Organización y mecanismos diplomáticos
Compartir
Datos principales
Rango
relac-inter
Desarrollo
Evidentemente, la diplomacia del siglo XVIII era la lógica continuación de la de la centuria anterior, donde se habían puesto las bases para el desarrollo posterior de embajadas, relaciones entre monarcas o procesos negociadores. Como ya hemos señalado, la especial concepción de las relaciones internacionales en el Setecientos dio lugar a una actividad sin precedentes, tanto por el número de convenciones y negociaciones como por el perfeccionamiento de los mecanismos. También en las épocas de paz las acciones diplomáticas se orientaban a objetivos muy variados, desde la consecución de empresas comerciales al estrechamiento de lazos cortesanos por muy distintos medios, para lo que se utilizaban las embajadas permanentes o los contactos particulares entre ministros y comisionados extranjeros. Mientras que en los tiempos bélicos, los fines consistían en influir sobre la conducta de los aliados, enemigos y neutrales y en conducir la guerra de acuerdo con unos intereses muy concretos. Se extendieron las legaciones permanentes por la mayoría de las grandes potencias, pero todavía no estaban generalizadas, y se prefería la formación de comisiones especiales en los momentos precisos. Algunos Estados, aunque disponían de representantes permanentes, mandaban delegados extraordinarios para las negociaciones cruciales o embajadores solemnes para las funciones ceremoniales, por ejemplo, matrimonios o nacimientos. Aún numerosos monarcas no tenían legaciones fijas nada más que en unas pocas capitales por su coste, la dificultad de encontrar personal adecuado o la ausencia o escasez de temas negociables.
En las redes diplomáticas no figuraban los príncipes de menor categoría, carentes de representación regular en las principales capitales y obligados a valerse de miembros de la corte para las misiones, compartir un agente con otro soberano o fiarse de las cartas privadas o confidenciales. Existía una gran concentración de comisionados en las grandes ciudades, Viena, París, Londres o Berlín, porque eran centros políticos y culturales donde las conversaciones de cualquier tipo nunca quedaban interrumpidas por considerarse foros diplomáticos de negociación general y de fácil acceso para las partes implicadas. Aquí coincidían embajadores de todas las potencias, especialmente las de rango inferior por la necesidad de defender sus intereses frente a los Estados más poderosos, que no mantenían delegados en las cortes pequeñas. Sin embargo, no existía un lugar fijo de reunión, sobre todo cuando en las sesiones se trataban asuntos relativos a nuevas pretensiones de algunos de los participantes, ya que entonces la atmósfera de tensión aconsejaba el desarrollo en un punto neutral o poco comprometido. Puesto que los diplomáticos representaban a sus soberanos, que contaban con una categoría dentro de la jerarquía monárquica, debían elegir a sus delegados con mucho cuidado, con el fin de que estableciesen la gloria real -y estuvieran a la altura de las circunstancias-. La elección solía recaer en los aristócratas, ya que la costumbre asignaba al comisionado parte del costo de la embajada.
El grado más alto dentro del cuerpo diplomático, el de embajador, sólo se mandaba a un reducido número de cortes, las de mayor consideración, donde el gobernante anfitrión se preocupaba de tratar a cada legación con el ceremonial preciso. Los otros agentes extraordinarios de la escala diplomática, incluyendo ministros residentes hasta secretarios de embajada, personal sin acreditar y secretarios, tenían diversas categorías que permitían realizar distinciones e intercambiarse los cargos. Aunque los puestos de nivel superior se ocupaban por aristócratas, había una amplía representación social en el resto de la organización; la corte versallesca hizo llamar a los hombres nuevos o nobleza de toga, relevantes en la vida político-social, que estaban cualificados y habían sido probados en los despachos de asuntos exteriores. El empleo de eclesiásticos, muy raro en la Europa protestante, era cada vez menos frecuente en los Estados católicos, con la excepción de las nunciaturas papales. Numerosos representantes de la aristocracia desempeñaban puestos militares en tiempos de guerra y, por tanto, servían a sus soberanos continuamente, ya como militares, ya como diplomáticos; otros llevaban una o dos misiones y volvían a sus países a ocuparse de cuestiones menos comprometidas, a veces en la corte o en el protocolo, e incluso se retiraban del servicio real directo. Los puestos consulares estaban monopolizados por los comerciantes, ya que contaban con la preparación adecuada en esa materia, considerada secundaria dentro del campo de las relaciones internacionales.
