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Datos principales


Desarrollo


Convulsa social y culturalmente como pocas, esta etapa conforma con el final del período anterior la edad de plata de la cultura española. Ahora se recogen algunos de los mejores logros de la generación del 98, que explican el buceo en los aspectos más ricos, recios y profundamente hispánicos de la tradición, a la par que se va despojando de las hojarascas realistas de la generación del 68. Todo ello enriquecido con los novedosos aportes que durante la Gran Guerra han tenido en España refugio y acogida, que se acentuará en la llamada socialización cultural y el experimentalismo de la generación del 27. Conscientes de estar sirviendo a una sociedad en transformación se depura y simplifica la tradición y se rechaza el modernismo por decadente, en aras de la limpieza formal, al tiempo que se bebe en los nuevos manantiales de la vanguardia internacional. En todo caso conviene siempre recordar que plásticamente el afán vanguardista tiene en el interior un impacto influyente, pero limitado. Las revisiones de las tendencias anteriores explican que en su análisis se puedan señalar las siguientes: a) Corriente catalana que se desdobla en dos maneras de lindes difusas: la que se inscribe en el mediterraneísmo y la que depura el realismo naturalista del período previo; b) Corriente castellana, más recia y preocupada en beber de la tradición depurada de inspiración noventayochista; c) Corrientes ligadas a focos menores que no pueden sustraerse a los anteriores, y d) Las figuras más ligadas a las vanguardias internacionales, con distintos grados de intensidad y compromiso según se desarrolle en el exterior o en el interior.

1. Corriente catalana. Está impregnada toda ella de la reacción antimodernismo delicuescente y propugna una vuelta a los valores de un clasicismo mediterraneísta. Conocido como noucentisme, deriva de tardosimbolismos depurados, con evidentes conexiones escultóricas y tradiciones propias. Sus sobrias maneras, incluso algo arcaizantes, que fueron difundidas por su teórico Eugenio D'Ors, terminaron por ceder a tentaciones art-decó, monumentalistas y eclécticas. Su figura más significativa fue José Clará (1878-1958). Formado en Francia e Italia, recogió la bandera mailloliana creando su prototipo humano sólido y macizo, que ejemplifica espléndidamente la "Bien plantada" de D'Ors y que no es ajena a su devoción griega. Pronto nos dejó piezas que romperían con los cánones del realismo y modernismo al uso (Cadencia o La Diosa, 1910; Voluntad, 1912) y entraban de lleno en gracia y eurritmia helénicas. Su obra mantuvo un nivel de altísima calidad hasta el final. En línea más delicada se mostró Enrique Casanovas (1882-1948). Alumno de Llimona, vivió luego en París hasta 1913, en contacto con las primeras vanguardias plásticas, que muestran en sus querencias a Maillol, Bernard o Despiau. Su obra mantuvo alientos mediterráneos tanto en el bulto redondo como en el relieve (Mujer de la Caracola, La Danza). En una revisión de los códigos orsianos, un grupo de artistas catalanes muestran una actitud menos complaciente con el noucentisme y plantean caminos hacia las vanguardias, el primitivismo o un mayor eclecticismo.

Así Juan Rebull (1899-1981) toma el aliento en Casanovas y lo combina con arcaísmos, para luego depurarlos hasta conseguir efectos clásicos y líricos (María Rosa, 1935), que unirá con toques vanguardistas tras su exilio parisino; mientras, Apeles Fenosa (1899-1988) arranca también del contacto con Casanovas para enlazar con los círculos parisinos que llevarán a su obra hacia un mayor primitivismo lírico; y José Granyer (1899-1983), discípulo de Rebull, se inserta en el art-decó y las corrientes geométricas, para decantarse luego, acaso como escape, hacia la ironía ingeniosa con la representación de animales en actitudes humanas. Las vetas del realismo ecléctico siguen siendo fecundas, como muestran los Oslé, Miguel y Luciano (1880-1951), con soluciones a lo Meunier o Rodin; Juan Borrell (1888-1951), individual y clásico al tiempo; Pedro Jou (1891-1964), artesano e imaginero con ecos noucentistas; José Viladomat, ecléctico y mailloliano; Inocencio Soriano y tantos otros. 2. Corriente castellana. Sin condicionantes exteriores ni débitos modernistas, estos artistas profundizan en la tradición y el realismo para buscar ángulos nuevos, sin concesiones, depurados e incardinados. Su pionero es, paradójicamente, un catalán, el malogrado Julio Antonio (1889-1919), que desde 1907 se arraiga en lo castellano con una serie soberbia, los Bustos de la Raza (María La Gitana, 1908; El ventero de Peñalsordo, 1909.

