Van Dyck, el genio autónomo
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Barroco9
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De entre los pintores que rodearon en algún momento a Rubens , sin duda el de mayor talento y personalidad fue Anton Van Dyck (Amberes, 1599-Londres, 1641), cuya fama en vida fue tan crecida como la del gran maestro y cuyo genio creador -conducido por un refinado y amable intimismo de timbre melancólico- se mostró capaz de rivalizar con la fogosa facundia rubeniana, sobremanera como retratista. No en balde, fijó las pautas estilístico-formales y tipológicas, del retrato europeo del Seiscientos, inspirando a los pintores franceses dieciochescos y determinando la retratística inglesa durante el Setecientos.Hijo de un rico comerciante y aprendiz de H. Van Balen -un hábil manierista al que poco debe-, su precocidad le permitió abrir en 1615 un taller con ayudantes y en 1618, tras registrarse como maestro en la guilda de Amberes, colaborar en las empresas del taller de Rubens como su principal asistente (Aquiles descubierto , 1617-18) (Madrid, Prado). Pero, aunque asimiló con rapidez su manera, no sucumbió a su dictado. Con todo, gracias al ascendiente de Rubens, fundido con tempranos ecos de Tiziano , la recia factura y la áspera expresión de su primer estilo -próximo a la estética del naturalismo caravaggiesco (Martirio de san Pedro, hacia 1616) (Bruselas, Musées Royaux des Beaux-Arts)- se volvieron delicados, estilizó sus formas y planteó su paleta. Si es deudor de la elocuencia y la escenografía de Rubens, su ductus más libre y su pasta más densa lo alejan de él (La coronación de espinas , hacia 1618-20, Madrid, Prado) o La continencia de Scipión (hacia 1621, Oxford, Christ Church).
En sus ambiciosas composiciones, su menor fantasía la suplió con una profunda preparación y las huellas rubeniana y tizianesca las solapó con los elementos de su exquisito lenguaje pictórico que, cada vez más alejado de toda estridencia formal y expresiva, buscaba más la armonía y el equilibrio que el dinamismo y la fuerza (San Martín y el pobre, hacia 1621, Saventhem, Bruselas, Saint-Martinus).A la par que se consolidaba como pintor de historia, Van Dyck era reconocido por sus retratos, cercanos a la tradición flamenca por su intento de individuación (Cornelis Van der Geest, Londres, National Gallery), pero novedosos por sus elegantes naturales actitudes (Retrato de una familia, hacia 1619, San Petersburgo, Ermitage) y por sus puestas en escena, basadas en el aparato rubeniano (Frans Snyders, Nueva York, Frick Collection). Claro anticipo de futuro, su delicado Autorretrato (hacia 1619-20, Munich, Alte Pinakothek) abre la vía al retrato heroico: no ya por fijar su fisonomía y su perfil psicológico, cuanto por explicitar la imagen del ideal de clase que llevaba dentro de sí. A sus veinte años no se retrata con la hechura del burgués que era, sino con la del caballero que soñaba ser.Tras una corta etapa en Londres (1620-21), aconsejado por Rubens y luego de prepararse a conciencia, reuniendo dibujos del maestro y copiando a los artistas del Renacimiento italiano (Cuaderno de diseños, Chatsworth Collection, Devonshire), en 1621 marchó a Italia, asentándose en Génova (1621-22 y 1625-27), pero visitando Roma (1622-23 y Venecia, a más de Florencia, Bolonia y Palermo (1624).
