso concreto. El caso del Guadalete, del siglo VII a. C., se ha asociado con el ambiente de la temprana llegada del samio Coleo a Tartessos. En todo caso, este otro yo que para un griego representaba un casco -verdadero rostro en bronce que se adapta paulatinamente al perfil humano para sustituirle- lo reencontraremos, años más tarde, en el ejemplar de la ría de Huelva, conservado en la Academia de la Historia. Es éste un ejemplo de tipo corintio, fechable a mediados del siglo VI a. C. En las comisuras de los ojos y en los ángulos de la base, se adorna con espléndidas palmetas realzadas con plata. Su fecha viene a coincidir con el esplendor del comercio foceo con el Tartessos del monarca Argantonio, que conocemos bien por la narración herodotea (1, 163).También en esta época y en el sur atlántico andaluz, especialmente en Huelva, hallaremos multitud de fragmentos cerámicos, sobre todo vasos de beber de diversos talleres de Grecia, como kìlikes o copas. Hay ejemplos numerosos de Jonia, del Atica y, en menos medida, de Laconia, muchos de ellos ricamente decorados con elementos vegetales o míticos y otros, como las copas jonias, con simples bandas en derredor del vaso. A veces los motivos, ya antropomórficos, aluden al ritual griego del vino, como las copas y escifos con comastas o danzarines borrachos que bailan enfrentados.

Estas copas, en ocasiones de vivos colores, se datan generalmente en la primera mitad del siglo VI a. C., años en que florece el comercio jonio con Tartessos. Su introducción por los griegos hubo de actuar como un vivo reclamo ante los ojos locales que las adquirían en Occidente. De algunos de los más eximios artistas de los vasos áticos conocemos su nombre. Uno de los pintores más famosos del arcaísmo, Clitias, decoró hacia el 570 a. C. el precioso fragmento de una anforita en Huelva, con la diosa Atenea. Alguna de estas piezas alcanzó incluso el interior peninsular, tal vez un precioso regalo para un noble local como la copa de labio ática hallada en la necrópolis de Medellín. La inscripción en griego, hoy incompleta -"soy un hermoso vaso de beber"- resalta la atracción que pretendía producir este vaso de lujo en sus clientes. Pero tal vez también las letras reforzaron ante el tartesio el sentido mágico y protector de la imagen amenazante del Zeus que la decora.

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