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Datos principales


Desarrollo


VIAJE A YUCATÁN VOLUMEN II CAPÍTULO I Partida de Nohcacab. --Arreglo de los equipajes. --Rancho Chaac. --Terror y espanto de las mujeres. --Rancho Chaví. --Casa real. --Escasez de agua. --Visita del alcalde. --Manera primitiva de proporcionarse agua. --Pueblo de un carácter peculiar. --Ruinas de Zayí. --Gran montículo cubierto de arboleda. --La casa grande. --Feliz descubrimiento. --Escalinata. --Pórticos. --Edificios sobre la segunda terraza. --Pórticos, columnas curiosamente adornadas. --Edificio sobre la tercera terraza. --Puertas, departamentos, etc. --Dinteles de piedra. --Fachada de la segunda línea de edificios. --Plano de las tres líneas. --La casa cerrada. --Puertas cerradas por dentro con piedras y mezcla. --Piezas cerradas del mismo modo. --Esta cerradura se verificó al mismo tiempo que se construyeron los edificios. --Un montículo. --Edificio arruinado. --Su interior. --Cabeza esculpida. --Estructura extraña. --Un arco. --Muralla perpendicular. --Figuras y adornos de estuco. --Gran terraza y edificio. --Departamentos, etc. Falta de interés que mostraban los indios con respecto a estas ruinas El día 24 de enero partimos, por fin, de Nohcacab. Sirvionos de bastante alivio el despedirnos de este sitio, y el único pesar que nos quedaba al salir de allí era la reflexión de que tendríamos que volver. Constante y no interrumpida había sido la bondad que merecimos del padrecito, su hermano y aun de todos los vecinos; pero la fatiga de caminar doce millas diariamente sobre un mismo terreno y la dificultad de proporcionarnos indios para el trabajo llegaron a ser una fuente perenne de fastidio, sin contar con que experimentábamos por lo común un sentimiento de aversión contra cualquier lugar en que no enfermábamos, y por consiguiente nos venía desde luego el deseo de alejarnos de allí.

Conforme a nuestro plan, íbamos a emprender una excursión que abrazaba un circuito de ruinas, y que nos debía obligar a volver a Nohcacab, aunque no fuese sino para servirnos de punto de partida hacia otra dirección. En virtud de este plan, dejamos allí las piezas más pesadas de nuestro equipaje, llevando únicamente el aparato daguerrotípico, las hamacas, una gran caja que contenía las piezas de hoja de lata de nuestro servicio de mesa, un candelero, pan, chocolate, café, azúcar y unas cuantas mudas de ropa en petaquillas. Además de Albino y Bernardo, teníamos ya un muchachillo de quince años llamado Bernabé, de mucha menor catadura que los otros dos, y los tres juntos apenas formarían el bulto de un hombre regularmente conformado. Estábamos provistos de buenos caballos para el camino. Mr. Catherwood tenía uno sobre el cual, sin necesidad de apearse, podía dibujar perfectamente; el Dr. Cabot podía disparar desde el suyo la escopeta, el mío era muy capaz de emprender la más áspera jornada para hacer una excursión preliminar. Albino iba caballero sobre un animal cerrero de bocado duro, que le hacía temblar como un atacado de fríos y calenturas, y que distinguíamos con el nombre de trotón. Bernardo quería también un caballo, sin más razón que por tenerlo Albino; pero, en lugar de ir montado, tuvo que ponerse un mecapal a la frente y marchar llevando a cuestas su propio equipaje. Estábamos a punto de penetrar en una región poco o nada frecuentada por el hombre blanco y habitada enteramente por los indios.