Como refleja su otro Cuaderno de dibujos (Londres, British Museum), en Italia reverdeció su fascinación veneciana -inspirada sobre todo por Tiziano (Susana y los viejos, Munich, Alte Pinakothek)-, se entregó a las sugestiones boloñesas de Reni (Virgen del Rosario, Palermo, Oratorio del Rosario) y se abrió al equilibrio de Correggio (Sagrada Familia, Turín, Galería Sabauda), hasta teñir su arte religioso de un tierno y elegante patetismo.Pero las obras más significativas de esta fase -por las que Van Dyck se convirtió entre 1621-27 en un genuino exponente de la pintura italiana, dejando una profunda huella en la escuela genovesa- son los retratos de la nobleza y el patriciado de Génova, de tamaño natural y cuerpo entero (La marquesa Durazzo, hacia 1625, Génova, Palazzo Reale), mas también sedentes (La marquesa Balbi, hacia 1621-22, Washington, National Gallery) y ecuestre (El marqués Brignole-Sale, Génova, Palazzo Rosso). Con ellos, reformulando la monumental tipología y la áulica escenografía introducidas en Génova por Rubens (1606) -que situó el modelo ante un paisaje detrás de un segundo plano arquitectónico a la veneciana: una terraza con balaustres y escalinatas ante un pórtico columnario-, Van Dyck intentó captar la esencia de la aristocracia genovesa acentuando los componentes conmemorativos, la suntuosidad ambiental .y la dignidad del personaje. Mucho más que en su romano concierto en rojo que es su espléndida efigie del Cardenal Guido Bentivoglio (1623, Florencia, Pitti), en estos grandilocuentes retratos, encargados con claro fin propagandístico y elaborados con evidente intención panegírica, al plasmar la presunción mezquina, el dominio altanero o la esplendorosa magnificencia de sus modelos -en especial, los femeninos-, el artista exaltó el poder y la riqueza de la republicana y plutócrata nobleza de Génova, jugando con el rigor de sus poses y los recursos compositivos (el horizonte bajo, la visión sottinsú, la reducción de sus cabezas, el alargamiento de sus cuerpos) para lograr una gran monumentalidad, redoblada por el vuelo de un cortinaje, los abalorios de los vestidos, los aislados objetos-símbolos (una rosa), que enmarcan unos rostros de ajustada expresión y amagada sonrisa.
A su regreso a Amberes (1627), favorecido en parte por las largas ausencias de Rubens, con quien entra en abierta rivalidad profesional, las pinturas de tema religioso de nuevo ocuparon un lugar destacado en su producción, elaborando grandes telas para las iglesias flamencas: la catedral de Malinas (Crucifixión, 1627), Saint-Agustinus de Amberes (Extasis de San Agustín, 1628), Saint-Michiels de Gante (Crucifixión, 1630) o la Vrouwekerk de Courtrai (Erección de la Cruz, 1631). Lejos del verbo rubeniano, en su afán por conjugar interioridad y grandeza, su conmovedora devoción peca de frialdad, en ocasiones por su mismo virtuosismo, y hasta roza la sosería. Aun así, el flujo neovéneto le hizo lograr, en torno a 1630, la más elegante y refinada emotividad religiosa en obras como La Virgen y el Niño con donantes (París, Louvre), La visión del beato Herman Joseph (Viena, Kunsthistorisches Museum) o El descanso en la huida a Egipto (Munich, Alte Pinakothek). Si en las pinturas sacras de este período (1627-32), cuyos caracteres se prolongarán durante su etapa inglesa -Piedad, versiones en Munich, (hacia 1634, Alte Pinakothek) y Amberes (hacia 1636, Musée Royal des Beaux-Arts)-, Van Dyck anuncia, casi, la poética rococó con su dulzona disolución formal y su quejumbrosa espiritualidad, la máxima ligereza y sensualidad las lograría con dos obras mitológicas elaboradas para el rey Carlos I de Inglaterra: Rinaldo y Armida (versiones en París, Louvre y Baltimore Museum), encargada por sir Endymion Porter, agente real (1629) y Cupido y Psiquis, pintada en Londres (post.
