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Es a partir de la multiplicidad y riqueza de opciones de la arquitectura francesa, en la que los piranesianos que habían pasado por Roma cumplieron un papel decisivo, como comienzan a ensayarse no sólo nuevos tipos arquitectónicos, de mercados a hospitales o salas de fiestas y otros equipamientos, sino toda una nueva concepción de la arquitectura que unas veces al margen de la Revolución y otras comprometida con ella, ha necesitado de un término que asumiera las nuevas circunstancias políticas. El simple enunciado de este epígrafe plantea, sin duda, un problema historiográfico aún abierto. Kaufmann inauguró el debate en los años treinta hablando de arquitectos revolucionarios, que para él no eran otros que Boullée, Ledoux y Lequeu, y haciendo de la Revolución un problema más específicamente disciplinar que político. Sin embargo, esa hipótesis de trabajo ha sido sometida a recientes críticas, en un marco más amplio sobre las relaciones entre arte y política, entre arte y libertad, en las que ha podido plantearse la existencia de una arquitectura comprometida con la Revolución, aunque no necesariamente revolucionaria en términos compositivos, lingüísticos o tipológicos, pero siempre atenta a principios como los que llegara a definir el arquitecto Léon Dufourny (1754-1818) en 1794 y según los cuales los edificios de los particulares debían ser "simples como la virtud", reservándose la "magnificencia" para los "monumentos nacionales".

Es más, si en el Ancien Régime, los "pervertidos cortesanos rebosaban de lujo", hoy, sigue Dufourny, cuando todo ese "cortejo de la tiranía" ha desaparecido, "los artistas reservan su genio para los triunfos de la virtud. Los grandes monumentos deben producir grandes impresiones; los muros deben hablar; las consignas multiplicadas deben convertir nuestros Edificios en Libros de Moral... la Arquitectura debe regenerarse en la Geometría..''. Todo un programa arquitectónico y político que también está presente en Boullée y en Ledoux, aunque posiblemente sus posiciones ideológicas nunca fueron tan transparentes.Posiblemente sea Boullée el más célebre de los arquitectos revolucionarios: al arquitecto italiano Aldo Rossi le sirvió, a finales de los años sesenta del pasado siglo, para formular la idea de la pertinencia de un racionalismo exaltado, absolutamente disciplinar y antifuncionalista, incluso sus proyectos dibujados fueron usados a finales de los años ochenta del siglo pasado para hacer un proyecto de decorado para "Parade" de Erike Satie, pero es más conocida, sin duda, la película de Peter Greeneway, "The Belly of an Architect" (El Vientre del Arquitecto) que hizo definitivamente popular la arquitectura de Boullée.Etienne-Louis Boullée (1728-1799), autor de algunos edificios, muchos de ellos destruidos, elegantemente clasicistas, a la manera francesa, durante los años sesenta y setenta del siglo XVIII, como su Maison Alexandre, de 1763 o la reordenación y ornamentación del Hôtel d'Evreux, hoy palacio de l'Elysée, de 1774-1778, fue, sobre todo, un profesor y dibujante de arquitecturas con una enorme influencia en la arquitectura francesa de la segunda mitad del siglo XVIII.

Piénsese que desde la Academia de Arquitectura de París controlaba no sólo los concursos, sino también la actividad de los pensionados en Roma, así como desempeñó también una notable influencia en los procedimientos de dibujo y en los sistemas de representación usados en la formación de los ingenieros civiles franceses a través de la Ecole des Ponts et Chaussées.Fruto de esa compleja y rica experiencia dejó un tratado manuscrito sobre arquitectura y una serie de proyectos absolutamente decisivos para comprender la transformación del pensamiento arquitectónico y la modernidad de sus propuestas. El texto, titulado "Architecture. Essai sur l'art", redactado durante los años noventa del siglo XVIII, se abría con una piranesiana afirmación de principio: "Y yo también soy pintor". El abandono de la regla y el compás por el pincel no sólo fue un gesto pintoresco, sino que supuso un cambio decisivo en la forma de pensar la arquitectura, de representarla, de apropiarse de su figura e imagen, arrebatándosela a otros procedimientos tradicionales e incluso a la eficacia y al orden proyectual de los ingenieros. No es la construcción lo que interesa a Boullée, sino su concepción, su idea. Por eso es antivitruviano y es capaz de vislumbrar que la arquitectura se encuentra, en su época, en la aurora de su historia. Historia que muchos historiadores y arquitectos han creído ver en su plenitud en Le Corbusier y en la arquitectura del siglo XX, por eso se remontaron hasta Boullée para legitimar los orígenes de una nueva forma de pensar y hacer arquitectura.