El camino que llevábamos cruzaba el terreno mismo de las ruinas de Kabah, y una legua más allá llegamos al rancho Chaac, que era una gran habitación de indios, sujeta a la autoridad de Nohcacab. No había allí un solo hombre de raza blanca, y, en los momentos en que entrábamos por la calle principal, las mujeres arrebataban de prisa a sus hijos y huían de nosotros azoradas como un ciervo montés. Dirigime a una cabaña en que había visto penetrar a una mujer: detúveme junto a la cerca por pura curiosidad, y, haciendo uso de unas pocas palabras de la lengua maya que yo había logrado aprender de memoria, pedí una lumbre para encender un cigarro; pero la puerta permaneció cerrada. Desmonté entonces; pero, antes de que yo hubiese tenido tiempo de atar mi caballo, lanzáronse fuera las mujeres y desaparecieron entre los matojos cercanos. En un punto del rancho existía una casa real, que consistía en una larga galera techada de guano, con una plazoleta por delante y una gran enramada de hojas; a un lado de esta plaza había un magnífico y frondoso ceibo, que extendía su sombra sobre un gran trecho en rededor. Al dejar este rancho, vimos a cierta distancia, hacia la izquierda, un corpulento edificio arruinado, que descollaba solo en medio de un bosque muy espeso y aparentemente inaccesible. Como a distancia de cuatro leguas de Nohcacab, llegamos al rancho Chaví, que era en nuestro itinerario el primer punto de detención, por cuanto en sus cercanías se hallaban las ruinas de Zayí.

También este rancho se encontraba exclusivamente habitado por indios, dándosele el nombre de rancho a toda población que no tiene la suficiente importancia para constituir una aldea. La casa real, lo mismo que la de Chaac, era un amplia cabaña, con paredes de barro y techumbre de guano; tenía enfrente una plaza abierta como de cien pies en cuadro, rodeada de una empalizada y recibiendo la sombra de una verde enramada de palmas: alrededor de la cabaña se veían grandes árboles de ceibo. En cada rancho de indios hay siempre una casa real destinada a recibir al cura en sus rarísimas visitas, si es que llega a verificarlas; pero también sirve para hospedaje a los tratantes en pequeño de los pueblos, que suelen pasar por los ranchos a comprar cerdos, maíz o gallinas. Cuando la cabaña estuvo bien barrida y libre, comparativamente hablando, de las pulgas que allí se amadrigaban, vino a ser una habitación cómoda y confortable, provista de una sala en que podían colgarse seis hamacas, precisamente el número que necesitábamos para nosotros y la comitiva. El rancho se encontraba bajo la jurisdicción parroquial de nuestro amigo el cura de Ticul, quien, sin embargo, por la multitud de otras varias atenciones suyas, sólo había podido visitarlo una vez. El padrecito había mandado prevenir nuestra llegada con encargo de que el pueblo se preparase a recibirnos. Por consiguiente, al punto que llegamos se hallaban listos los indios para proporcionarnos ramón para los caballos; pero no había agua: el rancho carecía de ella y dependía en este caso del de Chaac, distante de allí tres millas.

Sin embargo, por dos reales se encargaron los indios de proveernos de cuatro cántaros de agua, uno para cada caballo, para el uso de la noche. En la tarde tuvimos formal visita al alcalde y sus alguaciles y, además, como a la mitad del pueblo. Aunque llevábamos ya algún tiempo de residir en el país, mirábamos aquello como el verdadero principio de nuestro viaje; y, aunque las escenas en que hasta allí nos habíamos encontrado no ofrecían nada de semejante con ninguna otra de nuestra vida, este nuestro primer día de viaje nos ofreció algunas enteramente nuevas. Reuniéronse los indios bajo la enramada, en donde nos presentaron los asientos con mil ceremonias, y el alcalde nos dijo que el rancho era harto pobre, pero que harían lo posible por servirnos. Ni el alcalde, ni ninguno otro de los vecinos de aquel lugar hablaba una sola palabra de la lengua española, y nuestras comunicaciones se verificaban por medio de Albino. Abrimos nuestra entrevista con hacer algunas observaciones por los dos reales que se nos hacía pagar para dar agua a los caballos; pero hallamos las excusas perfectamente satisfactorias. En la estación de las lluvias tenían provisión de agua en las inmediaciones, que consistía en unos depósitos acaso tan sencillos como los primitivos que puedan usarse en cualquiera otra parte del mundo habitable, pues que eran unos grandes huecos o agujeros practicados en las rocas, para recoger el agua de lluvia, y a los cuales llaman sartenejas, de las que había muchísimas por la naturaleza rocallosa del terreno.