1632, Hampton Court, Royal Collection).Sin embargo, donde su genio, refinado y elitista, volvió a hallar su vocación dominante y la vía del triunfo, fue en el retrato. Prueba de su fama es que, en 1630, en reconocimiento a sus dotes la infanta Isabel a quien había efigiado con toca de viuda (1628, Turín, Galleria Sabauda)-, continuando la política desplegada con su esposo, le nombró su pintor, le libró de residir en Bruselas y le asignó un estipendio. Sus retratos de comerciantes, artistas, burócratas, militares y altos dignatarios, aristócratas y príncipes de muchos Estados de Europa responden al prototipo de medio cuerpo sobre fondo neutro, simplicidad de pose y espontánea sencillez psicológica, propios de la retratística de Flandes, pero sin disminuir su sentido de la elegancia. Unificando rasgos individuales e idiosincrasia de clase, expresó con finos tonos cromáticos y ligereza de pincel lo mismo al pintor Martin Pepyn (1632, Amberes, Musée Royal des Beaux-Arts) que al alto funcionario Jan de Monfort (Viena, Kunsthistorisches Museum) o a la aristócrata María Guisa de Tassis (1629, Vaduz, Collection Lichtenstein). Las puestas en escena las confía ahora no al decorado arquitectónico con cortinajes -si bien no falta (El duque de Croy, hacia 1630, Munich, Alte Pinakothek), como tampoco al paisaje (El conde Enrique de Bergh, hacia 1630, Madrid, Prado-, sino a la elocuencia que nace del sabio empleo de la retórica de los gestos, las actitudes, las miradas (paralelo al juego expresivo de las manos en la pintura de Hals ), animando con barroca naturalidad el lenguaje gestual manierista.
Así, plasmará el elegante empaque, casi cortesano, del grabador Paul de Pont (?), la enérgica seguridad del pintor manco Marten Ryckaert, la grandilocuencia estatal y militarista de Federico Enrique de Nassau , estatúder de Holanda, o el énfasis de reina de su esposa Amalia de Solms-Braunfels (1628, todos en Madrid, Prado).Antes de abandonar Amberes, Van Dyck inició la elaboración de sus "lcones Principum, ...doctorum, pictorum, calcographorum, ...amatorum pictoriae artis..." (Amberes, 1645), colección de más de 100 retratos de coetáneos ilustres, en que la fisonomía humana asume el carácter de expresión cultural de clase. Para esta serie preparó los dibujos y las grisallas usados por los calcógrafos para su reporte a las planchas, algunas grabadas por él al aguafuerte, aunque la mayoría lo fueron por Vorsterman, Pontius, etc. La gran difusión alcanzada por esta serie contribuyó a aumentar su consolidado prestigio de retratista.Es, pues, evidente que la verdadera vía expresiva de Van Dyck fue el retrato, al que se entregaría con exageración desde 1632, fecha de su definitiva residencia en Inglaterra. Tras unas jornadas en La Haya para retratar al orangista Constantyn Huygens (como hiciera, en 1628, visitando la corte del estatúder para efigiar a la familia Nassau), se estableció en Londres como pintor de Carlos I, que le colmó de dádivas y le ennobleció. A pesar de sus intentos por desplazar a Rubens, allí permaneció hasta su muerte, salvo dos cortos viajes a Bruselas (1634) -retratando al Cardenal-infante Fernando (Madrid, Prado) y a París (1640), tras ceder a la presión real y casarse con Mary Ruthven (1639, Madrid, Prado), una dama inglesa, viuda de conde y alopécica.
¡Cuán grande fue el abismo que le distinguió de Rubens!En Inglaterra, Van Dyck tropezó con su aristocrático ideal hecho realidad en la vanidosa corte de Carlos I, hallando en la ensoñadora y melancólica aristocracia inglesa los modelos más apropiados. Aunque la febril actividad que desplegó (más de 400 retratos), le abocó a una obligada reiteración de esquemas y elementos (sobremanera, los de su etapa genovesa) y a una constante colaboración de su taller -formado por ayudantes de escaso talento, a los que no fue capaz de dirigir-, reduciendo cada vez más sus intervenciones al rostro y las manos, o al logro de un efecto, nada más celebrado que los retratos pintados por entonces. Y es que, a pesar de las desigualdades y negligencias de factura, cuando realizó personalmente una obra, creó unas imágenes inolvidables del rey, su familia y la nobleza. Ligeros de pasta, cálidos de color y bañados por una dorada luz, sus retratos de Carlos I son poéticas encarnaciones de la monarquía absoluta, en las que el elegante modelo interpreta varios papeles cargados de simbolismo: armado y a caballo como comandante supremo (hacia 1634, Londres, National Gallery); de pie, ante su montura, como gentilhombre cazador (1635, París, Louvre); o, con el señor de Saint-Anthoine, atravesando a caballo un arco de triunfo a la romana (1633, Londres, Buckingham Palace), como monarca de derecho divino e incuestionable autoridad. Tan excelsas, y aún más, son sus representaciones de la nobleza inglesa, elaboradas a partir de los tipos en uso, como el de media figura sobre fondo de paisaje (Diana Cecil, condesa de Oxford, Madrid, Prado), o desde las más cargadas fórmulas, como la tizianesca que plantea el diálogo sentimental del hombre con un animal: un perro, un caballo (Los hijos de Carlos I, 1638, Turín, Galleria Sabauda), la manierista del retrato mitológico-alegórico (Lady Venetia Digby como la Prudencia, Windsor Castle, Royal Collection) y, sobre todas, la usada por Holbein del doble retrato de amigos o hermanos, en busto (Herbert y Sofía de Pembroke, Chastworth Collection, Devonshire) o de cuerpo entero, en donde actitudes y sentimientos se contraponen, acusados además por los varios planos de ubicación de la pareja.