Era muy difícil evaluar la cualificación de los diplomáticos, en especial si tenemos en cuenta la habilidad requerida para su trabajo. La influencia en la corte reflejaba, en múltiples ocasiones, su capacidad para causar una buena impresión mediante la participación en cacerías, fiestas o actividades cortesanas. Debido a su educación, los aristócratas parecían los más capacitados, aunque careciesen de ciertas aptitudes para la negociación, pero allí podían sustituirse por ministros o delegados, si bien estaban encargados de la transmisión de los mensajes especiales. La disposición y experiencia de los embajadores y demás cargos dependían de su trayectoria personal y, en consecuencia, variaba de unos a otros. Muchos directores de las relaciones internacionales eran diplomáticos experimentados, como Pombal o Kaunitz, mientras que otros provenían de las secretarías o habían pasado directamente al Ministerio de Asuntos Exteriores. De hecho, no faltaban las quejas de los delegados acreditados en una corte sobre incompetencia de los ministros responsables y la subjetividad de los resultados de las negociaciones en función del ánimo o puntos de vista particulares. Otras protestas provenían de la falta de poder y la incoherencia en los planteamientos de los ministros, derivada de la confusa política cortesana o de las opiniones contradictorias del monarca. Ciertos soberanos, como Felipe V o Federico Guillermo I , tuvieron fama de intratables y, con frecuencia, no era suficiente llegar a un acuerdo con sus ministros por el riesgo de una negativa real.
También en Estados con instituciones representativas existía el peligro de la anulación de lo pactado por presiones internas inesperadas. Al mismo tiempo, los príncipes y sus ministros denunciaban que los embajadores y enviados excedían sus atribuciones, explicable porque las instrucciones recibidas no podían abarcar todas las eventualidades de una negociación y resultaba imposible, dada la situación de las comunicaciones, responder con rapidez a los cambios y mandar nuevas instrucciones. Por tanto, en los diplomáticos recaía toda la responsabilidad de las conversaciones y el acierto de los acuerdos en función de lo que entendían era la voluntad del soberano. La lentitud e incertidumbre de las comunicaciones condicionaba de forma especial las deliberaciones. Con frecuencia, la formación de los diplomáticos era episódica, basada en la conversación y en los viajes, reflejo del carácter de las reformas administrativas del siglo. Las universidades instruían a los juristas, muy útiles para la redacción de los tratados y en las discusiones en su papel de asesores legales. No obstante, los secretarios de embajada y todo el cuerpo de diplomáticos necesitaban amplios conocimientos, entre otros, de historia, idiomas y geografía. En general, dicha cualificación era adquirida mediante la experiencia, al seguir a un embajador por el extranjero o al trabajar en los despachos de asuntos exteriores; por ejemplo, Vergennes fue aleccionado por su tío Chavigny. La Academia Política, fundada en 1712 por el ministro francés de Asuntos Exteriores, Torcy, para la instrucción de diplomáticos, desapareció en 1720 tras su caída.
Los alumnos estudiaban la correspondencia y los archivos y hacían exposiciones en el marco de conferencias presididas por el director. Cátedras regias de Historia Moderna se fundaron en Oxford y Cambridge, en 1724, para ayudar en la formación de posibles estudiantes, pero salieron muy pocos diplomáticos eficaces. Con la misma preocupación, en 1752, en Göttingen, el historiador Shöpflin, catedrático de la Universidad de Estrasburgo, presentaba la historia de las casas soberanas de Alemania, grandes dinastías e importantes tratados de paz. Acudieron numerosos alumnos de toda Europa, incluida la alta nobleza, debido a la fama alcanzada por su selecta concurrencia, planes de estudio detallados, biblioteca especializada o profesorado cualificado; indiscutiblemente, constituía una excepción de buen funcionamiento por sus excelentes resultados.. Por otro lado, Pedro I envió a nobles rusos fuera del país para aumentar sus conocimientos, sobre todo de lenguas, pero esta circunstancia no impidió que la red rusa estuviera casi siempre compuesta por extranjeros. Tal situación no era excepcional, pues la mayoría de los servicios diplomáticos contaban con personas escogidas por los soberanos, al margen de su nacionalidad, o provenientes de otras esferas de la Administración. Carlos VI nombró consejeros españoles para los asuntos italianos y a medida que el príncipe Eugenio envejecía fue sustituido por Bartenstein, de Estrasburgo, secretario del Consejo Secreto, y muy pronto los principales embajadores en Versalles, Londres o La Haya pertenecían a su clientela.