Durante la estación de las lluvias se llenan tan pronto como se agotan, y en la ocasión de nuestra visita, debido a la larga continuación de las aguas, todavía las sartenejas podían suplir a los usos domésticos, pero el pueblo no podía tener caballos, ni vacas, ni ganado de ninguna otra clase, a excepción de los cerdos que criaba. En la estación de la seca se agotan estas fuentes: los huecos y agujeros de las rocas quedan enjutos, y los indios se ven precisados a acudir al rancho Chaac, cuyo pozo nos lo representaban de una extensión como de una milla bajo de la tierra, y tan áspero y difícil que sólo podía descenderse a él por medio de nueve diferentes escaleras. Este relato les dejaba libres de toda imputación de mezquindad por no dar agua a nuestros caballos. Pareciéndonos extraño que una comunidad se condenase a vivir voluntariamente en un sitio en que se obtenía tan difícilmente aquel elemento de primera necesidad, les preguntamos por qué no alzaban su establecimiento y se dirigían a cualquier otra parte; pero esta idea no parecía que se les hubiese ocurrido jamás; dijéronnos que sus padres habían vivido allí antes que ellos, y que las tierras inmediatas eran muy buenas para hacer milpas. En efecto, era aquél un pueblo harto singular y nunca había lamentado más mi ignorancia de la lengua maya como en semejante ocasión. Aquel rancho se hallaba bajo la jurisdicción civil del pueblo de Nohcacab, pero sus habitantes eran dueños del terreno por derecho de herencia.

Considerábanse de mejor condición que los que vivían o en los pueblos, en donde se sometía a los indios a ciertas cargas y derechos municipales, o en las haciendas, en donde tenían que someterse a las órdenes de un amo. Su comunidad consistía en cien labradores, u hombres de labor; cultivábanse las tierras en común, y se dividían proporcionalmente sus productos. El alimento se preparaba en una sola cabaña, a donde cada familia enviaba por su respectiva porción, lo que nos explicó un espectáculo singular que observamos a nuestra llegada; a saber, una procesión de mujeres y muchachos, llevando cada cual un cajete de barro lleno de una preparación caliente aún, como se echaba de ver por el humo, caminando por una misma calle y dispersándose después en las diferentes cabañas. Todo individuo perteneciente a la comunidad, hasta el más joven, tiene la obligación de contribuir con un cerdo. Por nuestra ignorancia en el idioma, y por la variedad y urgencia de otras materias que llamaban nuestra atención, no pudimos saber los detalles de este arreglo económico que parece aproximarse mucho al mejorado estado de asociación de que hemos oído hablar entre nosotros; y como el de esos indios existe desde tiempo inmemorial, y no puede considerársele como un simple ensayo para hacer la experiencia, acaso Owen y Fourier podrían tomar con ventaja algunas lecciones de ellos. Difieren sí de los reformadores de profesión en una particularidad muy importante, y es que estos indios no solicitan prosélitos.