Así, similares en composición pero diversos en su indagación psicológica, son los retratos de George y Francis Villiers (Londres, National Gallery) y de John y Bernard Stuart (hacia 1636, Londres, Mountbatten Collection), que ofrecen los dos extremos de esa nacarada pastoral que fue la aristocracia inglesa del siglo XVII: la nobleza de nuevo cuño, osada y reflexiva, frente a la de sangre muy añeja, desoladoramente relamida y vacía en su altanería.Si el éxito europeo de Van Dyck fue, inmediato, en Flandes también se dejaron sentir sus modos, bien que entre unos retratistas de vuelos muy locales. Así, Cornelis de Vos (Hulst, 1584-Amberes, 1651), ligado desde sus inicios al rigor de F. Pourbus el Joven (t1622) y atraído luego por el brío de Rubens -del que fue colaborador en la serie para la Torre de la Parada-, que acabará por acercarse a la elegancia de Van Dyck en unos retratos de la burguesía de Amberes, siempre un punto arcaizantes (Las hijas del artista, Berlín, Staatliche Museum); Gaspard de Crayer (Amberes, 1584-Gante, 1669), marcado por Rubens en sus obras mitológicas y, sobre todo, religiosas, tratadas con un agradable tono sentimental, que como retratista del Cardenal-infante (1635) intentará equilibrar la lección rubeniana con la más reservada de Van Dyck, sin evitar por ello un aire particularmente rígido a sus retratos (Felipe IV, Madrid, Palacio de Viana); y Gonzales Coques (Amberes, 1618-1684), el pequeño Van Dyck, que sabrá impregnar de distinción vandiquiana a sus reducidos retratos de grupos familiares -situados en ricos interiores o en cuidados parques, que le ayudan a la caracterización personal y social de cada personaje-, concebidos con el espíritu propio de las escenas dé género (Retrato de familia, Londres, Buckingham Palace).
En sus ambiciosas composiciones, su menor fantasía la suplió con una profunda preparación y las huellas rubeniana y tizianesca las solapó con los elementos de su exquisito lenguaje pictórico que, cada vez más alejado de toda estridencia formal y expresiva, buscaba más la armonía y el equilibrio que el dinamismo y la fuerza (San Martín y el pobre, hacia 1621, Saventhem, Bruselas, Saint-Martinus).A la par que se consolidaba como pintor de historia, Van Dyck era reconocido por sus retratos, cercanos a la tradición flamenca por su intento de individuación (Cornelis Van der Geest, Londres, National Gallery), pero novedosos por sus elegantes naturales actitudes (Retrato de una familia, hacia 1619, San Petersburgo, Ermitage) y por sus puestas en escena, basadas en el aparato rubeniano (Frans Snyders, Nueva York, Frick Collection). Claro anticipo de futuro, su delicado Autorretrato (hacia 1619-20, Munich, Alte Pinakothek) abre la vía al retrato heroico: no ya por fijar su fisonomía y su perfil psicológico, cuanto por explicitar la imagen del ideal de clase que llevaba dentro de sí. A sus veinte años no se retrata con la hechura del burgués que era, sino con la del caballero que soñaba ser.Tras una corta etapa en Londres (1620-21), aconsejado por Rubens y luego de prepararse a conciencia, reuniendo dibujos del maestro y copiando a los artistas del Renacimiento italiano (Cuaderno de diseños, Chatsworth Collection, Devonshire), en 1621 marchó a Italia, asentándose en Génova (1621-22 y 1625-27), pero visitando Roma (1622-23 y Venecia, a más de Florencia, Bolonia y Palermo (1624).
