La muerte llegaba del cielo
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Datos principales
Desarrollo
El progreso tecnológico alcanzado a partir del siglo décimo repercutió enseguida en el arte militar. Muchas máquinas de asedio fueron concebidas y experimentadas por toda Europa, en una época en la que las ciudades, sobre todo las italianas, vivían en continuo conflicto. La mayoría de estas máquinas encontró su inspiración en los tratados bélicos que procedían del ocaso imperial romano, pero incluso las que fueron invención del Medievo tenían antecedentes lejanos. Por ejemplo, fueron muy usadas catapultas y ballestas, máquinas de lanzamiento, basadas en la palanca, bien conocidas en la Antigüedad. De origen antiguo era la "tortuga", una especie de techo móvil blindado, cuya finalidad era proteger a los soldados que atacaban las murallas; fueron empleadas en el 1159 por el ejército del emperador Federico I durante el asedio de Crema. Muy abundantes fueron las torres de madera -a veces revestidas de pieles- desde las que los sitiadores podían lanzar proyectiles de todo tipo contra la fortaleza asediada o penetrar en ella mediante apropiados puentes. En las torres, a veces, fueron atados prisioneros para que sirvieran de escudos humanos, en la esperanza de que los asediados no se atrevieran a defenderse para evitar la muerte de sus compañeros; esperanza a menudo vana, como ocurrió durante el asedio de Brescia por Federico II en 1238. Más innovadora fue la aparición, en 1160, de unos carros creados por el ejército de la ciudad de Milán contra las huestes de Federico I.
Estas máquinas de madera, de forma cónica, eran arrastradas por caballos o bueyes y armadas por dos filas de guadañas -emplazadas sobre los lados, como si se tratase de los remos de una nave- manejadas por soldados protegidos en el interior; su objetivo era perforar las filas de la infantería enemiga, como si surcaran las aguas. La impresionante visión de estos "carros armados" indujo al emperador a retirarse. No debían ser muy eficaces, pues su empleo no se generalizó. Más importante, pues permitió un notable progreso en la construcción de máquinas de lanzamiento, fue el mecanismo de contrapeso, puesto a punto en la segunda mitad del siglo XII. Gracias a él funcionaba el trabuco, especie de honda de grandes dimensiones dotada de palanca y cuya potencia era aumentada con la colocación de dos contrapesos. Estas máquinas podían arrojar proyectiles de piedra de hasta trescientos kilos y su fuerza destructiva era tan conocida que, en más de un caso, bastó con la amenaza de su empleo para rendir a los asediados. A pesar de que sus lanzamientos podían ser muy precisos, generalmente no eran utilizados para abrir brechas en las murallas, que por otra parte tenían una resistencia considerable; principalmente se las empleaba para dañar los edificios de las ciudades asediadas, en las que causaban un fuerte trauma psicológico al sitiado, golpeado día y noche y sin poder prever dónde caería el siguiente pedrusco llovido del cielo... El tiro no se concentraba sobre un punto específico, sino que se dirigía sobre toda la extensión del blanco, sugiriendo tras cada destrucción la conveniencia de rendirse. Las máquinas de guerra medievales solían construirse con rapidez sobre el propio campo de batalla, utilizadas y después desmontadas; si estaban dañadas se las quemaba para evitar que el secreto de su tecnología cayese en manos enemigas.
Estas máquinas de madera, de forma cónica, eran arrastradas por caballos o bueyes y armadas por dos filas de guadañas -emplazadas sobre los lados, como si se tratase de los remos de una nave- manejadas por soldados protegidos en el interior; su objetivo era perforar las filas de la infantería enemiga, como si surcaran las aguas. La impresionante visión de estos "carros armados" indujo al emperador a retirarse. No debían ser muy eficaces, pues su empleo no se generalizó. Más importante, pues permitió un notable progreso en la construcción de máquinas de lanzamiento, fue el mecanismo de contrapeso, puesto a punto en la segunda mitad del siglo XII. Gracias a él funcionaba el trabuco, especie de honda de grandes dimensiones dotada de palanca y cuya potencia era aumentada con la colocación de dos contrapesos. Estas máquinas podían arrojar proyectiles de piedra de hasta trescientos kilos y su fuerza destructiva era tan conocida que, en más de un caso, bastó con la amenaza de su empleo para rendir a los asediados. A pesar de que sus lanzamientos podían ser muy precisos, generalmente no eran utilizados para abrir brechas en las murallas, que por otra parte tenían una resistencia considerable; principalmente se las empleaba para dañar los edificios de las ciudades asediadas, en las que causaban un fuerte trauma psicológico al sitiado, golpeado día y noche y sin poder prever dónde caería el siguiente pedrusco llovido del cielo... El tiro no se concentraba sobre un punto específico, sino que se dirigía sobre toda la extensión del blanco, sugiriendo tras cada destrucción la conveniencia de rendirse. Las máquinas de guerra medievales solían construirse con rapidez sobre el propio campo de batalla, utilizadas y después desmontadas; si estaban dañadas se las quemaba para evitar que el secreto de su tecnología cayese en manos enemigas.