A ningún forastero, por ningún pretexto ni consideración, se permite ingresar en su comunidad; y todos los miembros de ella deben casarse dentro del rancho, sin que jamás se hubiese dado un ejemplar de un solo matrimonio verificado fuera de él. Decían que esto era imposible, y que no temían que jamás ocurriese un suceso semejante. Tenían la costumbre de ir a los pueblos con objeto de asistir a las fiestas; y, cuando les presentamos la hipótesis de que un joven, de cualquiera de los dos sexos, llegase a enamorarse de otro joven de uno de esos pueblos, reponían que era muy factible que así sucediese, contra lo cual no existía ley ninguna; pero que, sin embargo, ninguno se casaría fuera del rancho. Y éste era un caso que se temía tan poco, que para él no había establecido castigo alguno en su código penal. A pesar de eso, insistiendo nosotros en la cuestión, después de haberse consultado entre sí, resolvieron que el infractor, fuese hombre o mujer, sería expulsado desde luego de la comunidad. Observámosles que, en una reunión de individuos tan pequeña, no dejarían de ser sobrado frecuentes los matrimonios entre parientes o afines; a lo que nos dijeron que así era efectivamente, desde que su número se redujo en la invasión del cólera. En efecto, son todos parientes entre sí; pero es permitido el matrimonio de los parientes, siempre que no sea entre hermanos y hermanas. Eran muy puntuales en la observancia de las ceremonias eclesiásticas, y a la sazón acababan de celebrar el carnaval, dos semanas antes del tiempo regular; pero, cuando les corregimos su cronología, nos dijeron que una vez que eso era así, volverían a celebrarlo de nuevo en tiempo oportuno.

A la mañana siguiente, muy temprano, nos dirigimos a las ruinas de Zayí. A corta distancia del rancho descubrimos a nuestra izquierda, en una milpa muy extensa y bien sembrada, las ruinas de un montículo y un edificio tan destruidos, que fue imposible sacar de ellos ningún partido. Después de caminar como milla y media más, descubrimos a alguna distancia un enorme montículo cubierto de arboleda, que nos dejó asombrados por sus vastas dimensiones; y, a no ser por el auxilio de nuestros indios, nos habría arredrado el tamaño de los árboles que allí crecían. El bosque comenzaba desde un lado del mismo camino. Los guías abrían una vereda, chapeando las ramas hasta la altura de la cabeza, y los seguimos a caballo hasta el pie de la casa grande, en donde nos apeamos de las cabalgaduras. Con ese nombre conocían los indios una inmensa aglomeración de edificios de piedra blanca o calcárea, que, sepultados en la vasta espesura de una floresta, añadía nueva desolación a las asperezas del contorno. Atamos nuestros caballos, y caminamos a lo largo del frente. Tal era la espesura de los árboles, que al principio sólo pudimos ver una pequeña parte de los edificios. Si en Kabah nos hubiéramos encontrado este obstáculo, teniendo como tuvimos tantas dificultades en proporcionarnos indios, habríamos desesperado de hacer aquí algo de provecho; pero, por fortuna, en donde nuestros trabajos eran mayores teníamos a nuestro alcance los medios de llevarlos adelante.

No vacilamos en lo que debía hacerse, tratándose ante todo de economizar tiempo. Sin aguardar a concluir la exploración del terreno, pusimos al trabajo a los indios, y en pocos momentos el sombrío silencio de los siglos fue interrumpido por el golpe acompasado del hacha y el crujido de los árboles que caían. Con el refuerzo de los indios, pudimos en el discurso del día despejar todo el frente. El Dr. Cabot no llegó al sitio sino cuando ya era muy tarde, y, al salir súbitamente de la espesura de los bosques, cuando ya no había árboles que obstruyesen la vista, y de un solo golpe se le presentaron las tres líneas de edificios de inmensas proporciones, consideró que aquél era el mayor espectáculo que hasta allí había contemplado en el país. Mientras se despejaba el terreno de los árboles, descubrimos una pila, o hueco practicado en una peña, llena de agua de lluvia, lo cual fue una importante adquisición para nosotros durante el curso de nuestros trabajos en las ruinas. El gran edificio tiene tres pisos, o, mejor dicho, son tres líneas de edificios sobrepuestos: en el centro hay una espaciosa escalinata de treinta y dos pies de ancho, que sube hasta la plataforma de la terraza más elevada. La escalinata, sin embargo, se encuentra en una situación muy ruinosa, y realmente no es más que un montón de escombros. La parte del edificio que se halla a la derecha ha caído absolutamente, y se hallaba tan destruida que fue imposible sacar la vista; pero ni aun siquiera la despejamos de la arboleda.