Como refleja su otro Cuaderno de dibujos (Londres, British Museum), en Italia reverdeció su fascinación veneciana -inspirada sobre todo por Tiziano (Susana y los viejos, Munich, Alte Pinakothek)-, se entregó a las sugestiones boloñesas de Reni (Virgen del Rosario, Palermo, Oratorio del Rosario) y se abrió al equilibrio de Correggio (Sagrada Familia, Turín, Galería Sabauda), hasta teñir su arte religioso de un tierno y elegante patetismo.Pero las obras más significativas de esta fase -por las que Van Dyck se convirtió entre 1621-27 en un genuino exponente de la pintura italiana, dejando una profunda huella en la escuela genovesa- son los retratos de la nobleza y el patriciado de Génova, de tamaño natural y cuerpo entero (La marquesa Durazzo, hacia 1625, Génova, Palazzo Reale), mas también sedentes (La marquesa Balbi, hacia 1621-22, Washington, National Gallery) y ecuestre (El marqués Brignole-Sale, Génova, Palazzo Rosso). Con ellos, reformulando la monumental tipología y la áulica escenografía introducidas en Génova por Rubens (1606) -que situó el modelo ante un paisaje detrás de un segundo plano arquitectónico a la veneciana: una terraza con balaustres y escalinatas ante un pórtico columnario-, Van Dyck intentó captar la esencia de la aristocracia genovesa acentuando los componentes conmemorativos, la suntuosidad ambiental .y la dignidad del personaje. Mucho más que en su romano concierto en rojo que es su espléndida efigie del Cardenal Guido Bentivoglio (1623, Florencia, Pitti), en estos grandilocuentes retratos, encargados con claro fin propagandístico y elaborados con evidente intención panegírica, al plasmar la presunción mezquina, el dominio altanero o la esplendorosa magnificencia de sus modelos -en especial, los femeninos-, el artista exaltó el poder y la riqueza de la republicana y plutócrata nobleza de Génova, jugando con el rigor de sus poses y los recursos compositivos (el horizonte bajo, la visión sottinsú, la reducción de sus cabezas, el alargamiento de sus cuerpos) para lograr una gran monumentalidad, redoblada por el vuelo de un cortinaje, los abalorios de los vestidos, los aislados objetos-símbolos (una rosa), que enmarcan unos rostros de ajustada expresión y amagada sonrisa.
A su regreso a Amberes (1627), favorecido en parte por las largas ausencias de Rubens, con quien entra en abierta rivalidad profesional, las pinturas de tema religioso de nuevo ocuparon un lugar destacado en su producción, elaborando grandes telas para las iglesias flamencas: la catedral de Malinas (Crucifixión, 1627), Saint-Agustinus de Amberes (Extasis de San Agustín, 1628), Saint-Michiels de Gante (Crucifixión, 1630) o la Vrouwekerk de Courtrai (Erección de la Cruz, 1631). Lejos del verbo rubeniano, en su afán por conjugar interioridad y grandeza, su conmovedora devoción peca de frialdad, en ocasiones por su mismo virtuosismo, y hasta roza la sosería. Aun así, el flujo neovéneto le hizo lograr, en torno a 1630, la más elegante y refinada emotividad religiosa en obras como La Virgen y el Niño con donantes (París, Louvre), La visión del beato Herman Joseph (Viena, Kunsthistorisches Museum) o El descanso en la huida a Egipto (Munich, Alte Pinakothek). Si en las pinturas sacras de este período (1627-32), cuyos caracteres se prolongarán durante su etapa inglesa -Piedad, versiones en Munich, (hacia 1634, Alte Pinakothek) y Amberes (hacia 1636, Musée Royal des Beaux-Arts)-, Van Dyck anuncia, casi, la poética rococó con su dulzona disolución formal y su quejumbrosa espiritualidad, la máxima ligereza y sensualidad las lograría con dos obras mitológicas elaboradas para el rey Carlos I de Inglaterra: Rinaldo y Armida (versiones en París, Louvre y Baltimore Museum), encargada por sir Endymion Porter, agente real (1629) y Cupido y Psiquis, pintada en Londres (post.