Boullée, con sus textos y proyectos, hizo poesía con la arquitectura, la buscó en sus proyectos y midió sus efectos en función de la forma y figura de sus objetos. No era la utilidad o la construcción lo que hacía posible la arquitectura, sino, según Boullée, la forma de los edificios, su escala (ese insistente proyectar en grande, megalómanamente), la perfección de las figuras geométricas que permitían su existencia, de tal forma que en su claridad, rotundidad y simplicidad pudiesen conmover, emocionar, educar... Es más, quiso que la arquitectura fuese monumental, que fuese funcional cívica y moralmente, vinculándola al silencio, a las sombras, a la Naturaleza, a la Razón, al valor de lo infinito. Por eso no fue clásico ni neoclásico, sino que redujo la arquitectura a sus formas originarias, al cubo, a la pirámide, a la esfera y la llenó de sombras y luces. La iluminó o la oscureció según debiera el edificio anunciar alegría o tristeza.No fueron Grecia ni Roma, Paestum o Vitruvio, los que pudieran responder de sus proyectos, sino la idea de una arquitectura originaria, primera, universal, arquetípica. Una arquitectura que sólo parecía posible "poniendo en obra la Naturaleza", como él decía en su tratado. Una arquitectura que, por esos motivos, él quería "parlante y con carácter", pero no se trata ya de hablar con las palabras del clasicismo o la arqueología, sino con la geometría, con la figura, con la dimensión, con la luz y con la sombra: se trataba, para Boullée, de "hacer lo que la poesía no puede sino describir".

Por eso inventó, y lo escribía orgulloso, la arquitectura de las sombras y la Arquitectura "ensevelie" (enterrada), y las hizo secundar sus pirámides, sus conos, sus metáforas babélicas, sus cubos, sus esferas, sus muros casi siempre desnudos, para que la luz o las sombras pudiesen resbalar por ellos, y los convirtió en monumentos: palacios, cárceles, puertas de ciudad, edificios conmemorativos, cenotafios, templos, etc. y los aumentó de escala, dotando de carácter urbano a un solo edificio.Pirámides y esferas semienterradas, sombríamente iluminadas, casi absolutamente despojadas, constituyen los versos habituales de la poesía arquitectónica de Boullée. Así, dibujó con sombras las sombras, construyó el vacío, lo infinito, incluso con su célebre Cenotafio a Newton, pretendió, como él mismo señalara, construir "la luz de una noche pura". Su defensa de la especificidad de la arquitectura, atenta, no a la tradición, sino a la Naturaleza y a la Razón, a la Poesía, a sus sublimes dimensiones, que hacen parlante, elocuente, un proyecto, permitieron a Boullée encerrar revolucionariamente su idea de la arquitectura en el papel. Papel que como hojas volanderas o pasquines acompañaron no sólo la arquitectura de la Revolución Francesa sino toda la arquitectura moderna. Ni clásica, ni neoclásica, ni romántica, la arquitectura pensada y dibujada de Boullée no puede ser atrapada por esos calificativos y, en todo caso, se presenta como una máquina imperfecta que reivindica su autonomía frente a la técnica, la industria y los programas políticos y de equipamientos que caracterizarán la arquitectura del siglo XIX.