La línea inferior de las tres mide doscientos sesenta y cinco pies de frente y ciento veinte de fondo; tiene dieciséis puertas que dan a otros tantos departamentos de dos piezas cada uno; toda la muralla del frente ha caído, y la parte interior estaba escombrada de fragmentos y cubierta de vegetación. El terreno situado delante se encontraba tan obstruido de las ramas de los árboles que habíamos echado abajo, a pesar de haberse tomado la precaución de destruirlos bien y abatir los gajos, que, a la distancia conveniente para hacer un dibujo, sólo podía verse una pequeña parte del interior. Cada una de las dos extremidades de esta línea de edificios tiene seis puertas y diez en la parte posterior, que dan a los departamentos; pero todas están muy arruinadas. La línea de edificios de la segunda terraza mide doscientos pies de largo y sesenta de fondo: tiene cuatro puertas sobre la gran escalinata. Las de la izquierda, que son las que están en pie todavía, tienen dos columnas en cada puerta, y cada columna, hecha con bastante tosquedad, es de seis pies y seis pulgadas de elevación con chapiteles cuadrados, algo semejantes a los del estilo dórico, pero sin poseer nada de la grandeza perteneciente a todos los restos conocidos de este orden antiguo. Para cubrir los espacios que medían entre las puertas, hay cuatro columnitas curiosamente adornadas, muy juntas entre sí y embebidas en la pared. Entre la primera y segunda puerta, y entre la tercera y la cuarta, se ve una pequeña escalinata que conduce a la terraza del tercer piso.

La plataforma de esta terraza es de treinta pies en el frente y de veinticinco en la parte posterior. El edificio es de ciento cincuenta pies de largo y de ochenta de fondo: tiene siete puertas que corresponden a otros tantos departamentos. Los dinteles de las puertas son de piedra. El exterior del tercero y más elevado de los edificios es llano, mientras que el de los otros dos se encuentra minuciosamente adornado. Entre los diseños más frecuentes en estos adornos se ve el de un hombre sosteniéndose con sus propias manos, con las piernas extendidas en una actitud más curiosa que delicada. He allí, "los amplios y muy bien construidos edificios de cal y canto" que dice Bernal Díaz haber visto en Campeche, "con figuras de serpientes y de ídolos pintados en las paredes". Las plataformas de las tres líneas de edificios son más anchas en el frente que en la parte posterior: los departamentos varían desde veintitrés hasta diez pies; y al costado del norte, del segundo piso, presenta un cierto rasgo tan curioso como inexplicable. Llámase a esto la casa cerrada: tiene diez puertas, todas las cuales se hallan cerradas por la parte interior con piedras y mezcla. Lo mismo que el pozo de Xkooch, tiene este edificio en Nohcacab una reputación misteriosa, y todos creen que encierra algún oculto tesoro. Y era en verdad tan profunda esta creencia, que el alcalde segundo, que jamás había visitado estas ruinas, resolvió aprovecharse de la ocasión de nuestra presencia en ellas; y, conforme a lo que convinimos en el pueblo, vino a ayudarnos con barretas para romper el edificio cerrado y descubrir el precioso depósito.

La primera ojeada de esta construcción nos produjo el deseo de hacer la tentativa; pero, mejor examinado, hallamos que ya los indios nos habían precedido en la obra. Enfrente de algunas puertas había varios montones de piedras que ellos extrajeron, y bajo de los dinteles se veían unos agujeros, a través de los cuales pudimos echar una mirada al interior: nos encontramos entonces con piezas amuralladas y techadas lo mismo que todas las demás, pero henchidas de sólidas masas de piedra y mezcla, si no fuese únicamente la pequeña parte que habían excavado los indios. Por todo eran diez estos departamentos, con doscientos veinte pies de largo y diez de profundidad, que, hallándose así henchidos, hacían de todo el edificio una masa sólida. Lo más extraño de esto era que el henchimiento de esas piezas debió de haber sido simultáneo con la construcción de los edificios, porque era imposible que los constructores hubiesen entrado por las puertas para rellenar el interior hasta el techo. Debieron haberse construido, pues, de la misma manera con que se construye una pared, y la techumbre debió de haberse cerrado sobre la masa sólida. Cuál haya sido la razón de haber construido de esa manera tan singular, muy difícil sería decirlo hoy, a menos que se considerase aquella sólida y compacta construcción como necesaria para soportar la terraza superior y el edificio que se halla encima; aunque si tal fue el objeto, parecía mejor y más fácil, que de una vez se hubiese construido una estructura sólida, sin división ninguna de piezas o departamentos.