1632, Hampton Court, Royal Collection).Sin embargo, donde su genio, refinado y elitista, volvió a hallar su vocación dominante y la vía del triunfo, fue en el retrato. Prueba de su fama es que, en 1630, en reconocimiento a sus dotes la infanta Isabel a quien había efigiado con toca de viuda (1628, Turín, Galleria Sabauda)-, continuando la política desplegada con su esposo, le nombró su pintor, le libró de residir en Bruselas y le asignó un estipendio. Sus retratos de comerciantes, artistas, burócratas, militares y altos dignatarios, aristócratas y príncipes de muchos Estados de Europa responden al prototipo de medio cuerpo sobre fondo neutro, simplicidad de pose y espontánea sencillez psicológica, propios de la retratística de Flandes, pero sin disminuir su sentido de la elegancia. Unificando rasgos individuales e idiosincrasia de clase, expresó con finos tonos cromáticos y ligereza de pincel lo mismo al pintor Martin Pepyn (1632, Amberes, Musée Royal des Beaux-Arts) que al alto funcionario Jan de Monfort (Viena, Kunsthistorisches Museum) o a la aristócrata María Guisa de Tassis (1629, Vaduz, Collection Lichtenstein). Las puestas en escena las confía ahora no al decorado arquitectónico con cortinajes -si bien no falta (El duque de Croy, hacia 1630, Munich, Alte Pinakothek), como tampoco al paisaje (El conde Enrique de Bergh, hacia 1630, Madrid, Prado-, sino a la elocuencia que nace del sabio empleo de la retórica de los gestos, las actitudes, las miradas (paralelo al juego expresivo de las manos en la pintura de Hals ), animando con barroca naturalidad el lenguaje gestual manierista.
Así, plasmará el elegante empaque, casi cortesano, del grabador Paul de Pont (?), la enérgica seguridad del pintor manco Marten Ryckaert, la grandilocuencia estatal y militarista de Federico Enrique de Nassau , estatúder de Holanda, o el énfasis de reina de su esposa Amalia de Solms-Braunfels (1628, todos en Madrid, Prado).Antes de abandonar Amberes, Van Dyck inició la elaboración de sus "lcones Principum, ...doctorum, pictorum, calcographorum, ...amatorum pictoriae artis..." (Amberes, 1645), colección de más de 100 retratos de coetáneos ilustres, en que la fisonomía humana asume el carácter de expresión cultural de clase. Para esta serie preparó los dibujos y las grisallas usados por los calcógrafos para su reporte a las planchas, algunas grabadas por él al aguafuerte, aunque la mayoría lo fueron por Vorsterman, Pontius, etc. La gran difusión alcanzada por esta serie contribuyó a aumentar su consolidado prestigio de retratista.Es, pues, evidente que la verdadera vía expresiva de Van Dyck fue el retrato, al que se entregaría con exageración desde 1632, fecha de su definitiva residencia en Inglaterra. Tras unas jornadas en La Haya para retratar al orangista Constantyn Huygens (como hiciera, en 1628, visitando la corte del estatúder para efigiar a la familia Nassau), se estableció en Londres como pintor de Carlos I, que le colmó de dádivas y le ennobleció. A pesar de sus intentos por desplazar a Rubens, allí permaneció hasta su muerte, salvo dos cortos viajes a Bruselas (1634) -retratando al Cardenal-infante Fernando (Madrid, Prado) y a París (1640), tras ceder a la presión real y casarse con Mary Ruthven (1639, Madrid, Prado), una dama inglesa, viuda de conde y alopécica.
