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Datos principales


Rango

Mundo islámico

Desarrollo


Hay un nexo muy estrecho entre reflexión teológica y elaboración del pensamiento jurídico tanto en su teoría como en la práctica de aplicación social ya que todas ellas son realidades que parten del estudio de la misma fuente, la ley islámica. La ciencia de la ley (ilm) se desarrolló mucho en época abbasí por obra de los ulemas (ulama), completada por las reflexiones de quienes creaban un derecho positivo o fiqh, derivado de los grandes principios, (faquíes o fuqaba) y por la práctica de los jurisconsultos (mufti) que emitían dictámenes (fatwa) y de los jueces (qadi, en plural, qudat) que aplicaban el derecho a los litigios concretos. Nunca hubo una jurisprudencia única aplicada en todo el espacio musulmán sino elaboraciones privadas a partir de finales del siglo VIII y a lo largo del IX, dentro del ámbito sunní, muy relacionadas con la llamada ciencia de las tradiciones que fijaba la pureza y fiabilidad de los hadit. Las escuelas jurídicas clásicas fueron cuatro, denominadas por el nombre de sus fundadores. La de Malik (m. 795) en Medina, y la de Abu Hanifa (m. 767), en Kufa, otorgaban a los jueces gran capacidad de decisión para interpretar la ley en favor del interés general o en busca de la mejor solución posible (istihsan), mientras que las escuelas de al-Safi´i (m. 820), en Fustat, e Ibn Hanbal (m. 855), también originaria de Medina, restringían aquella capacidad del juez al simple razonamiento analógico pero sin salirse de la literalidad del texto ni del consenso general, cuando lo hubiera: no hay que olvidar que en aquel tiempo, siglo IX, gana fuerza la fijación de las tradiciones (hadit) y la autoridad que se las atribuye.

El hanbalismo era, sin duda, la postura más tradicional y, desde luego, hostil al mu'tazilismo, mientras que el malikismo podía ser entendido de manera muy tradicional, como ocurrió en el Magreb y al-Andalus, pero también estuvo abierto en los siglos X y XI a las posturas del as'arismo, lo mismo que la escuela de al-Safi´i, mientras que el hanifismo admitió influencias mu'tazilíes y maturidíes. Aquellos contactos se comprenden mejor teniendo presentes las principales áreas de expansión de cada escuela, aunque todas ellas podían estar presentes a través de unos u otros jueces y jurisconsultos: el hanbalismo predominó en el Iraq, mientras que el hanifismo, también presente allí, tenía muchos seguidores en Irán. Arabia, Egipto y Siria eran de predominio safi'í y malikí, y, en fin, el malikismo dominaba netamente en el Magreb y al-Andalus. Los textos de los ulemas y faquíes, las fatwas, las sentencias de jueces, son una fuente de conocimiento de primer orden sobre los ideales y las realidades de las sociedades musulmanas. Entre los primeros se contaba en lugar destacadísimo la idea de comunidad o umma, que igualaba la condición de todos los creyentes más allá de las persistentes diferencias, unas de origen tribal, otras entre árabes y conversos, otras, a medida que el Islam se extendía, entre los diversos pueblos que aceptaron la nueva fe. Desde luego, la superioridad otorgada a todo lo árabe, y más si se relacionaba con la familia de Muhammad (sarif), fue incuestionable y favoreció la permanencia de las solidaridades y antagonismos tribales y la expansión de la onomástica árabe a las masas de mawali que se incorporaban al sistema a menudo integrándose o reproduciendo las viejas querellas entre árabes o enfrentándose a ellos en busca de la igualdad de consideración social o para reivindicar raíces culturales autóctonas caso de los iranios en los siglos IX y X, y de diversos movimientos bereberes y andalusíes, o bien para exigir preeminencias por razón de la fuerza militar o política alcanzada, como ocurrió desde el siglo X con diversos grupos mercenarios del ejército.

El Islam no se cuestionaba en aquellas actitudes pero sí, a veces, la primacía de lo árabe. Los infieles sujetos al dominio islámico tenían que elegir entre convertirse o pasar a la condición de esclavos, salvo si eran hombres del Libro, es decir, adeptos a religiones que profesaban ya la fe en una parte de la verdad revelada, por lo que se consideraba que estaban en camino de alcanzarla completa, cuando islamizaran, y que merecían un estatuto de protegidos (dimmí) y seguir con la práctica de su religión siempre que no hubieran opuesto resistencia y que se comportaran con lealtad hacia los poderes musulmanes, lo que implicaba la ausencia de proselitismo. En aquella situación se hallaban los mazdeos en Persia, los cristianos y los judíos, pero la protección comportaba también su inferioridad, expresada en las capitulaciones y en los más diversos aspectos de su vida: su régimen administrativo era peculiar y el fiscal más gravoso, pues pagaban los impuestos territorial y personal (jaray, yizya) de los que los musulmanes estaban en principio exentos, y no formaban parte de la comunidad política con pleno derecho aunque algunos de ellos hayan actuado en la administración, sobre todo en época omeya. La vida en barrios propios, no siempre, y las limitaciones fortísimas a las uniones mixtas señalaban también la condición marginal de aquellas poblaciones. Pero la conversión al Islam y la entrada en la plena ciudadanía religiosa era suficiente para romper aquellas barreras y facilitar un proceso de fusión que podía superar o modificar otras diferencias.

Y esto era aplicable también a los esclavos, especialmente numerosos en unas sociedades escasas en hombres, como fueron las del Islam clásico, y abiertas a tantas conquistas y corrientes comerciales exteriores. La conversión hacía del esclavo un hombre libre, porque ningún musulmán podía ser sujeto a servidumbre, aunque continuara siendo liberto o cliente de su antiguo dueño. Por aquella vía, antiguos esclavos pudieron medrar en los medios urbanos y en el ejército, e incluso alcanzar el poder, como sucede con los eslavones en al-Andalus durante el siglo XI o con los mamelucos en Egipto, por citar dos ejemplos. La mayor parte de los esclavos eran de origen eslavo, turco o africano: hacia estos últimos (zany) había una mayor segregación racial y social, aunque no hubiera exclusiones tan marcadas como en otros sistemas sociales. La ley islámica tocaba también muchos puntos de Derecho civil, de familia, penal y procesal que han tenido amplia permanencia histórica. Apuntaremos algunos aspectos: la poligamia, hasta cuatro mujeres por varón, y el repudio de la mujer por el marido eran legales, lo que no quiere decir que fueran prácticas extendidas. El castigo de los principales delitos alcanzó un tratamiento homogéneo: los más graves, como eran la apostasía o el bandidismo, se penaban con la muerte y, en algunos casos, se permitía la venganza privada en delitos de sangre, aunque no se consideraban cosa propia de la piedad del musulmán. Se admitía, en otras ocasiones, la multa compensatoria, y se aplicaban también penas ejemplares, como la amputación de la mano derecha al ladrón. En otros casos el margen de actuación del juez era mayor, así como, en faltas menores o administrativas, el del almotacén (muhtasib) que actuaba dependiendo de él. Cosa diferente, discrecional y a menudo muy dula, era la fuerza aplicada para el mantenimiento del orden público y la represión de sus alteraciones, que corría a cargo de la guardia a las órdenes del poder político.

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