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Desarrollo


Allá en las fértiles colinas y mesetas de Etruria, es posible que el pobre campesino no sintiese, a mediados del siglo VII a. C., ningún cambio importante para su vida. Las producciones agrícolas se mantenían, advirtiéndose tan sólo el crecimiento de la viticultura y la tímida aparición del olivo; las nacientes ciudades proseguían su expansión a expensas de las pequeñas aldeas; las riendas del poder seguían en manos de los príncipes, y éstos continuaban luciendo sus joyas, fruto del comercio con griegos y fenicios o de los talleres orientalizantes situados en las zonas costeras. Y, sin embargo, por detrás de esta simple fachada de continuidad, se esbozaba una evolución profunda, destinada a dar sus primeros frutos hacia el 630 a. C. Después de décadas de incipiente desarrollo, testimoniadas por ciertas pinturas en vasos, la flota etrusca pasa a adquirir una importancia real, y constituye el mejor medio para la apertura de mercados exteriores. El bucchero, ahora en su doble versión, refinada o sottile, y vulgar o pesante (aunque ésta con decoraciones de animales a molde), empieza a difundirse por todo el mar Jónico y llega en grandes cantidades al valle del Ródano, e incluso a las costas de Iberia; junto a él, debieron exportarse vinos y perfumes producidos ya en la propia Toscana. Esta expansión económica produce profundos cambios en la psicología y la sociedad etruscas: por una parte, la pasión por el atesoramiento y el adorno personal comienza a enfriarse, pues los príncipes más emprendedores prefieren invertir sus riquezas en el comercio, la piratería o la guerra; por otra, esa propia afición a invertir fomenta un proceso de agilización social, ya que muchas gentes, incluso venidas de fuera de Etruria, pueden armar sus barcos o distribuir mercancías, y alcanzar así un status que antes les estaba vedado.

Y todo esto, finalmente, supone, a la vez que un enriquecimiento general, la aparición de tensiones entre los viejos aristócratas y los advenedizos, y, para superarlas, la creación de poderes fuertes: estos poderes, encarnados en monarcas de carácter tiránico (en el sentido griego de la palabra), son los únicos capaces de acallar las querellas, y además, en su afán de exaltar el bien público por encima de los particulares, son quienes estructuran definitivamente las ciudades-estado, dotando incluso a las poblaciones principales de edificios de uso colectivo, de servicios comunes, etc. El siglo VI a. C. será, por tanto, el período en que las capitales etruscas se conviertan en verdaderas urbes, superando por completo el aspecto de aldeas que antes tenían. Si en el período orientalizante eran simples agrupaciones de chozas, entre las que sólo sobresalía alguna casa cuadrangular con un par de habitaciones, y si entonces el único monumento colectivo era, en el mejor de los casos, alguna muralla de tierra, ahora se multiplican los nuevos edificios. Es quizá en este aspecto donde hemos de reconocer la más importante evolución de la cultura etrusca, y la mejor muestra de cómo el enriquecimiento de los príncipes supuso a la postre la superación de su propia fase cultural. Etruria entra ahora en su período más brillante, y sus ciudades se convierten en verdaderos emporios artísticos durante un siglo y medio.

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