Sin embargo, hubo cierta preocupación en los departamentos de exteriores por contar con empleados preparados y fieles en puestos de extranjeros contratados por su talento, casi siempre alemanes o italianos. Pero, de hecho, a excepción de la Academia Eclesiástica Pontificia, fundada en Roma en 1701, las instituciones de enseñanza tuvieron una vida corta y llena de dificultades. Había que añadir, también, que los aristócratas se negaban, muy a menudo, a aceptar estudios regulares y la prevalencia del francés en la diplomacia ayudó a reducir la necesidad de conocimientos lingüísticos. La debilidad de España, seguida por la ascensión de un Borbón en 1700, la hegemonía de Francia con Luis XIV , el mayor papel de París como centro diplomático, el declive del prestigio papal y la importancia de los dialectos alemanes, contribuyeron a convertir el francés en básico para las relaciones internacionales de Europa occidental. En Oriente, el alemán, latín e italiano todavía se utilizaban, pero no desbancaron al francés. No sólo estaba presente en negociaciones, sino también en la correspondencia entre los príncipes, sus ministros y sus enviados. En Gran Bretaña se generalizó con Jorge I y en Austria con María Teresa . Indudablemente, la preeminencia del francés reflejaba el carácter internacional de la diplomacia y su interrelación con la sociedad monárquica y aristocrática.
En las negociaciones se aceptaba la inmunidad y se superaron barreras confesionales y de procedencia, lo que ayudó a crear un mundo diplomático más homogéneo. La evolución de la vida política conducía, a veces, a un Estado a modificar sus redes y su organización en el Continente. Ahora bien, no faltaban las tensiones entre los entramados diplomáticos y los departamentos especializados del país creados para dirigir las relaciones internacionales. Aunque sería un error generalizar tales cambios administrativos, en numerosos países dichos organismos se desarrollaron hasta el punto de lograr una gran singularidad y contar con personal permanente cualificado: traductores, geógrafos o archiveros. Bastantes de estos altos cargos permanecieron durante años en sus puestos, por lo que se garantizaba la eficacia, ya que formaban un grupo cerrado y se sucedían de padres a hijos, a quienes transmitían los métodos de trabajo y la experiencia acumulada. El trabajo fue facilitado por los archivos, que servían de memoria para los acontecimientos, al tiempo que se multiplicaban las síntesis bien documentadas sobre relaciones internacionales. En ocasiones, se centralizaba la documentación y la actividad diplomática en un único edificio, con lo que aumentó la eficiencia por el envío de nuevos empleados especializados en la administración, la elaboración de colecciones de mapas, la contratación de jurisconsultos para los asuntos legales, la entrada de abogados encargados de la defensa de los derechos reales y la participación de geógrafos para estudiar los límites fronterizos tanto nacionales como locales.
