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Desarrollo


Otros sacrificios de hombres La mayor solemnidad que hacían por año en México era al fin de su decimocuarto mes, a quien llaman panquezaliztli; y no sólo allí, sino en toda su tierra la celebraban pomposamente, pues estaba consagrada a Tezcatlipuca y a Vitcilpuchtli, los mayores y mejores dioses de todas aquellas partes; dentro de cuyo tiempo se sangran muchas veces de noche, y aun entre el día, unos de la lengua, por donde metían pajuelas; otros de las orejas, otros de las pantorrillas, y finalmente, cada uno de donde quería y más en devoción tenía. Ofrecían la sangre y oraciones con mucho incienso a los ídolos, y después los sahumaban. Estaban obligados a ayunar todos los legos ocho días, y muchos entraban al patio como penitentes para ayunar todo un año entero y para sacrificarse de los miembros que más pecaban. Entraban asimismo algunas mujeres devotas a guisar de comer para los que ayunaban. Todos éstos cogían su sangre en papeles, y con el dedo rociaban o pintaban los ídolos de Vitcilopuchtli y Tezcatlipuca y otros abogados suyos. Antes de que amaneciese el Oía de la fiesta venían al templo todos los religiosos de la ciudad y criados de los dioses, el rey, los caballeros y otra infinidad de gente; en fin, pocos hombres sanos dejaban de ir. Salía del templo el gran achcahutli con una imagen pequeña de Vitcilopuchtli muy adornada y galana, se ponían todos en fila, y caminaban en procesión. Los religiosos iban con las sobrepellices que usan, unos cantando, otros incensando; pasaban por el Tlatelulco; iban a una ermita de Acolman, donde sacrificaban cuatro cautivos.

De allí entraban en Azcapuzalco, en Tlacopan, en Chapultepec y Vicilopuchco, y en un templo de aquel lugar, que estaba fuera en el camino, hacían oración, y mataban otros cuatro cautivos con tantas ceremonias y devoción que todos lloraban. Se volvían con tanto a México, después de haber andado cinco leguas en ayunas, a comer. Por la tarde sacrificaban cien esclavos y cautivos, y algunos años doscientos. Un año mataban menos, otro más, según la maña que se daban en las guerras a cautivar enemigos. Echaban a rodar los cuerpos de los cautivos gradas abajo. A los otros, que eran de esclavos, los llevaban a cuestas. Comían los sacerdotes las cabezas de los esclavos y los corazones de los cautivos. Enterraban los corazones de los esclavos, y descarnaban los de los cautivos para ponerlos en el osario. Daban con los corazones de éstos en el suelo, y echaban los de aquéllos hacia el Sol, que también en esto los diferenciaban, o los tiraban al ídolo del cual era la fiesta; y si le acertaban en la cara, buena señal. Para festejar la carne de hombres que comían, hacían grandes bailes y se emborrachaban. Por el mes de noviembre, cuando ya habían cogido el maíz y las otras legumbres de que se mantienen, celebran una fiesta en honor de Tezcatlipuca, ídolo a quien más divinidad atribuyen. Hacían unos bollos de masa de maíz y simiente de ajenjo, aunque son de otra clase que los de aquí, y los echaban a cocer en ollas con agua sola. Mientras que hervían y se cocían los bollos, tañían los muchachos un atabal, y cantaban algunos de sus cantares alrededor de las ollas; y en fin decían: "Estos bollos de pan ya se vuelven carne de nuestro dios Tezcatlipuca"; y después se los comían con gran devoción.

En los cinco días que no entran en ningún mes del año, sino que se andan por sí para igualar el tiempo con el curso del Sol, tenían una gran fiesta, y la regocijaban con danzas, canciones, comidas y borracheras, con ofrendas y sacrificios que hacían de su propia sangre a las estatuas que tenían en los templos y tras cada rincón de sus casas; pero lo sustancial y principalísimo de ella era ofrecer hombres, matar hombres y comer hombres; que sin muerte no había alegría ni placer. Los hombres que sacrificaban vivos al Sol y a la Luna para que no se muriesen, como habían hecho otras cuatro veces, eran infinitos, porque no les sacrificaban un día solamente, sino muchos entre año; y al Lucero, que tienen por la mejor estrella, mataban un esclavo del rey el día que primero se les mostraba, y lo descubren en otoño, y le ven doscientos sesenta días. Le atribuyen los hados; y así agüeran por unos signos que pintan para cada día de aquellos doscientos sesenta. Creen que Topilcil, su primer rey, se convirtió en aquella estrella. Otras cosas y poesías razonaban sobre este planeta; mas porque para la historia bastan las dichas, no las cuento; y no sólo matan un hombre al nacimiento de esta estrella, sino que hacen otras ofrendas y sangrías, y los sacerdotes le adoran cada mañana de aquéllas, y sahúman con inciensos y sangre propia, que sacan de diversas partes del cuerpo. Cuando más se sangraban estos indios, antes cuando nadie quedaba sin sangrías ni lancetadas, era habiendo eclipse de Sol, que de Luna no tanto, pues pensaban que se quería morir. Unos se punzaban la frente, otros las orejas, otros la lengua; quién se sajaba los brazos, quién las piernas, quién los pechos; porque tal era la devoción de cada uno, aunque también iban aquellas sangrías según usanza de cada villa; pues unos se picaban en el pecho y otros en el muslo, y la mayoría en la cara; y entre los mismos vecinos de un pueblo era más devoto el que más señales tenía de haberse sangrado, y muchos llevaban agujerada la cara como una criba.

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