¡Cuán grande fue el abismo que le distinguió de Rubens!En Inglaterra, Van Dyck tropezó con su aristocrático ideal hecho realidad en la vanidosa corte de Carlos I, hallando en la ensoñadora y melancólica aristocracia inglesa los modelos más apropiados. Aunque la febril actividad que desplegó (más de 400 retratos), le abocó a una obligada reiteración de esquemas y elementos (sobremanera, los de su etapa genovesa) y a una constante colaboración de su taller -formado por ayudantes de escaso talento, a los que no fue capaz de dirigir-, reduciendo cada vez más sus intervenciones al rostro y las manos, o al logro de un efecto, nada más celebrado que los retratos pintados por entonces. Y es que, a pesar de las desigualdades y negligencias de factura, cuando realizó personalmente una obra, creó unas imágenes inolvidables del rey, su familia y la nobleza. Ligeros de pasta, cálidos de color y bañados por una dorada luz, sus retratos de Carlos I son poéticas encarnaciones de la monarquía absoluta, en las que el elegante modelo interpreta varios papeles cargados de simbolismo: armado y a caballo como comandante supremo (hacia 1634, Londres, National Gallery); de pie, ante su montura, como gentilhombre cazador (1635, París, Louvre); o, con el señor de Saint-Anthoine, atravesando a caballo un arco de triunfo a la romana (1633, Londres, Buckingham Palace), como monarca de derecho divino e incuestionable autoridad. Tan excelsas, y aún más, son sus representaciones de la nobleza inglesa, elaboradas a partir de los tipos en uso, como el de media figura sobre fondo de paisaje (Diana Cecil, condesa de Oxford, Madrid, Prado), o desde las más cargadas fórmulas, como la tizianesca que plantea el diálogo sentimental del hombre con un animal: un perro, un caballo (Los hijos de Carlos I, 1638, Turín, Galleria Sabauda), la manierista del retrato mitológico-alegórico (Lady Venetia Digby como la Prudencia, Windsor Castle, Royal Collection) y, sobre todas, la usada por Holbein del doble retrato de amigos o hermanos, en busto (Herbert y Sofía de Pembroke, Chastworth Collection, Devonshire) o de cuerpo entero, en donde actitudes y sentimientos se contraponen, acusados además por los varios planos de ubicación de la pareja.
Así, similares en composición pero diversos en su indagación psicológica, son los retratos de George y Francis Villiers (Londres, National Gallery) y de John y Bernard Stuart (hacia 1636, Londres, Mountbatten Collection), que ofrecen los dos extremos de esa nacarada pastoral que fue la aristocracia inglesa del siglo XVII: la nobleza de nuevo cuño, osada y reflexiva, frente a la de sangre muy añeja, desoladoramente relamida y vacía en su altanería.Si el éxito europeo de Van Dyck fue, inmediato, en Flandes también se dejaron sentir sus modos, bien que entre unos retratistas de vuelos muy locales. Así, Cornelis de Vos (Hulst, 1584-Amberes, 1651), ligado desde sus inicios al rigor de F. Pourbus el Joven (t1622) y atraído luego por el brío de Rubens -del que fue colaborador en la serie para la Torre de la Parada-, que acabará por acercarse a la elegancia de Van Dyck en unos retratos de la burguesía de Amberes, siempre un punto arcaizantes (Las hijas del artista, Berlín, Staatliche Museum); Gaspard de Crayer (Amberes, 1584-Gante, 1669), marcado por Rubens en sus obras mitológicas y, sobre todo, religiosas, tratadas con un agradable tono sentimental, que como retratista del Cardenal-infante (1635) intentará equilibrar la lección rubeniana con la más reservada de Van Dyck, sin evitar por ello un aire particularmente rígido a sus retratos (Felipe IV, Madrid, Palacio de Viana); y Gonzales Coques (Amberes, 1618-1684), el pequeño Van Dyck, que sabrá impregnar de distinción vandiquiana a sus reducidos retratos de grupos familiares -situados en ricos interiores o en cuidados parques, que le ayudan a la caracterización personal y social de cada personaje-, concebidos con el espíritu propio de las escenas dé género (Retrato de familia, Londres, Buckingham Palace).