Todos juntos estudiaban la evolución de las políticas extranjeras para preparar iniciativas y proyectar su futura posición en Europa. Ahora, las directrices diplomáticas resultaban más coherentes, a pesar de las discrepancias internas, y se preparaban los sistemas y planes que debían obedecer los ministros, embajadores y agentes secretos. Un ejemplo significativo lo hallamos en el hecho de que una alianza con un país extranjero se integraba desde su origen en el seno de otras alianzas, pues, de lo contrario, no resultaba aconsejable. Las informaciones recibidas y las rígidas directrices procedían de las construcciones sistemáticas, mientras que la necesaria flexibilidad en ciertos asuntos estaba reservada para las diplomacias paralelas, como la del secreto del rey. Tales disposiciones marcaron la época de Chauvelin y del marqués De d'Argenson, pues la Revolución diplomática significó una nueva forma de comprender Europa. En 1719, en Rusia el antiguo Departamento de Embajadas era reemplazado por el Colegio de Asuntos Exteriores. Portugal abrió una oficina separada para los asuntos exteriores en 1736. En 1782, en Londres se fundaba la Oficina del Secretario de Estado para Asuntos Exteriores, con personal especializado permanente, acabando con el sistema antiguo de dos secretarios, entre cuyas funciones estaba la de dirigir la diplomacia, y que, en ocasiones, interferían entre sí. Por el contrario, numerosos territorios carecían de semejantes instituciones y, cuando existían, contaban con pocos empleados, sin especializar y formados en el trabajo cotidiano.
De cualquier forma, la maniobrabilidad de los departamentos de asuntos exteriores estaba muy mediatizada por la intervención directa de los monarcas y sus ministros. A finales de la centuria, todavía las instrucciones de los embajadores recogían cláusulas que reflejaban que sin el conocimiento de la política interna del país no se podía comprender la política internacional; a todo ello se unía el escaso correo entre la corte y sus enviados. Al lado de la diplomacia oficial existía en Francia una diplomacia paralela o secreta, resultado de la especial atención requerida por determinadas cuestiones, la confidencialidad o la discreción. Era una organización definida como el secreto del rey, por la que se mantuvo una correspondencia sin informar a los ministros y que seguía unas directrices políticas a veces contradictorias con los proyectos elaborados por el Consejo Real o el secretario de Estado para los Asuntos Extranjeros. Los diplomáticos no siempre gozaban de la total confianza de sus soberanos y al comunicar sus comisiones trataban de resaltar su labor; de hecho la correspondencia quería convencer y explicar al mismo tiempo. Incluso, se prefería negociar por medio de informes escritos y no mediante discusiones, ya que de esta manera no había forma de modificar lo expuesto. Ahora bien, era un sistema más propio de aliados, como Francia y Prusia en 1752, que para las ambigüedades características del intercambio diplomático. Bastantes gobernantes daban instrucciones muy precisas a los delegados para que fueran muy cautos a la hora de comprometerse por escrito.
La correspondencia estaba orientada a causar buena impresión al receptor y se resaltaba el desinterés particular de los monarcas, sus benévolas intenciones, los propósitos defensivos en cualquier acción militar o diplomática, su preocupación por el bien público y la honradez de sus puntos de vista. Las denominadas contestaciones generales se encontraban por todo el correo, pero no son fáciles de identificar por el lenguaje empleado, muy complicado, dadas las intenciones de engañar o disimular. La incertidumbre de los acontecimientos y la precariedad de las alianzas fomentaban la tendencia a negociar con objetivos más amplios y desarrollar varios planes, a veces contradictorios, al mismo tiempo. Esto ayudó a mantener un sentimiento de inestabilidad y fluidez, tan destacado en la correspondencia diplomática, porque había una voluntad de maniobrar con el fin de conseguir los objetivos previstos.
En las redes diplomáticas no figuraban los príncipes de menor categoría, carentes de representación regular en las principales capitales y obligados a valerse de miembros de la corte para las misiones, compartir un agente con otro soberano o fiarse de las cartas privadas o confidenciales. Existía una gran concentración de comisionados en las grandes ciudades, Viena, París, Londres o Berlín, porque eran centros políticos y culturales donde las conversaciones de cualquier tipo nunca quedaban interrumpidas por considerarse foros diplomáticos de negociación general y de fácil acceso para las partes implicadas. Aquí coincidían embajadores de todas las potencias, especialmente las de rango inferior por la necesidad de defender sus intereses frente a los Estados más poderosos, que no mantenían delegados en las cortes pequeñas. Sin embargo, no existía un lugar fijo de reunión, sobre todo cuando en las sesiones se trataban asuntos relativos a nuevas pretensiones de algunos de los participantes, ya que entonces la atmósfera de tensión aconsejaba el desarrollo en un punto neutral o poco comprometido. Puesto que los diplomáticos representaban a sus soberanos, que contaban con una categoría dentro de la jerarquía monárquica, debían elegir a sus delegados con mucho cuidado, con el fin de que estableciesen la gloria real -y estuvieran a la altura de las circunstancias-. La elección solía recaer en los aristócratas, ya que la costumbre asignaba al comisionado parte del costo de la embajada.