La parte superior de este edificio presentaba una vista magnífica, no de una llanura, sino de bosques ondulosos. Hacia el noroeste, coronando la colina más alta, había un elevado montículo cubierto de arboleda, que a nuestra práctica vista nos indicó la presencia de un edificio, existente todavía o en ruinas. Todo el espacio intermedio era un bosque espacioso, que los indios afirmaban ser inaccesible; sin embargo, elegí tres de los mejores y más fuertes, y les dije que era preciso que llegásemos hasta allí; pero ellos no sabían realmente cómo hacer una tentativa semejante, y emprendieron una continuación del camino que nos había conducido a las ruinas, y que nos alejaba del montículo, en vez de acercarnos a él. En el camino encontramos otro indio, que volvió con nosotros, y a corta distancia abrió un sendero a través del bosque, que llevaba a una vereda, siguiendo la cual por algún trecho volvió a practicar un nuevo sendero, que nos condujo a pie de una colina rocallosa cubierta del gigantesco maguey, o agave americana, que con sus erizadas puntas hería y destrozaba cuanto se le acercaba. Subiendo a esta colina con mil dificultades y trabajos, llegamos al muro de una terraza, a la cual subimos hasta que nos encontramos al pie del edificio. Estaba arruinadísimo y no recompensó nuestro trabajo; pero sobre la puerta había una cabeza esculpida con un rostro de muy buena expresión y bien hecho. En uno de los departamentos había una elevada proyección que corría a lo largo de la muralla; en otro, se elevaba una plataforma de cerca de un pie de altura, y en las paredes de este departamento se hallaban las impresiones de la mano roja.

Desde la puerta de entrada se obtenía una extensa vista de las florestas circunvecinas, que por su frondosidad y verdura debían haber engendrado una sensación de alegría y que, sin embargo, por su desolación y silencio producían más bien un sentimiento melancólico. Sólo había un claro en toda aquella áspera floresta, y ése era el que habíamos hecho para despejar la casa grande, en cuya parte superior se distinguían las figuras de unos pocos indios ocupados aún en despejar aquella parte. Enfrente de la casa grande, y como a distancia de quinientas yardas, visible igualmente desde arriba, hay otra estructura del todo diversa de cuantas hasta allí habíamos visto, más extraña e inexplicable y que tenía desde lejos la apariencia de una de las factorías o fábricas de la Nueva Inglaterra. Este edificio se encuentra sobre una terraza, y pueden considerarse como dos construcciones separadas, colocada la una sobre la otra. La inferior, en su conjunto y carácter, se parece a todo el resto. Tiene cuarenta pies de frente, es baja, de techo plano y en el centro hay un pasadizo cubierto en forma de arco, que corre a través del edificio. El frente ha caído y el conjunto se encuentra tan arruinado, que apenas puede distinguirse el pasadizo. A lo largo de la parte central del techo, sin apoyo ninguno e independiente de todas las demás construcciones, se eleva una pared perpendicular hasta la altura como de treinta pies. Es de piedra, de un espesor de dos pies y tiene a través varias aberturas oblongas, como de cuatro pies de largo y seis pulgadas de ancho, en figura de pequeñas ventanas.