..), logrando ser popular y clásico. Luego ampliará su ciclo con obras de rigor helénico y aliento monumental (Héroes de Tarragona, 1911-16) y el mausoleo Lemonier, (1916-18) y nexos con los círculos catalanes (Venus mediterránea, 1914). La personalidad más rica en evolución y sugerencias es Victorio Macho (1887-1920). Se inserta como Julio Antonio en un precoz realismo expresivo y dramático de corte popular (El tuerto de Béjar, 1905, y Marinero vasco, 1916), para establecer luego volúmenes cada vez más sobrios (Monumentos a Pérez Galdós, 1918, 1924) y entroncar con un arcaísmo de raíz clásica (Monumento a Ramón y Cajal, 1925-26, Madrid; Sepulcro de Tomás Morales, 1922-23, Las Palmas). Su obra en el exilio americano, sin perder la galanura castellana y junto a espléndidos retratos, pecó en exceso de monumentalismo. En esa línea de sensibilidad con la tipología popular castellana ha de citarse también a Luis Marco Pérez (1896-1983), que entronca directamente con Julio Antonio (El alma de Castilla en el Silencio, 1921-22; Hombre de la Sierra, 1926). La inclusión aquí de Mateo Hernández (1884-1949) acaso sorprenda, pues desarrolló casi toda su obra en París, pero su producción se inserta en la simplificación volumétrica equilibrada de lo castellano, y sus raíces populares y artesanales fueron su mayor impulso. Su obra, realizada en talla directa de ébano y durísimas piedras, en condiciones de gran estrechez, hasta su éxito parisino de 1925, se circunscribe a retratos y animales, campo este último donde logra piezas inigualadas en el siglo XX (Pantera de Java, 1925; Águila Real, 1926).

La culminación del círculo castellano se logra con dos artistas que combinan las fórmulas más autóctonas con las inquietudes vanguardistas, tanto en lo plástico como en lo social: Emiliano Barral (1896-1936), de familia de canteros como Mateo Hernández, logro conectar con las soluciones de Julio Antonio y Macho (El arquitecto del acueducto; Segoviana, 1928; Zoe, 1928) y derivar en los años treinta hacia concepciones más neocubistas y expresivas (Monumento a Pablo Iglesias), y Francisco Pérez Mateo (1903-1936), buscador de nuevas vertientes para el realismo (Bañista, 1936), al tiempo que contacta con lo novedoso (Cabeza cubista, 1931). 3. La efervescencia regional. El clima político y sociocultural permite la aparición en muchas zonas de artistas que rompen arraigadas y adocenadas tradiciones locales, buscando aires renovadores, pero que las más de las veces han de proyectarse en Madrid, Barcelona e incluso fuera del país, para alcanzar reconocimiento. La escultura andaluza sigue produciendo artistas de transición con el período anterior, como Jacinto Higueras (1877-1954), que, deudor de Benlliure, consigue en ocasiones obras de gran verismo popular (Manijero andaluz) y contención religiosa (San Juan de Dios, 1920). Mayor capacidad de cambio muestra Mateo Inurria (1867-1924), que en los últimos años de su vida produjo obras excepcionales en limpieza de volúmenes y refinamiento, tanto en el desnudo femenino (Idolo eterno, 1915; Forma, 1920) como en lo monumental (Rosales, 1919-22; Gran Capitán, 1923).