El grado más alto dentro del cuerpo diplomático, el de embajador, sólo se mandaba a un reducido número de cortes, las de mayor consideración, donde el gobernante anfitrión se preocupaba de tratar a cada legación con el ceremonial preciso. Los otros agentes extraordinarios de la escala diplomática, incluyendo ministros residentes hasta secretarios de embajada, personal sin acreditar y secretarios, tenían diversas categorías que permitían realizar distinciones e intercambiarse los cargos. Aunque los puestos de nivel superior se ocupaban por aristócratas, había una amplía representación social en el resto de la organización; la corte versallesca hizo llamar a los hombres nuevos o nobleza de toga, relevantes en la vida político-social, que estaban cualificados y habían sido probados en los despachos de asuntos exteriores. El empleo de eclesiásticos, muy raro en la Europa protestante, era cada vez menos frecuente en los Estados católicos, con la excepción de las nunciaturas papales. Numerosos representantes de la aristocracia desempeñaban puestos militares en tiempos de guerra y, por tanto, servían a sus soberanos continuamente, ya como militares, ya como diplomáticos; otros llevaban una o dos misiones y volvían a sus países a ocuparse de cuestiones menos comprometidas, a veces en la corte o en el protocolo, e incluso se retiraban del servicio real directo. Los puestos consulares estaban monopolizados por los comerciantes, ya que contaban con la preparación adecuada en esa materia, considerada secundaria dentro del campo de las relaciones internacionales.
Era muy difícil evaluar la cualificación de los diplomáticos, en especial si tenemos en cuenta la habilidad requerida para su trabajo. La influencia en la corte reflejaba, en múltiples ocasiones, su capacidad para causar una buena impresión mediante la participación en cacerías, fiestas o actividades cortesanas. Debido a su educación, los aristócratas parecían los más capacitados, aunque careciesen de ciertas aptitudes para la negociación, pero allí podían sustituirse por ministros o delegados, si bien estaban encargados de la transmisión de los mensajes especiales. La disposición y experiencia de los embajadores y demás cargos dependían de su trayectoria personal y, en consecuencia, variaba de unos a otros. Muchos directores de las relaciones internacionales eran diplomáticos experimentados, como Pombal o Kaunitz, mientras que otros provenían de las secretarías o habían pasado directamente al Ministerio de Asuntos Exteriores. De hecho, no faltaban las quejas de los delegados acreditados en una corte sobre incompetencia de los ministros responsables y la subjetividad de los resultados de las negociaciones en función del ánimo o puntos de vista particulares. Otras protestas provenían de la falta de poder y la incoherencia en los planteamientos de los ministros, derivada de la confusa política cortesana o de las opiniones contradictorias del monarca. Ciertos soberanos, como Felipe V o Federico Guillermo I , tuvieron fama de intratables y, con frecuencia, no era suficiente llegar a un acuerdo con sus ministros por el riesgo de una negativa real.