Es ese aparente sustraerse al tiempo, a la historia, lo que convierte sus monumentos en profundamente históricos.Si Boullée pudo comprometerse con el poder revolucionario, Claude-Nicolas Ledoux (1736-1806), el otro gran arquitecto del periodo, siempre anduvo distante, incluso sufrió prisión en un edificio reformado por el primero. Un contemporáneo de ambos arquitectos, representante del antirracionalismo latente entre los dos siglos, Charles-François Viel de Saint-Maux reprochaba, en 1800, a Ledoux el carácter ruinoso de sus edificios y a Boullée su "imaginación vagabunda y desordenada". Sin embargo, Ledoux, como el venerable profesor Boullée, fue, sin duda, un arquitecto de éxito, al menos antes de la Revolución de 1789 y, durante el periodo revolucionario, dedicó su esfuerzo a preparar un ambicioso y deslumbrante tratado que publicaría en 1804 con el título de "L'Architecture considerée sous le rapport de l´Art, des Moeurs et de la Législation". Un tratado que era, en cierta medida, autobiográfico, ya que en él eran comentados sus propios proyectos, construidos o no, y que, en opinión de Viel de Saint-Maux, constituyeron "una verdadera revolución en la ordenación de los edificios".Formado, como tantos otros arquitectos franceses de la época con el clasicista y académico Jacques-François Blondel, aunque también con el griego Leroy, durante los años sesenta y setenta construyó varios hoteles y reformó otros, como el Hôtel d'Hallwyl, de 1766, el Hôtel d'Uzés, de 1768, el Hôtel de Montmorency, de 1769, en París, o el Château de Bénouville, del año siguiente, cerca de Caen, y todos de un elegante clasicismo, a medio camino entre la tradición paladiana y la tradición nacional francesa.

Sin embargo Ledoux, entre esos años y los de la Revolución no sólo introdujo novedades teóricas o compositivas, sino que tuvo la oportunidad, rara entre sus contemporáneos, de ensayar la eficacia de sus ideas en numerosos edificios que parecen recorrer todo el repertorio tipológico de la arquitectura. De este modo, proyectó y construyó palacios y hoteles, puentes, casas particulares, incluso edificios de habitación, teatros, como el de Besançon, de 1779, edificios industriales, bibliotecas, cárceles, palacios de justicia, pontazgos para la recaudación de impuestos y, además, imaginó nuevas arquitecturas parlantes. Proyectos que le permitieron participar de una forma muy significativa en todo el debate de la arquitectura llamada neoclásica, aunque no para someterse al dictado de lo antiguo, sino para usar sus recursos, y los de Palladio y Piranesi, como confirman su Hôtel Guimard, de 1770, el Pabellón del Château de Louveciennes, construido para Madame du Barry en 1771, o el Hôtel de Thélusson, de 1778, en una revolucionaria idea de la composición, de los lenguajes y de la función social de la arquitectura.Ledoux, con sus arquitecturas y con su tratado, del que sólo publicó el volumen ya citado y que ha ido progresivamente completándose, se situó en el límite del clasicismo, lo desordenó y lo recompuso geométrica y poéticamente. Es decir, produjo inquietantes arquitecturas simbólicas, sublimes, en el sentido en el que formuló este concepto Edmund Burke en su "A Philosophical Enquiry into the Origin of our Ideas of the Sublime and Beautiful", publicado en 1757, que fue traducido al francés en 1765.

Para Ledoux lo "sublime artificial" de Burke podía convertirse en lo "sublime público". Pero, ciertamente, sus ideas fueron precisadas en sus edificios, en sus proyectos no construidos y, sobre todo, en su tratado, en el que su texto parece a veces independizarse de las imágenes que representan sus proyectos, oscilante entre la razón y la poesía. Vitruvio no servía, como tampoco la tradición clasicista o académica, para comentar sus proyectos y, por eso, se vio obligado a inventar un lenguaje que fuera capaz no de describir los edificios, sino de acompañarlos metafóricamente, exaltando los efectos y los sentimientos que aquellas figuraciones de lo arquitectónico podían producir, casi una guía para enfrentarse a una arquitectura contradictoriamente moderna, posiblemente la única oportunidad que el clasicismo tenía de perpetuar su valor, sustituyendo las reglas y normas por la tensión compositiva de los volúmenes y de los espacios, a los que se someten las palabras de un vocabulario conocido, incluidos los órdenes, pero cuyo sonido y significado ya no podían ser los mismos.Una arquitectura, la de Ledoux, que no es clásica ni participa de las modernas tendencias que la conducen hacia la geometrización, matematización y reproductibilidad del proyecto. Al contrario, son los sentimientos los que parecen dar la razón última al carácter simbólico, elocuente, parlante, de los perfectos volúmenes de sus proyectos, ya se trate de cubos, esferas, pirámides, cilindros o conos, ya que, para él, lo necesario era saber "leer en el círculo inmenso de los afectos humanos".

