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Como indicamos anteriormente, contra la actitud positivista acrítica predominante desde mediados de siglo, aproximadamente, surgió una reacción que en los años noventa comenzó a adquirir peso en el ambiente intelectual europeo. Esta reacción supuso un cambio tan radical en la forma de pensar acerca del hombre y la sociedad que, por su profundidad y repercusiones, ha sido comparado con la revolución mental que tuvo lugar en Europa en el siglo XVI. H. Stuart Hughes ha señalado la dificultad de dar un nombre a esta nueva orientación del pensamiento. Denominaciones como neorromanticismo, irracionalismo, o antiintelectualismo son sólo parcialmente válidas; adecuadas en cuanto expresan la vuelta a la imaginación, o el desprecio por el razonamiento abstracto, alejado de la realidad; pero equivocadas en la medida que sugieren un distanciamiento del pensamiento ilustrado -de la corriente racionalista del pensamiento europeo- mucho mayor de lo que fue en realidad. Junto a otras cosas, el nuevo pensamiento tenía también una considerable dosis de abstracción, al mismo tiempo que contenía abundantes elementos críticos; sus impulsores, "lejos de ser " irracionalistas" se esforzaban por reivindicar los derechos de la investigación racional. Alarmados por la amenaza de un determinismo férreo, buscaron restituir a la mente libremente especulativa la dignidad de que había gozado un siglo antes". Entre los elementos afirmativos que caracterizan la nueva corriente, el mismo Hughes señala el interés por los problemas de la conciencia, y la motivación inconsciente, junto con el significado del tiempo y la duración en la vida humana, una nueva teoría del conocimiento en relación con las ciencias humanas o del espíritu, y una forma más realista de analizar la política, interesada no en las formulaciones teóricas, los mitos y las apariencias, sino en el ejercicio del poder, las elites y los partidos.

En definitiva, se pasó del estudio de lo evidente y objetivamente observable -cuya superficialidad e insuficiencia les parecían manifiestas- a otras esferas, íntimamente relacionadas con lo subjetivo, que requerían nuevos instrumentos de análisis. Son muchos los protagonistas de este viraje del pensamiento europeo, cuyo antecedente próximo es el romanticismo de comienzos del siglo XIX. Entre ellos, por su carácter pionero, es preciso señalar a Nietzsche, Durkheim y Freud. Los dos últimos continuaron trabajando y desarrollando su pensamiento en las primeras décadas del siglo XX, pero en su obra de finales del siglo XIX está ya el núcleo de lo que será su principal contribución a la historia intelectual europea. La revisión critica del marxismo, llevada a cabo por Bernstein, es también profundamente representativa de la nueva orientación intelectual. Friedrich Nietzsche fue el más importante e influyente crítico de la racionalidad y de la modernidad. Su principal fuente de inspiración fue el pensamiento de Schopenhauer -"bajo el intelecto consciente se encuentra la voluntad consciente o inconsciente, una fuera vital esforzada y persistente, una actividad espontánea"-, quien jugó un papel semejante en la biografía intelectual de Nietzsche al que Hegel había jugado en la de Marx. La realidad más profunda, aprendió Nietzsche de Schopenhauer, era una fuerza, un instinto oscuro e irracional, que impulsaba a vivir.

Sin embargo, las conclusiones del vitalista Nietszche fueron radicalmente distintas de las del pesimista Schopenhauer. Éste, muy influido por filosofías orientales, pensaba que el espíritu del mundo engañaba a los hombres para que lucharan, y que el filósofo, el hombre sabio y consciente, debía controlar ese instinto, reprimiendo el deseo y renunciando al juego de la vida. Por el contrario, para Nietzsche, lo que el hombre debía hacer era seguir, dejarse llevar por ese instinto. Su obra más importante, el poema filosófico Así habló Zaratustra (1883) -compuesto cuando contaba treinta y nueve años, cinco antes del último año lúcido de su vida- es una incitación apasionada a la búsqueda individual de los valores y el sentido de la vida. "Muertos están todos los dioses: ahora queremos que viva el superhombre". La causa principal de la decadencia tanto del hombre como de la sociedad, de la "aburrida mediocridad" presente, radicaba, sobre todo, según Nietzsche, en el desarrollo desmesurado de la razón a costa de la creatividad, que sólo tiene lugar con la espontaneidad del instinto o de la voluntad. El origen de la actitud racional predominante en la cultura occidental -afirmaría en su primera obra, El nacimiento de la tragedia (1872)- estaba en Sócrates, a quien cabía atribuir todos los males y no todos los bienes de la civilización europea, como habitualmente se afirmaba. Rechazó el cristianismo -"una religión de esclavos que niega la vida"- y la moral tradicional -"la especie más perniciosa de la ignorancia"-.

