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ReligiosidadPlenitud

Desarrollo


Aunque no desempeñase ya el papel central que le había correspondido en época carolingia, ocupado ahora por la eucaristía o la penitencia, el bautismo seguía siendo la vía de acceso fundamental a la fe y a los otros sacramentos. Su teología destacaba la asociación del bautizado a los méritos de Cristo, así como su carácter objetivo. El sacramento, independientemente de la moralidad del sacerdote que lo administrara o de la voluntad del bautizado, constituía una marca indeleble (santo Tomás) que borraba la mancha del pecado original y otras faltas ulteriores. La figura del padrino servía en cualquier caso como garante de la adhesión del bautizado a la fe cristiana. Desde el punto de vista de la práctica sacramental, el rito predominante durante la Plena Edad Media fue ya el de la infusión, sustituyendo así al de la triple inmersión propia de los tiempos altomedievales. La fórmula pronunciada por el sacerdote se forjó de manera definitiva entre los pontificados de Alejandro II (muerto en 1181) y Gregorio IX (muerto en 1241), viéndose precedida por el scrutinium o examen del sacerdote al padrino. En cuanto a la edad de recepción, se abandonó también en esa época la costumbre de bautizar sólo con ocasión de ciertas fiestas solemnes (Pascua, Pentecostés, Epifanía, etc.), recibiéndose el sacramento en los días inmediatos al nacimiento. Sólo en el caso de que el bebé estuviese gravemente enfermo, la recepción del sacramento era inmediata al parto, y se practicaba entonces en el domicilio familiar, privilegio éste que correspondía también a los vástagos de la nobleza.

Conferida durante la Alta Edad Media en una ceremonia inmediata a la del bautismo, la confirmación se reafirmó ahora como sacramento independiente. Verdadero acceso a la madurez sobrenatural, la confirmación implicaba la recepción del don del Espíritu Santo. Los aspectos rituales de la confirmación eran sin duda más complejos que los del bautismo, debido a la superposición de ceremonias de origen diverso. Sólo los obispos estaban capacitados para conferir el sacramento, que constaba de una triple ceremonia: imposición de manos, unción con el santo crisma y recitado de una fórmula que se mantuvo invariable desde que, en el siglo X, fuera fijada en los "ordines romani". A fines del siglo XIII el obispo Durand de Mende añadió el rito de la pescozada en el carrillo, sin duda de origen caballeresco, aunque su uso no se generalizaría hasta fines del siglo XV. Desde el punto de vista práctico, las dificultades de comunicación y, sobre todo, la exclusividad de los obiispos en el oficio ministerial impidieron que este sacramento se generalizase realmente en los medios campesinos. Pronto, sin embargo, se alcanzó un consenso en relación con la edad a partir de la cual debía conferirse a los fieles. Así, el concilio de Colonia de 1280 señaló de manera definitiva los siete años como fecha idónea, abandonándose otras posturas -así los sínodos ingleses- que adelantaban el sacramento a los tres años. Con la recepción del sacramento, coincidente con el acceso al uso de razón (annus diserctionis) finalizaba también la etapa de irresponsabilidad del fiel. A partir de entonces el niño estaba obligado a distinguir entre bien y mal, y como cualquier otro cristiano, quedaba sometido a las obligaciones eclesiásticas generales. Comenzaba también entonces a nivel familiar la instrucción religiosa básica a cargo de padres y padrinos. El aprendizaje de los rudimentos de la fe, como el signo de la cruz, el recitado de los diez mandamientos y los siete pecados capitales, o el rezo común de oraciones como el Pater, el Credo y, a partir del siglo XIII, el Ave María, constituían el nivel de conocimientos exigido para esta etapa.

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