Se trataba, por tanto, de hacer y pensar una arquitectura que hablase y emocionase, casi como la había teorizado Le Camus de Mézieres en su "Le génie de l'architecture, ou de l'analogie de cet art avec nos sensations", publicado en París, en 1780. El arquitecto, según Ledoux, debía situar "en el gran libro de las pasiones, la variedad de sus temas". Temas que ya no eran el sistema de los órdenes, ni los nuevos descubrimientos arqueológicos, ni las tipologías tradicionales, sino la variedad de los tipos humanos, de las costumbres y de la legislación, tal como rezaba en el título de su tratado.Los experimentos tipológicos, la insubordinación de las partes ya nunca más jerarquizadas, la alteración de las escalas, el antropomorfismo no proporcional sino psicológico de las fachadas e incluso de algunas plantas, la alegoría y los símbolos son absolutamente decisivos en la arquitectura parlante de Ledoux. Y todo eso no sólo lo construyó, sino que lo describió y dibujó en su tratado haciéndolo formar parte de una ciudad ideal que, en realidad podía leerse como una utopía o como un dispositivo real e histórico. De hecho, el texto es una suerte de viaje iniciático a una ciudad industrial parcialmente construida por Ledoux en los años setenta del siglo XVIII y que en el tratado aspira a la metáfora. La ciudad del Antiguo Régimen se transforma, en el tratado, en una "gota de agua" transparente depositada en el territorio.La ciudad industrial de Chaux, dedicada a la producción de sal en las salinas de Arc-et-Senans, en el Franco Condado, fue comenzada, después de unos proyectos previos, a mediados de los años setenta.

En forma semicircular, Ledoux dispuso en ese recinto las fábricas de producción, la casa central del director, las de los trabajadores y otros equipamientos. La ciudad es, como toda su obra, inquietantemente tradicional y moderna, simbólica y productiva. La forma parece inspirada en las recomendaciones vitruvianas sobre cómo trazar la morfología y las calles de la ciudad atendiendo a la dirección de los vientos y, a la vez, en la forma del teatro romano, descrito por el mismo Vitruvio. La entrada, en el eje axial compositivo de la planta, constituía el cuerpo de guardia, con un pórtico de seis columnas dóricas, sin basa, casi como era preceptivo en la época, pero sin estrías, convirtiendo esa desnudez en una metáfora de la simplicidad. El pórtico, sin duda influido por los Propíleos de la Acrópolis de Atenas reproducidos por Leroy, daba acceso a una suerte de gruta artificial, característica en los jardines desde el Renacimiento, con una serie de urnas de las que brota esculpida la salmuera de la salina, alusión literal al destino y función del edificio. Pero la gruta y el dórico griego podían leerse también en clave teórica, haciendo alusión al origen natural, mineral, de la arquitectura, que muchos arquitectos y teóricos defendieron frente al mito, vitruviano y racionalista a la manera de Laugier, de la cabaña primitiva de madera como origen de aquélla, además, de la lectura simbólica de carácter masónico atribuible a la presencia de la gruta, comienzo de un itinerario iniciático que habría de culminar en la casa-templo del director de las salinas.

Esa casa, junto con los pabellones laterales de la fábrica, formaba la escena de este teatro simbólico que Ledoux quiso convertir en utopía, cuando en realidad presentaba una de las disposiciones más sutiles y eficaces del ejercicio del poder del Antiguo Régimen.La casa-templo del director, con un emblemático orden dórico rústico, almohadillado y con basa ática, aparece dispuesta como punto focal de toda la ciudad y como lugar privilegiado de observación, como lugar de mirada vigilante, para que todo funcionase con precisión, además de contener un templo iluminado por una luz cenital y es que, para Ledoux, la arquitectura era, precisamente eso, luz. El espectáculo arquitectónico de Chaux presenta diferentes niveles de lectura, ya sea arquitectónica, política o simbólica, como casi toda su arquitectura. Cuando en su tratado quiso hacer de esa ciudad una ciudad ideal, sencillamente la duplicó, dando lugar a una forma elíptica que para el arquitecto no era sino una figuración geométrica del trayecto del sol, fuente originaria de la arquitectura, como demostró en uno de los más célebres grabados de su tratado, L'abri du pauvre, cuya primitiva vivienda no era sino el firmamento. Transparencia de la arquitectura, y del poder, unas veces metafórica, como las columnas que como vigilantes cuidan de la producción, otras literal, como es el ejercicio de la vigilancia. Michel Foucault entendió que la ciudad de Chaux constituía una anticipación del Panóptico de Jeremy Bentham, que desde la década de los años noventa se convertiría en el modelo tipológico más afortunado de las cárceles y hospitales de Europa y América durante el siglo XIX.

