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Rango

tartésico

Desarrollo


Tartessos es un nombre cargado de resonancias históricas, tanto si se presta oído al eco que tuvo en la misma Antigüedad, cuanto -o más- si la atención se ciñe a la animada polémica que viene suscitando en nuestro tiempo, entre historiadores y arqueólogos, y desde hace no pocos años. El hispanista alemán Adolfo Schulten, responsable principal de una particular agitación por lo tartésico a comienzos del siglo XX, dejó en su testamento científico la encomienda inaplazable de desenterrar Tartessos. Y así se ha hecho, aunque no como él imaginaba, ni sólo en el lugar donde sus pesquisas le llevaron a hurgar en busca de la mítica ciudad perdida, como una Atlántida orteguiana: en el Coto de Doñana. Sí es un hecho que en el último medio siglo se ha puesto cerco al problema histórico de Tartessos con una intensa y fructífera investigación arqueológica, con el trasfondo de una mirada -todo lo atenta que ha sido menester- a los datos lingüísticos y a los textos antiguos, interpretables de mejor manera a partir de las nuevas referencias. Los muchos problemas que se aprietan en la cuestión tartésica no están, ni mucho menos, resueltos; pero en el estado actual de la investigación pueden proponerse líneas básicas de los procesos culturales e históricos, en las que asentar con bastante firmeza la realidad histórica y cultural de Tartessos. Ha gozado de mucha aceptación la hipótesis que veía en Tartessos el fruto de una evolución milenaria enraizada, al menos, en el Calcolítico, la época en que, por buena parte del Mediodía peninsular, brillaron las primeras culturas del metal; grandes sepulturas colectivas de cámara y recios poblados amurallados -como los de Zambujal, junto a Lisboa, y Los Millares, en Almería, por citar dos puntos extremos geográficamente- son sus manifestaciones materiales más importantes.

Los sepulcros megalíticos fueron llamados tartésicos por Gómez Moreno, expresión sintética de una hipótesis, por tanto, antigua, muy defendida hoy a partir de secuencias estratigráficas en las que presumiblemente se corroboraría ese proceso largo de maduración que desembocaría en la civilización tartésica. Sin embargo, el análisis arqueológico de numerosas secuencias viene a dar por zanjada esta cuestión, con la conclusión más firme de que Tartessos se perfila como un fenómeno cultural fundamentalmente nuevo, asociado a un horizonte arqueológico bastante bien definido ya, correspondiente al Bronce Final y los comienzos de la Edad del Hierro. No quiere decir que no tengan importancia las fases anteriores, sea el Calcolítico, sea el más inmediato e interesante Bronce Pleno, con la referencia clásica de la cultura del Argar. Durante estas fases se forjan, en los milenios tercero y segundo antes de la Era Cristiana, sustratos y tendencias que explican la floración de Tartessos; pero existe una cesura que no permite explicar la ebullición cultural asociable a esa floración como consecuencia de la trayectoria anterior, y, en el balance que pudiera hacerse entre lo viejo y lo nuevo, predomina lo último. La cesura con las etapas históricas anteriores se detecta a fines del segundo milenio, tras una compleja fase de atonía conocida como del Bronce Tardío, que se extiende, aproximadamente, entre el 1300 y el 1100 a. C. La renovación del pulso cultural y económico -histórico, en una palabra- se sitúa en la transición del segundo milenio al primero, en que empieza el Bronce Final con un gran empuje, que se manifiesta en una excepcional acumulación de novedades de importancia.

Empiezan por una reorganización territorial con la que arranca la definición de la estructura urbana que llega a nuestros días. Se ocupan ahora, por vez primera en la mayoría de los casos, y tras una interrupción o profunda decadencia en los demás, centros como Huelva, Tejada la Vieja, Sevilla, Carmona, Coria del Río, Carambolo, Asta Regia, y muchos otros. Ponen de manifiesto la importancia del foco geográfico del bajo Guadalquivir, y la virtualidad de unos centros escogidos en función de la proximidad de lugares adecuados para el desarrollo de una economía polifacética -agrícola, ganadera, minerometalúrgica- y, sobre todo, de su aptitud para una fácil comunicación que permita un activo comercio. Son los planteamientos de una organización verdaderamente urbana, que empieza ahora a configurarse, con toda la complejidad que se deriva del alto nivel de desarrollo que ello supone, proyectada tanto a cada centro de población en particular, como a la organización general de un amplio territorio, contemplado de forma imprescindible como escenario propio del nivel cultural urbano. La cultura material de este Bronce Final, calificable de tartésico, se muestra con gran brillantez, reconocible en sus productos más característicos: las cerámicas bruñidas y pintadas, las armas de bronce, y un rico conjunto de estelas funerarias. Su interpretación arqueológica ha dado lugar a diversas hipótesis acerca de esta etapa inicial de Tartessos y, por ende, de su origen como civilización.

Se ha hablado de la imposición de poblaciones celtas o indoeuropeas llegadas desde el interior peninsular, después de una larga migración por el continente europeo. También, como últimamente se viene insistiendo, de un fenómeno vinculado al llamado Bronce Atlántico, como si el Bronce final tartésico fuera una de sus facies regionales. No es éste el lugar adecuado para la discusión reposada de estas hipótesis, que no nos parecen aceptables. La primera, porque la penetración de gentes celtas del interior debe asociarse a las etapas finales de Tartessos, de cuya crisis debió ser uno de sus agentes y es uno de sus síntomas. En cuanto a lo segundo, sin negar contactos o débitos con el Bronce Atlántico, deben tomarse éstos como integrados en la complejidad cultural de una civilización de signo distinto. En nuestra opinión, como para muchos otros, Tartessos es una civilización vinculada fundamentalmente a las culturas mediterráneas. Su etapa inicial y formativa, previa a la colonización fenicia, puede ser una de tantas consecuencias de la proyección hacia Occidente de las culturas del ámbito egeo como producto de la crisis de la civilización micénica, a fines del segundo milenio, náufraga en el torbellino originado por la acción de los llamados Pueblos del Mar. Algunos de éstos, junto con gentes del amplio círculo micénico, debieron emigrar hacia nuestra Península, al amor de sus buenas condiciones naturales y de su riqueza minera.

De todo ello debían de tener noticia los micénicos, por contactos demostrados ya por el hallazgo de cerámicas micénicas en Montoro (Córdoba), que no deben de ser, con seguridad, las únicas que proporcionen las excavaciones arqueológicas. Como para Italia se acepta, estamos a las puertas de tener por válida la idea de que los relatos de los nostoi, esto es, los retornos de los participantes de la guerra de Troya, que se repartieron por todo el Mediterráneo y llegaron a la Península Ibérica, no son sino la versión novelada de acontecimientos que, en civilizaciones principales mediterráneas, como la misma romana, se recordaban sobre sus remotas etapas de formación.

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