En esta última pieza recurrió al busto del torero Lagartijo y a una bella combinación de materiales. Más versátil fue Juan Cristóbal (1898-1961), pronto radicado en Madrid, que supo combinar la rica herencia clasicista (Torso, 1917), con incursiones en el realismo castellano (El hombre sin ojos, 1917) y bellas cabezas, alguna monumental (P. Rico, I. Prieto, F. de Goya). En este último género se refugió tras la guerra manteniendo una gran calidad hasta su aparatosa obra final (El Cid, 1961, Burgos). Figuras de interés regional, pero de gran dignidad son Agustín Sánchez-Cid (1886-1955), autor del buen monumento a Montañés (1924, Sevilla), José Lafita, Antonio Illanes y Francisco Marco Díaz-Pintado. Extremadura es foco menor muy afecto de Sevilla y Madrid. Los nombres a recordar son Pedro de Torre Isunza (1892), apegado a Inurria en su serenidad final (Cabeza y Mujer) y toques efectistas; Gabino Amaya (1892-1979) en relación con el realismo renovador (El halconero), y Eulogio Blasco (1890-1960), más decorativo. En el País Vasco, donde no cuajó una tradición postmodernista (Valentín Dueñas), surge una corriente que, al socaire del caldo social, encuentra en lo popular y laboral un rico filón temático. Descartaremos a Quintín de Torre (1877-1966) que recoge el testigo obrerista de Meunier y convierte luego en síntesis de materiales y técnicas (Cargador de Bilbao); León Barrenechea (1892-?) que recrea piezas con deportes y costumbres populares (Layadores y Prueba de bueyes), y Moisés de Huerta (1881-1962), formado en Bilbao, Madrid y Roma, y quizá el más dotado, que pasó por todos los temas y técnicas, alcanzando sus mejores cotas en una tradición a la que imprime alientos clásicos (El salto de Leúcade, 1991; El pensador, 1930-36) y populares (Palankari, 1934).

Navarra ofrece una sola personalidad de interés, la de Fructuoso Orduna (1893-1973), que conecta con el realismo castellano (Roncalés, 1920) para encontrar, tras su viaje a Italia, en el clasicismo renovado su formulación más rica (Post nubila phoebus, 1922; Desnudo de mujer, 1936). La Rioja ofrece un extraordinario escultor, Daniel González (1893-1968). Buen artesano, se traslada a París en 1918 entrando en contacto con la vanguardia, que le orienta hacia una volumetría depurada cercana a Duchamp-Villon (La Italiana, 1924; Autorretrato). Enfermo desde 1935 su obra terminó lamentablemente entonces. Aragón muestra escasas figuras, resaltando José Bueno (1894-1957), que arranca del modernismo, para derivar a sobriedades volumétricas de cierto clasicismo (Monumento a la Fosa Común, 1919); Félix Burriel (1888-1976), que mezcla simbolismo y obrerismo, y el malogrado Ramón Acín (1888-1936) que con ingenio y experimentalidad busca soluciones racionales y constructivas. Galicia, agitada por un movimiento cultural pujante de corte nacionalista, busca en la temática y técnica populares su fermento renovador. El más denso de todos sus escultores fue Francisco Asorey (1889-1961) que, tras formarse en Cataluña, País Vasco y Madrid y pulsar allí amplios resortes, los sintetiza en bellísimas figuras donde la tradición popular e idealismo se entremezclan (Naiciña, 1922). En una línea de volúmenes más apretados y cierta caricatura social o temática popular, están José Eiroa y Santiago Rodríguez Bonome, mientras Francisco Vázquez Díaz se refugió en la temática animalística.

Asturias, en contraste con su pintura, no logró plasmar con garra ni la tradición artesana, ni la temática social al uso, quedando en una visión más folclorizada y académica que no impide aciertos. Así, Sebastián Miranda (1885-1975) quedó en gracioso autor de temas populares y costumbristas con algún toque expresivo (Retablo del mar, 1932), y Manuel Álvarez Laviada (1894-1957) derivó hacia inquietudes más intemporales de corte mailloliano y gracia art-decó (Dríades, 1930). La región valenciana, de fecunda tradición, se muestra activísima en todos los frentes, desde el conservadurismo benlluriresco, los ecos del noucentisme catalán y del realismo castellano, hasta las corrientes académicas y la revolución vanguardista. Su figura más rotunda, José Capuz (1884-1964), de familia de escultores, combinó los más variados influjos, para luego resumirlos en macizos volúmenes de arcaísmo mediterráneo (Torso, 1918), que culmina con su soberbio Monumento a Justino Florez (1931, Jaén), insólito en la tipología pública española. Combinando la academia, la imaginería y ciertos toques de vanguardia, Juan Adsuara (1891-1973), mostrará un bellísimo repertorio de sutiles volúmenes de corte clásico y gran elegancia, que no hacen olvidar sus débitos históricos (Maternidad, 1927). En línea más sensible al noucentisme, que ligará con art-decó y simbología helénica (Mujer tocando la flauta, 1933), está Vicente Beltrán (1896-1963), mientras en una vertiente más tradicional se mueven Ignacio Pinazo (1883-1970), con algunos buenos logros realistas (El alcalde de Benifaraig, 1924) y el eclecticista Juan Bautista Porcar.

