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Rango

Eco-Soc XVI

Desarrollo


El papel de la riqueza como medio de poder no dejaba de ser una evidencia para los gobernantes europeos a comienzos de la Edad Moderna. El dinero permitía levantar y mantener ejércitos, financiar guerras, sostener complejas burocracias y, en definitiva, costear ambiciosos programas de gobierno. No es de extrañar, por ello, el interés mostrado por el poder político en intervenir en los asuntos económicos, particularmente los comerciales. Máxime, cuando "era opinión ampliamente arraigada en aquellos tiempos la de que el total de la prosperidad del mundo era constante, y el objetivo de la política comercial de cada país en particular (...) era el de conseguir para la nación la mayor parte posible del pastel" (K. Glamann). A la praxis económica derivada de estos conceptos se la conoce con el nombre de mercantilismo. El mercantilismo no constituye exactamente una escuela sistemática de pensamiento económico. Más bien se trata de un conjunto de ideas y prácticas en el plano de la política económica, definidas por características comunes. La primera de ellas, como se deriva de la anterior afirmación, es la orientación nacionalista. El fomento de la economía nacional y la defensa de los intereses propios subyace en todo programa de política mercantilista. Los Estados intentaban promover el crecimiento material de sus súbditos como condición indispensable de su propio poder. Se trata, por tanto, y en segundo lugar, de una política económica proteccionista e intervencionista, pues se entendía que era la propia acción del poder político, ejercida mediante leyes y prohibiciones, el más eficaz medio de conseguir los objetivos trazados.

Tal intervencionismo, lejos de estorbar los intereses de la incipiente burguesía mercantil y financiera, constituyó en realidad una práctica favorable para sus negocios en esta fase inicial de desarrollo del capitalismo, al permitirle disfrutar de condiciones ventajosas derivadas de la protección estatal. Ha sido lugar común asignar al "metalismo" una situación central en los objetivos de la política mercantilista. Según ello, la mentalidad económica de la época procedería a una vulgar identificación entre riqueza y posesión de metal precioso. En función de este prejuicio crisohedonista se orientaría la acción económica del Estado. Enriquecer al príncipe consistiría básicamente en lograr atraer hacia sus arcas la mayor cantidad posible de oro y de plata. Y, dado que la cantidad de metal precioso existente era finita, la disputa con el resto de los países por asegurar la posesión de la mayor parte se hacía inevitable. En realidad, esta visión ingenua se encontraba ya superada en el propio siglo XVI. Algunos tratadistas de la época percibieron con claridad que el dinero no constituía sino una mercancía más, cuyo valor está sujeto al volumen de su oferta. Así, por ejemplo, en un pasaje muy conocido de su obra "Comentario resolutorio de cambios", publicada en 1556, el español Martín de Azpilcueta afirmaba: "todas las mercaderías encarecen por la mucha necessidad que ay, y poca quantidad dellas; y el dinero en quanto es cosa vendible, trocable o conmutable por otro contrato, es mercadería, por lo susodicho, luego también él se encarece por la mucha necessidad y poca quantidad dél.

..". Este texto es representativo de un estado de opinión bastante generalizado a raíz del análisis de las consecuencias del oro y la plata americanos sobre la economía española, que condujo al pleno convencimiento de que la verdadera riqueza radicaba en los bienes producidos y no en el metal poseído. De esta forma, el también español Pedro de Valencia escribía en 1608: "El daño vino del haber mucha plata y mucho dinero, que es y ha sido siempre (...) el veneno que destruye las Repúblicas y las ciudades. Piénsase que el dinero las mantiene y no es así: las heredades labradas y los ganados y pesquerías son las que dan mantenimiento". Ahora bien, este descubrimiento no significó la pérdida del prestigio del metal precioso ni la renuncia a su posesión, aunque más como medio de producir riqueza que como objetivo exclusivo. El mercantilismo evolucionó, pues, hacia doctrinas productivistas. El comercio se consideraba la forma más eficaz de promover la riqueza de la nación. La política económica mercantilista se orientó, en este sentido, a garantizar una balanza de pagos favorable para la economía nacional mediante la promulgación de medidas legales de carácter proteccionista. Las leyes aduaneras desempeñaban un importante papel como medio de conseguir este objetivo. De lo que se trataba, en definitiva, era de favorecer la exportación de mercancías manufacturadas producidas en el propio país y de impedir la importación de las producidas en países extranjeros.

Exportar más que importar era una regla de oro. Ello se pretendía lograr mediante una política de tasas aduaneras que penalizara las mercancías foráneas hasta el punto de hacer poco rentable su comercialización y de perder capacidad competitiva respecto a las manufacturas nacionales. Esta política se completaba con medidas de signo contrario referidas a las materias primas. Sobre éstas, obviamente, las manufacturas tienen un valor añadido: el del trabajo de transformación. Además su oferta abundante es condición para un óptimo desarrollo industrial. Por lo tanto, había que impedir la salida de las materias primas nacionales y favorecer la importación de las extranjeras. A tal objetivo se consagraban prohibiciones y medidas legales de carácter aduanero. Resultado de las ideas productivistas del mercantilismo fueron también sus posiciones poblacionistas. Una población abundante constituía un potencial productivo y una forma de riqueza para la nación y de poder para el Estado. El pensamiento y la política mercantilistas se orientaron hacia la postura de favorecer el crecimiento poblacional y la inmigración de elementos productivos. El colonialismo, finalmente, representa otra de las principales características de la política mercantilista. El comercio ventajoso alcanzaba sus mayores posibilidades mediante el control efectivo de áreas coloniales. Se dibujaban así las bases del pacto colonial: las colonias se constituían en proveedoras de materias primas para la metrópoli, al tiempo que en mercados para la producción manufacturera de ésta. La subordinación económica de extensas áreas coloniales extraeuropeas constituyó una condición del desarrollo capitalista de la economía occidental. La pugna de las potencias por el control de colonias se explica fundamentalmente por razones de tipo económico-mercantil. La rivalidad de los países por intereses mercantiles dio lugar a la aparición de un fenómeno relativamente nuevo: las guerras económicas. Junto a los problemas de carácter dinástico y político, los enfrentamientos por causas económicas, como los protagonizados por Inglaterra y Holanda ya en el siglo XVII, pasaron a engrosar el panorama de la conflictividad internacional.

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