Para la ciudad ideal de Chaux, Ledoux había previsto un complejo repertorio de equipamientos y viviendas en los que ensayó un nuevo lenguaje arquitectónico, desprendiéndose de la historia y de la tradición y exaltando su idea de una arquitectura pura, atenta a la perfección de los volúmenes, esferas, cubos o pirámides que, sin embargo, no cumplen funciones exclusivamente simbólicas o conmemorativas, sino que, democratizándolos, disminuyendo sus dimensiones, se convierten en humildes viviendas, haciendo elocuentes los trabajos y funciones desempeñados por sus ocupantes, como el piramidal taller de leñadores, la esférica casa de los guardas, la cilíndrica casa de los guardas del río, la fálica planta de la casa de educación sexual u Oikema y así edificios y tipos arquitectónicos para todas las actividades y profesiones. La arquitectura funcional y utilitaria proporciona, en manos de Ledoux, emociones y sentimientos. El manejo desinhibido de las formas y de los lenguajes, de las luces y sombras, de composiciones que aspiran a la quietud son, sin embargo, producto de una insólita manipulación de fragmentos reconocibles; esto convirtió a Ledoux en un arquitecto a la vez "terrible", "revolucionario" y "metafísico" como alcanzaron a definirlo sus contemporáneos. Se trata de procedimientos que este defensor de la arquitectura pura y autónoma llevaría a la experimentación más radical en las más de sesenta Barrières o portazgos, para el control fiscal y económico, que construyó en el perímetro de la ciudad de París, entre 1784 y 1789, cuyo carácter impositivo, verdaderos dispositivos funcionales del poder, fue pronto revelado por la Revolución.

La lección de Ledoux, a medio camino entre la revolución y la arquitectura, acabaría sirviendo para legitimar su modernidad con independencia de la historia e incluso sirvió como modelo privilegiado para Le Corbusier y el Movimiento Moderno, como alcanzara a definir el canónico y discutido estudio de E. Kaufmann, "De Ledoux a Le Corbusier", publicado en 1932.El tercero de los llamados arquitectos revolucionarios por Kaufmann es también el más extraño, incluso algún historiador ha llegado a hablar del caso Lequeu. En efecto, Jean-Jacques Lequeu (1751-1825), arquitecto, discípulo de Soufflot y de Leroy, dibujante de pesadillas y sueños, apasionado por lo irregular y lo asimétrico, inventor de una nueva iconografía arquitectónica, con estrechas relaciones con la masonería, como tantos arquitectos franceses de la época, no fue arquitecto en sentido estricto, sino más bien un comentarista satírico y pornográfico de los lenguajes arquitectónicos, no muy distante del marqués de Sade; incluso hay quien ha afirmado que se trataba de un impostor, hasta el punto de no resultar desdeñable la idea de su no existencia o que tras su nombre se ocultasen varios arquitectos, o ninguno. Sea como fuere, de Kaufmann a Dubois, de Guillerme a Vidler, es habitual tomar en serio sus bromas dibujadas que, más que anticipaciones de fenómenos históricos posteriores, hay que entenderlas en su historicidad como síntomas de un profundo cambio conceptual con respecto a la forma y lenguajes de la arquitectura.