Algunos escultores murcianos se vuelcan hacia una renovación formal. El más atrevido es José Planes (1891-1974), que arranca de la tradición y el realismo para reducir los volúmenes hacia esquemas quintaesenciados (Danzarina, 1931) y en su estela se moverá Juan González Moreno (1908) aunque más apegado a recuerdos mediterráneos. Canarias, alejada y sin tradición, conocerá con la insólita escuela Luján Pérez de Las Palmas (1918) una inspiración antinormativa que logrará sintetizar unos alientos autóctonos y populares. Los jóvenes creadores, con Eduardo Gregorio (1903-1974) a la cabeza, están preocupados tanto por lo artesanal e indigenista como por las orientaciones internacionales (Cabeza de campesina, 1929) y otro tanto muestran sus discípulos Plácido Fleitas y Miguel Márquez. Otros jóvenes -como Juan Márquez y Manuel Ramos-, logran estudiar en Francia y allí recogen la impronta de Bourdelle, lo neocubista y el art-decó, siendo el más sólido Francisco Borges Salas, que combinó a su maestro (Monumento a García Sanabria, 1936, Santa Cruz de Tenerife), con bellas síntesis populares. 4. En la escultura de vanguardia debemos distinguir la que se realiza en París, de gran protagonismo internacional y limitado efecto interior coetáneo, y la desarrollada en el interior, menos sistemática, azarosa, desprolija y a contracorriente, falta de ambiente propicio, pero de gran valentía. París, capital mundial del arte, es foco de atracción constante, y allí marchan muchos a beber en fuentes nuevas, aunque pocos la tuvieran como centro definitivo.

Amalgama de tendencias y artistas, especialmente expresionistas, cubistas y sus derivados, su impacto en el interior se apreciará tras la explosión surrealista. La figura sureña es Pablo Picasso (1881-1973) y su obra escultórica está intrínsecamente trabada en sus otras actividades plásticas. Sus primeras piezas están en las órbitas rodiniana, bourdelliana y expresionista (El arlequín, 1905). Los años 1905-07 significan el período primitivista con deudas a lo africano e ibérico, a partir de los cuales será frecuente que la escultura sea banco de experimentación para sus otras aventuras plásticas. Es la época de sus cabezas cubistas (Fernande Olivier, 1909), bellos juegos de planos y ritmos, que tanto influirán en autores como Gutfreund, Archipenko o Boccioni. A partir de 1912 realiza sus construcciones, correlato de la fase sintética de su cubismo, con incorporación de recursos tan libres como el papier collé, el collage, el assamblage (Bodegones y guitarras) y los juegos de volúmenes abiertos (El vaso de ajenjo, 1914). Tras una etapa de menor dedicación escultórica por la escénica, volverá con fuerza hacia 1927-28 al hilo de los impactos surrealistas, investigando en dibujos espaciales con materiales metálicos y esculturas metamórficas (Figura de mujer, 1928). En contacto con Julio González en Boulogue y Boisgeloup, se familiarizará con el hierro forjado y la soldadura, que pone al servicio de las asociaciones formales y matéricas del surrealismo (Mujer del follaje), al tiempo que crea cabezas con sólida estructura interna (Marie-Thérese Walter, 1932).