Se conoce que estuvo dada de estuco, pero éste ha caído ya, dejando en su lugar y a la vista una superficie de mezcla y piedra áspera. En la otra cara se ven fragmentos de adornos y figuras de estuco. Una de esas figuras representa a un indio en actitud de matar una culebra, de cuyo reptil abundan los bosques de Yucatán. Desde que comenzamos nuestra exploración de las ruinas de América jamás habíamos encontrado una cosa más inexplicable que esta gran pared perpendicular y aislada; y no parece sino que se construyó expresamente para confundir a la posteridad. Éstos eran los únicos edificios que, en aquellas cercanías, habían sobrevivido a la obra de destrucción de los elementos; pero, haciendo mis investigaciones entre los indios, uno de ellos se propuso guiarme hacia otro edificio que, según dijo, se encontraba todavía en buen estado de conservación. Dirigímonos hacia el suroeste de la casa grande, y a una distancia como de una milla, cuyo trecho estaba también desolado y cubierto de espesuras, llegamos a una terraza de un área superior, con mucho, a la de todas cuantas allí habíamos visto en el país. Cruzámosla de norte a sur, y en esta dirección me parece que debía de tener mil quinientos pies de largo, y probablemente tendría otro tanto por la otra dirección (de este a oeste); pero estaba demasiado escabrosa, destruida y cubierta de espesa arboleda, para que pudiésemos medirla. Sobre esta plataforma estaba el edificio del que el indio nos había hablado: despejolo, como mejor supo, y al día siguiente Mr.

Catherwood sacó el correspondiente diseño. Mide ciento diecisiete pies de frente sobre ochenta y cuatro de fondo y contiene dieciséis departamentos, de los cuales los del frente, que son cinco, están bien conservados. El del centro tiene tres puertas: mide veintisiete pies y seis pulgadas de largo, apenas sobre siete pies seis pulgadas de ancho, y comunica por una sola puerta con la pieza posterior, que es de dieciocho pies de largo, y cinco pies y seis pulgadas sobre la que tiene delante, y súbese a ella por medio de escalones. En el fondo de la pieza del frente, a una elevación como la del umbral de la puerta, corre una línea de treinta y ocho pequeñas columnas embebidas en la pared. En varios sitios la gran plataforma está cubierta de escombros y ruinas, y probablemente yacen sepultados en los bosques otros edificios; pero, faltos de guías y de cualquiera otra indicación, era inútil que intentáramos descubrirlos. Tales son, hasta donde nos fue posible descubrir, las ruinas de Zayí, cuyo nombre, hasta el tiempo de nuestra visita, jamás se había usado entre los hombres civilizados, y que probablemente estaría hasta hoy desconocido en la capital de Yucatán, si no hubiese sido por la notoriedad puesta en conexión con nuestros movimientos. Las primeras noticias que de ellas tuvimos debímoslas al cura Carrillo, quien, con ocasión de la única visita que hizo a esta parte de su feligresía, permaneció una gran parte de su tiempo entre ellas. Era extraño y casi increíble que, en presencia de tan extraordinarios monumentos, jamás fijasen los indios sobre ellos ni siquiera un pensamiento pasajero.

El gran nombre de Moctezuma, que ha pasado mucho más allá, hasta los indios de Honduras, jamás había llegado a sus oídos; y a cuantas preguntas les dirigíamos, sólo nos respondían con el soporífero ¿Quién sabe? con que nos respondieron por primera vez junto a las ruinas de Copán. Tienen los mismos sentimientos supersticiosos que los indios de Uxmal; están en la creencia de que los edificios antiguos se hallan habitados misteriosamente, y, lo mismo que en la región remota de Santa Cruz del Quiché, en el viernes santo de cada año se oye brotar de las ruinas el sonido armonioso de una música. Una sola cosa relativa a la antigua ciudad les interesaba sobre todo, y era la existencia de un pozo que suponían debió haber existido allí. Sospechaban que en alguna parte oculta de estas ruinas, cubierta de maleza y perdida, existía la fuente de donde se proveían de agua los antiguos habitantes; y creyendo que con el auxilio de nuestros instrumentos podría descubrirse el sitio en que estuvo, se nos brindaron a echar abajo todos los árboles que cubrían la región ocupada por las ruinas.

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