Nietzsche fue igualmente un crítico de la modernidad por todo aquello que valoró positivamente -la voluntad de poder, la alta cultura y la aristocracia- y por aquello que combatió -la burguesía, la nivelación política, social y cultural, y sus principales consecuencias, la democracia y el nacionalismo-. La voluntad de poder no era cuestión de mera fuerza bruta: de hecho consideraba las aspiraciones y los logros de artistas y filósofos como quintaesencia de ese impulso. Como ha señalado Arno Mayer, la visión del mundo de Nietzsche era socialdarwinista "de una forma. pesimista y brutal" porque, aunque rechazaba los sueños progresivos de la teoría evolucionista, consideraba el mundo como el escenario de un combate permanente, no sólo por la mera supervivencia, sino por la dominación creadora, la explotación y el sometimiento. Su admiración por la aristocracia le llevó a ensalzar al mismo tiempo la estética de la cultura aristocrática y la brutalidad de la política aristocrática de fuerza. Sentía un hondo desprecio por el hombre común, y nunca aceptó los costos que representaba la ascensión de la burguesía, los "filisteos", de quienes se burlaba implacablemente: los "filisteos, incluidos los judíos, formaban el núcleo de una nueva elite que intentaba desesperadamente encubrir la vulgaridad de sus orígenes y su aspecto". Las concesiones que, a su juicio, Richard Wagner hizo en Bayreuth a la vulgaridad de los "filisteos", le llevaron a criticar y apartarse del compositor a quien antes había venerado.

Contrario a la igualdad, criticó a Rousseau por haber infundido a la revolución "una moral y una doctrina de igualdad", que era "el más tóxico de los venenos". Con estos supuestos, es lógico que se manifestara contra la democracia, que representaba el "absurdo de los números y la superstición de las mayorías", y contra el socialismo que no tenía más virtud que la de mantener a los europeos viriles y belicosos. Su influencia política fue, intensa e, igual que ocurrió con Darwin, se ejerció en direcciones opuestas. El tono iconoclasta de su obra y la incitación a construir un mundo nuevo, despertó interés y simpatía por parte de la izquierda socialista y anarquista. Pero también, y de forma más duradera, la "derecha revolucionaria", se sintió atraída por el irracionalismo y el culto al heroísmo, contenidos especialmente en sus últimos escritos, los aforismos de La voluntad de poder, corregidos en sentido reaccionario por la hermana del filósofo. Hitler y los nazis le glorificaron posteriormente. Entre los escenarios de la vida intelectual europea de fin de siglo se ha destacado el lugar preeminente de Viena. El paso del "hombre racional" al "hombre psicológico", como Carl E. Schorske ha definido la coyuntura intelectual de los años 1890, encontró en la burguesía de la capital austríaca un perfecto caldo de cultivo. Allí la frustración política, el desplazamiento social, y una adaptación de la cultura estética y sensual aristocrática a los moldes individualistas y seculares burgueses, crearon un ambiente propicio para manifestaciones artísticas peculiares y para la introspección psicológica, para la Viena de Otto Wagner, Hugo von Hofmannsthal, Gustav Klimt, Oscar Kokoschka, Arnold Schönberg y Sigmund Freud.

La influencia ejercida por Sigmund Freud en las ideas de su tiempo fue extraordinaria, con difícil parangón en la historia, por su profundidad, su extensión y la rapidez con que se produjo. Como ha escrito R. Wollheim, "contradijo, y en algunos casos invirtió completamente, las opiniones dominantes sobre muchos de los temas de la existencia y la cultura humanas, tanto las del especialista como las del hombre de la calle. Hizo que la. gente pensara en sus apetitos y en sus poderes intelectuales, en el conocimiento de uno mismo y de sus autoengaños, en los fines de la vida y en las profundas pasiones del hombre, y también en sus deslices más íntimos y triviales, de un modo que hubiera parecido a generaciones anteriores escandaloso y, al mismo tiempo, necio". Freud vislumbró los fundamentos de lo que habría de ser el psicoanálisis durante los años 1885-1886, que pasó en París, a poco de terminar sus estudios de medicina, trabajando con enfermos de histeria, a las órdenes del doctor Jean Martin Charcot. Allí comprendió que las ideas, y no ningún defecto orgánico, podían ser la causa de la enfermedad, y que las palabras, cuando el enfermo habla de sus síntomas, pueden ser un medio curativo. De vuelta en Viena, terminó de perfilar su teoría, trabajando en su consulta, durante la siguiente década. En principio parecía que el acontecimiento traumático, origen de la enfermedad, había tenido lugar siempre en la infancia, entre los seis y los ocho años, y que era de tipo sexual.