Con poca obra escultórica entre 1934 y 1940, reemprende luego su investigación tridimensional con piezas de gran tamaño y materiales diversos (Hombre del cordero, 1944), incorporando maniquíes y experimentando con cerámica. La culminación son las esculturas enciclopédicas donde perfecciona su técnica de assamblage (La cabra, 1950; Babuino con su cría, 1952) buscando similitudes de forma y textura. A partir de ese momento lo cromático recupera protagonismo, en combinación con la cerámica y las láminas metálicas plegadas. Estas piezas, junto a las realizadas en cemento, van a significar su última aventura escultórica, depurando recuerdos plásticos propios en gran formato (Chicago Civic Center, 1964; Sylvette). Picasso, con sus coetáneos Gargallo y González, son las cimas de una escultura de vanguardia e investigación en técnicas y materiales, en especial con hierro, convertido por obra de la industria en material símbolo. Pablo Gargallo (1881-1934), hijo de herrero, se forma en el caldo de cultivo modernista para pasar luego a lo noucentista (pastor, 1918). En contacto con los círculos parisinos desde 1911, se vuelca en la realización de máscaras y rostros en chapa metálica primitivistas e ingeniosas (Cabeza de napolitano, 1914) que derivan en expresividad y sátira (Faunos), a partir de las cuales mantendrá un doble vertiente, tradición e investigación matérica y espacialista, estudiando los juegos volumétricos y las posibilidades de definición espacial de los huecos.

Establecido en París con la Dictadura, su obra madura ofrece en la ver tiente tradicional los bellos desnudos noucentistas (Bañista, 1924; Academia 1933), los tipos populares rotundos (Aguadoras, 1925) y los toques clásicos (Atleta, 1934), pero será en la vertiente vanguardista donde deslumbre, explorando las posibilidades de la plancha metálica recortada a la que extrae un repertorio de matices que, partiendo de lo cubista, llega a lo expresivo (El profeta, 1933). Pocas veces la pugna masa-vacío alcanzó valores más densos sir perder la gracia art-decó, tanto en figuras completas (Antinoo, 1932) como en sus retratos, (Kiki de Montparnasse, 1928; Marc Chagall, 1932-33). De formación artesanal como Gargallo, Julio González (1876-1942) es el otro gran titán de la escultura española. Se inicia en la estética modernista de Barcelona marchando luego a París con su familia donde contacta con las vanguardias históricas. Introvertido, se refugia en obras menores y decorativas en las que va asimilando la vanguardia hasta que en 1927 explota con una serie de obras de calidad tal que se convierte en uno de los gigantes del siglo. Trabaja ahora en planchas recortadas de hierro y otros metales tratados artesanal (forjado, repujado) e industrialmente (soldadura). En contacto con Picasso y grupos abstractos, acentúa el carácter geométrico de su obra (El Túnel) que no excluye incursiones en tipos populares, en una dualidad que permite vincularlo una vez más a Gargallo.

Su obra final entre 1934 y 1941 en la que a los impulsos neocubistas une influjos de Magnelli, Pevsner o Hartung, le permite crear una obra de sincretismo vanguardista, donde coexisten el surrealismo expresivo (Gran Personaje de pie, 1943) hasta casi convertirse en abstracto (Hombres-cactus, 1939~40), con los naturalistas y populares en chapa recortada y soldada, cargados de expresividad dramática y social con ocasión de la Guerra Civil (Montserrat, 1936-37). Paradójico resulta tratar en la vanguardia parisina a Manolo Hugué (1873-1945) pues pocos años pasó allí, aunque nunca perdiera contacto, y pocas novedades temáticas y técnicas aportó, pero lo hizo con tal gracia y sincretismo plástico, que se le suele incluir entre quienes aportaron más en las primeras décadas del siglo. Vitalista y apasionado, nos dejó una obra grácil y sólida, nueva y clásica, realizada en terracota casi siempre, en la que priman los tipos populares, que pasan por todas las variantes de una época tan rica para Cataluña (Vendimiadora, 1913; Las dos catalanas, 1913; Mujer sentada, 1925). Más difícil de encasillar resulta José de Creeft (1884-1982) pues partiendo de una formación artesanal en Barcelona, la amplía en Madrid con Querol, para marchar a París en 1905, donde absorbe todas las tendencias, por lo que su obra es tremendamente sugerente, pero algo errática. Mezcla los indigenismos primitivos, con el organicismo y lo cicládico (Suzanne, 1921), helenismos y vanguardias (Cabeza helénica, 1932; Retrato del poeta Vallejo, 1926).