En ellas, los proyectos son, más que arquitectura, imágenes, bricolages de signos herméticos y neuróticos, como puede comprobarse, además por sus numerosos y particulares autorretratos. Funcionario del catastro y cartógrafo, sus cuidados dibujos de arquitectura, con gestos intencionados de "mal gusto", según observación de Guillerme (incluso cuando firmaba sus dibujos lo hacía alterando frecuentemente su apellido, convirtiéndolo, entre otros significados paradójicos, en la queue (el rabo) o le queux (el cocinero), recorren y abren todas las posibilidades figurativas de la arquitectura). No es extraño que, en ese sentido, sus representaciones y fantasías aparezcan con frecuencia tratadas como si de pinturas o retratos de arquitecturas se tratara, renunciando casi siempre a la planta: sólo fachadas y secciones ortogonales o perspectivas le sirven para formular su galería de variaciones arquitectónicas en las que el gótico, lo egipcio, la tradición clásica, lo chino, lo asimétrico, la revolución y la reacción, los cambios de escala, la ironía figurativa y todas las asimetrías y heterodoxias posibles, tienen cabida.Pero durante la Revolución, el Directorio y el Imperio de Napoleón Bonaparte, las lecciones de Boullée y de Ledoux sirvieron, sobre todo, para ocupar un vacío figurativo que, sin duda, el nuevo poder político reclamaba. Aunque muchos arquitectos comprometidos con la Revolución intentaron dotar de un lenguaje y de una iconografía arquitectónica a la nueva situación, lo cierto es que en muchas ocasiones las novedades sólo parecían figurativas, mientras que la revolución arquitectónica podía ser descubierta en las propuestas de Boullée o de Ledoux, incluso planteamientos más eficaces procedieron de otros ámbitos ligados a la cultura científica y técnica, especialmente a través de la Ecole Polytechnique o de la Ecole des Ponts et Chaussées, sin olvidar la tradición arquitectónica de los ingenieros.

En efecto, para la cultura arquitectónica en torno a 1800 y buena parte del siglo XIX, tuvieron una importancia fundamental tanto las nuevas aportaciones del racionalismo pendiente de la arquitectura como construcción, especialmente a través de Jean Rondelet (1743-1829), discípulo de Soufflot y autor de la terminación de Sainte-Geneviéve, que escribió uno de los tratados de construcción más importantes de la época, el "Traité théorique et pratique de l'art de batir", París, 1802-1817, como la racionalidad compositiva y geometrización del diseño propuesta en sus tratados, posiblemente los más influyentes del siglo XIX, por Jean Nicolas-Louis Durand (1760-1834), discípulo de Leroy y Boullée (piénsese que, en los años cuarenta del Ochocientos, Charles Garnier, arquitecto de la Opera de París, juró "odio" al racionalismo gótico de Eugéne Viollet-le-Duc (1814-1879) sobre un tratado de Durand).No carece de significación el hecho de que los maestros de Durand hayan sido dos de los más importantes profesores y arquitectos del siglo XVIII como Leroy y Boullée. Si el primero orientó su actividad hacia la historia, el segundo lo hizo hacia la razón y la poesía. Con semejantes puntos de partida, Durand llegó a la abstracción y propuso modelos que constituían un procedimiento metodológico para componer, fácilmente reproducibles y basados no en la autoridad de la historia, sino en su matematización, en su economía de gestos gráficos.

De hecho las obras más conocidas de Durand, el "Recueil et paralléle des édifices en tous genres", París, 1799-1801 y el "Précis des Leçons d'architecture données á L'Ecole Polytechniqué", París, 1802-1805, tienen su diccionario secreto en los concursos del Grand Prix de Roma, en los proyectos de Boullée y en las piranesianas obras, ya mencionadas, de M. J. Peyre.Durand se oponía, de esta forma, a las ideas de Laugier sobre el carácter imitativo de la arquitectura y buscaba la regularización de los procedimientos compositivos como argumento último de la historia. Su idea de la misma estaba atravesada por la prioridad que otorgaba a los materiales de construcción, a las costumbres y tradiciones constructivas y a una defensa a ultranza de la simplicidad, casi una "estética de la precisión", como la ha denominado Szambien, para proyectar edificios. Una estética que atiende, sobre todo, a la conveniencia y a la economía, la primera para responder de los datos técnicos del edificio, la segunda para mantener como principios de la composición los valores de la simetría, la regularidad y la simplicidad y, ambas, expresables en las tramas geométricas cuadriculadas y ortogonales del plano. Si Boullée compuso la arquitectura en términos figurativos, Durand lo hizo en términos planimétricos y combinatorios. A partir de ahí, de la bondad de la planta, el edificio se puede vestir con cualquier atributo: Durand ideó la garantía de corrección de los historicismos y eclecticismos del siglo XIX, incluso los hizo posibles como arquitectura.

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