De creer a sus pacientes, todos habrían sido objeto de abusos sexuales por sus padres. Freud no podía aceptar esto y orientó su investigación hacia la sexualidad infantil -una idea revolucionaria y tabú-. Llegó a la conclusión de que la causa de la enfermedad no eran los recuerdos, sino impulsos y deseos que estaban en el subconsciente, donde eran llevados por la represión. Ésta era, por tanto, la causa de la enfermedad: el subconsciente dominado por instintos sexuales reprimidos. La insistencia exclusiva en lo sexual provocó intensas críticas y la posterior separación de discípulos como A. Adler y C. Jung. Freud asumió de alguna forma estas críticas ocupándose, más adelante, de otros instintos, como el de la muerte. En otra fase de su investigación se ocupó no ya de lo reprimido, sino del agente represor, estableciendo una distinción entre el ello y el yo. Al final de su vida sus reflexiones se dirigieron más hacia la sociedad que hacia el individuo. Al considerar que a través de los sueños los hombres llegaban a realizar sus deseos reprimidos, Freud rechazó la idea, ampliamente aceptada en su época, sobre el carácter premonitorio de los sueños -es decir, su utilidad para conocer el futuro-. Por el contrario, afirmó su utilidad para conocer el pasado de un individuo, al ser "el verdadero camino para el conocimiento de las actividades inconscientes de la mente". Como ha escrito M. Biddiss, "Freud, igual que Darwin, a quien tanto admiraba, creó teorías susceptibles de una interpretación tosca (.

.) que parecen favorecer más la bestialidad que la dignidad del hombre. Precisamente por eso, es necesario subrayar que él nunca intentó reivindicar la irracionalidad (..) Estaba convencido, como Hume y Kant antes de él, que sólo después de desechar las ilusiones vanas y reconocer las necesarias limitaciones, el frágil pero indispensable instrumento de la razón podía ser usado y dignificado". En el campo de la sociología, Durkheim resulta representativo de la nueva orientación del pensamiento por el lugar central que lo subjetivo ocupa en toda su obra -y concretamente en sus primeras publicaciones: De la division du travail social (1893) y Les Regles de la méthode sociologique (1895)- tanto en lo relativo a la estructura social como al comportamiento individual; por la confianza en la posibilidad de mejorar nuestro conocimiento de la realidad, aunque destacara los límites de lo racional en la personalidad humana; y, finalmente, por su negación de la idea de progreso. Durkheim elaboró por primera vez el concepto de "psicología colectiva", destacando su importancia para la sociedad y para el individuo. La sociedad no es algo enteramente exterior al hombre, el escenario de la lucha por satisfacer unas necesidades personales cuyo origen es independiente del entorno social, como afirmaban los utilitaristas, representados en esta época especialmente por H. Spencer. Por el contrario, afirma Durkheim, la sociedad tiene una realidad sui generis, medio objetiva medio subjetiva, en la medida que es algo exterior al individuo pero que, al mismo tiempo, éste hace suya al interiorizar sus normas y valores fundamentales, condicionando así no sólo la forma de satisfacer sus necesidades personales, sino también la formulación de las mismas.

Igualmente Durkheim se opuso a la creencia utilitarista en el carácter armónico de todos los intereses individuales, sosteniendo que la cohesión social, lejos de ser un hecho natural, es un producto histórico, cultural, dependiente del grado en que los individuos hacen suyos los valores en que el sistema social se fundamenta. En Le Suicide (1897) Durkheim aplicó su teoría al análisis del acto individual del suicidio, señalando la importancia de los factores sociales en el mismo y en particular de la "anomie", la anomía un concepto elaborado por él y fundamental desde entonces para la sociología, que Talcott Parsons define como "aquel estado de un sistema social que hace que una determinada clase de miembros considere que el esfuerzo para conseguir el éxito carece de sentido, no porque le falten facultades u oportunidades para alcanzar lo que se desea, sino porque no tienen una definición clara de lo que es deseable". De forma similar a Freud, Durkheim señaló la importancia de lo inconsciente en el comportamiento individual -en su caso, de lo inconsciente que proviene del sistema social, las normas y valores que son interiorizados por cada persona-. También señaló la importancia de los sentimientos, como la solidaridad, el egoísmo o el altruismo. Pero ello no equivalía a adoptar posiciones irracionalistas: lo irracional era una componente más de la sociedad y del hombre, pero era susceptible de conocimiento y de un cierto control. Por último, Durkheim afirmaba que el desarrollo material no suponía un aumento de la felicidad de la mayor parte de la gente, sino todo lo contrario; las tasas de suicidio de una sociedad aumentaban al mismo tiempo que su grado de crecimiento económico.