Su obra posterior en EE.UU. nos es poco conocida y parece reiterativa. El ciclo parisino termina ahora con la obra primeriza en clave surreal de Joan Miró (1893-1983), Oscar Domínguez (1906-1957) y Honorio García Condoy (1900-1953), merecedor de mayor atención crítica. Condoy, que vibró con Julio Antonio, se empapa luego en París de la tan querida depuración volumétrica y primitivista (Desnudo, 1927-29) buscando una elementalidad sutil, sin dejar de ser africano y manierista. Definir qué fue la vanguardia en el interior del país es tarea difícil, por las contradicciones constantes en que artistas y focos cayeron, ya que los ambientes poco facilitaban intercambios amplios, siendo sólo esporádicos y azarosos. Tuvo un fuerte aliento literario y las revistas se convirtieron en vehículo de agitación y ruptura. La corriente más presente es la que conecta con el surrealismo, ofreciendo vetas también lo neocubista y lo art-decó, sin que falten realismos expresivos. En Madrid destaca sobre todos Alberto Sánchez (1895-1962), la figura más profunda de esta vanguardia de corte surrealista, nada superficial ni efectista, que busca su inspiración en las esencias populares y orgánicas. Hijo de panadero, supo convertirse en líder del compromiso social y plástico tras la exposición de los artistas ibéricos (1925) y la creación de la Escuela de Vallecas (1926). Empezó con alientos neocubistas en contacto con Barradas, pero logró pronto captar las esencias y valores del mundo rural, al tiempo que se sensibilizaba ante lo surreal y constructivo, en técnicas y materiales.

Su obra culmina con el monumental encargo (12,5 m) para decorar el pabellón de la República en París (El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella, 1937), de la que hoy sólo se conserva el boceto. Profesor en la URSS de los niños evacuados, sólo al final de su vida recobraría calidades de su obra anterior, dándole ahora raíces rusas. Su obra es otra de las grandes mutilaciones que la guerra produjo. Cercano a Alberto, en ideología y plástica está Francisco Lasso (1904-1973) que fue incluso más allá buscando ritmos simbólicos, y que al igual que su maestro quedaría anulado tras la Guerra Civil, salvo alguna repetición tardía. La más compleja figura de la vanguardia interior fue Angel Ferrant (1891-1961), que tocó todos los registros de nuestra primera mitad de siglo tras estudiar y viajar por toda Europa. Influido primero por lo futurista, se pliega luego a lo africano y neocubista (Danzarina negra, 1927) así como a lo noucentista y art-decó (Mujeres en reposo, 1928). En los años treinta se integra en las vanguardias surrealista y geométrica, en contacto con ADLAN y los logicofobistas (1936). Su voz sería de las pocas que mantuvo, tras la guerra, la bandera vanguardista. El círculo madrileño tendrá algunos otros nombres renovadores como Cristino Mallo (1905-89) que tras breve paso por lo surreal, se volcará en sólidas soluciones a lo Pérez Mateo, y Eduardo Díaz Yepes, yerno y colaborador de Torres García y sus propuestas constructivas.

El foco catalán se aglutina en tomo a ADLAN (Amigos de Artes Nuevas) y se fecunda con contactos internacionales. Son representativos Leandre Cristofol (1908), con notables experiencias surreales y abstractas (Noche de lunas, 1935) a las que ha seguido fiel toda su vida; Eudald Serra (1911), que une al surrealismo orgánico unas posteriores depuraciones orientales, y la obra primeriza de Jaume Sans y Ramón Marinello. Agitada cultural y artísticamente, Valencia conoció bajo la República un activo grupo de artistas que unió revolución plástica y sociopolítica, desde Ricardo Boix (1904) y sus espléndidos relieves (Arqueros, 1927), pasando por Francisco Badía (1907), Antonio Ballester (1901) y Rafael Pérez Contel (1909) que buscó conciliar el círculo valenciano con el entorno de Ferrant y Alberto.

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