Durkheim era un pesimista y un conservador que miraba atrás con cierta nostalgia, considerando que la disolución de los lazos sociales tradicionales, la libertad impuesta -el "hombre forzado a ser libre", según frase de Rousseau- era algo demasiado duro de soportar para muchos hombres y mujeres. La importancia intelectual de Eduard Bernstein no es, desde luego, comparable a la de Nietzsche, Freud o Durkheim. Su crítica del marxismo ortodoxo, sin embargo, refleja muy bien el nuevo estilo de la vida intelectual de los años 1890. Bernstein había sido editor, entre 1881 y 1890, del órgano oficial del partido socialdemócrata alemán, Der Sozialdemokrat (ilegal en Alemania desde la ley antisocialista de Bismarck) en Zurich y en Londres, ciudad donde vivió desde 1880 hasta su vuelta a Alemania en 1901. Había llegado al marxismo a mediados de los años setenta, especialmente por la influencia teórica de Engels, con quien más tarde habría de entablar una estrecha amistad en la capital británica, hasta el punto de llegar a ser nombrado albacea literario por éste. Entre 1896 y 1898, Bernstein publicó diversos artículos, e intervino en el congreso del partido de Stuttgart de este último año, exponiendo una serie de ideas recogidas de forma más amplia y sistemática en Los supuestos del socialismo y la tarea de la socialdemocracia (1899). En esta obra llevaba a cabo una crítica de la base teórica del marxismo y proponía un nuevo discurso para el partido socialdemócrata alemán.

La tesis fundamental de Bernstein era que la revolución -la destrucción del capitalismo- no sólo no estaba próxima, sino que no era previsible, y ello por tres razones básicas: 1) porque la economía capitalista gozaba de buena salud, e iba superando crisis cada vez de menor entidad, debidas sobre todo a falta de información; 2) porque la lucha de clases en lugar de agravarse se iba mitigando, debido tanto a la mejora de las condiciones de vida de la clase trabajadora por el aumento de los salarios reales y por el efecto positivo de la política reformista llevada a cabo por el Estado- como a la falta de homogeneidad de las clases; y 3) porque el Estado no era un instrumento represivo en manos de los poderosos, sino que cada vez respondía más al interés general. En consecuencia, Bernstein proponía que el partido de los socialistas alemanes abandonara el discurso catastrofista, acorde con la ortodoxia marxista, y adoptara no ya una política de reformas socialistas y democráticas, porque de hecho, esa era la política que venía siguiendo, sino una teoría acorde con la misma. Lo más destacado de la obra de Bernstein, para nuestro propósito, es el abandono de la base materialista del marxismo y la vuelta a Kant que supone. Bernstein analizaba con una metodología marxista, si se quiere -la atención al desarrollo social de acuerdo con la evolución económica- la situación de Alemania. Pero de sus conclusiones no se seguía un esquema cerrado como el del marxismo ortodoxo, un plan de la historia que era inevitable y que determinaba lo que eran actitudes progresistas o reaccionarias, en función del acuerdo o no con la dirección ineludible de los acontecimientos.

Dado que ésta no existía, era necesario encontrar otra justificación de los valores identificados con el socialismo: la justicia y la igualdad. Estos valores, concluía Bernstein, deben ser defendidos por razones éticas, porque creemos que son buenos en sí mismos, de acuerdo con una certeza que, según el dualismo kantiano, no procede del conocimiento del mundo de los fenómenos, del conocimiento científico de la historia, como afirmaba el marxismo, sino del mundo de la conciencia, de los sentimientos, del espíritu. Al defender esta raíz espiritual de los valores, independiente de las condiciones sociales, lo que el revisionismo venía a negar en el fondo era una de las claves del materialismo histórico: la afirmación de que los factores ideológicos no hacen más que reflejar las modificaciones producidas en la base económica de la sociedad. Las artes plásticas, en especial la pintura y la literatura, impulsaron y reflejaron de una forma muy intensa el nuevo papel que la imaginación y la subjetividad habían empezado a desempeñar nuevamente en la vida intelectual y artística. También la quiebra de la creencia en el progreso y, con ella, una actitud pesimista sobre la vida. La idea de decadencia alcanzó una amplia difusión y arraigo, especialmente en los países latinos, a fines de siglo. En este contexto, la generación del 98 en España -y en particular la obra de Miguel de Unamuno-, no son sino un reflejo, de extraordinaria calidad, de un fenómeno europeo. El debate intelectual de la época, en el campo particular de la historiografía, tiene particular interés no sólo por su influencia en el desarrollo posterior de esta disciplina, sino por el planteamiento de problemas básicos acerca del conocimiento.

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