También en Estados con instituciones representativas existía el peligro de la anulación de lo pactado por presiones internas inesperadas. Al mismo tiempo, los príncipes y sus ministros denunciaban que los embajadores y enviados excedían sus atribuciones, explicable porque las instrucciones recibidas no podían abarcar todas las eventualidades de una negociación y resultaba imposible, dada la situación de las comunicaciones, responder con rapidez a los cambios y mandar nuevas instrucciones. Por tanto, en los diplomáticos recaía toda la responsabilidad de las conversaciones y el acierto de los acuerdos en función de lo que entendían era la voluntad del soberano. La lentitud e incertidumbre de las comunicaciones condicionaba de forma especial las deliberaciones. Con frecuencia, la formación de los diplomáticos era episódica, basada en la conversación y en los viajes, reflejo del carácter de las reformas administrativas del siglo. Las universidades instruían a los juristas, muy útiles para la redacción de los tratados y en las discusiones en su papel de asesores legales. No obstante, los secretarios de embajada y todo el cuerpo de diplomáticos necesitaban amplios conocimientos, entre otros, de historia, idiomas y geografía. En general, dicha cualificación era adquirida mediante la experiencia, al seguir a un embajador por el extranjero o al trabajar en los despachos de asuntos exteriores; por ejemplo, Vergennes fue aleccionado por su tío Chavigny. La Academia Política, fundada en 1712 por el ministro francés de Asuntos Exteriores, Torcy, para la instrucción de diplomáticos, desapareció en 1720 tras su caída.
Los alumnos estudiaban la correspondencia y los archivos y hacían exposiciones en el marco de conferencias presididas por el director. Cátedras regias de Historia Moderna se fundaron en Oxford y Cambridge, en 1724, para ayudar en la formación de posibles estudiantes, pero salieron muy pocos diplomáticos eficaces. Con la misma preocupación, en 1752, en Göttingen, el historiador Shöpflin, catedrático de la Universidad de Estrasburgo, presentaba la historia de las casas soberanas de Alemania, grandes dinastías e importantes tratados de paz. Acudieron numerosos alumnos de toda Europa, incluida la alta nobleza, debido a la fama alcanzada por su selecta concurrencia, planes de estudio detallados, biblioteca especializada o profesorado cualificado; indiscutiblemente, constituía una excepción de buen funcionamiento por sus excelentes resultados.. Por otro lado, Pedro I envió a nobles rusos fuera del país para aumentar sus conocimientos, sobre todo de lenguas, pero esta circunstancia no impidió que la red rusa estuviera casi siempre compuesta por extranjeros. Tal situación no era excepcional, pues la mayoría de los servicios diplomáticos contaban con personas escogidas por los soberanos, al margen de su nacionalidad, o provenientes de otras esferas de la Administración. Carlos VI nombró consejeros españoles para los asuntos italianos y a medida que el príncipe Eugenio envejecía fue sustituido por Bartenstein, de Estrasburgo, secretario del Consejo Secreto, y muy pronto los principales embajadores en Versalles, Londres o La Haya pertenecían a su clientela.
Sin embargo, hubo cierta preocupación en los departamentos de exteriores por contar con empleados preparados y fieles en puestos de extranjeros contratados por su talento, casi siempre alemanes o italianos. Pero, de hecho, a excepción de la Academia Eclesiástica Pontificia, fundada en Roma en 1701, las instituciones de enseñanza tuvieron una vida corta y llena de dificultades. Había que añadir, también, que los aristócratas se negaban, muy a menudo, a aceptar estudios regulares y la prevalencia del francés en la diplomacia ayudó a reducir la necesidad de conocimientos lingüísticos. La debilidad de España, seguida por la ascensión de un Borbón en 1700, la hegemonía de Francia con Luis XIV , el mayor papel de París como centro diplomático, el declive del prestigio papal y la importancia de los dialectos alemanes, contribuyeron a convertir el francés en básico para las relaciones internacionales de Europa occidental. En Oriente, el alemán, latín e italiano todavía se utilizaban, pero no desbancaron al francés. No sólo estaba presente en negociaciones, sino también en la correspondencia entre los príncipes, sus ministros y sus enviados. En Gran Bretaña se generalizó con Jorge I y en Austria con María Teresa . Indudablemente, la preeminencia del francés reflejaba el carácter internacional de la diplomacia y su interrelación con la sociedad monárquica y aristocrática.
En las negociaciones se aceptaba la inmunidad y se superaron barreras confesionales y de procedencia, lo que ayudó a crear un mundo diplomático más homogéneo. La evolución de la vida política conducía, a veces, a un Estado a modificar sus redes y su organización en el Continente. Ahora bien, no faltaban las tensiones entre los entramados diplomáticos y los departamentos especializados del país creados para dirigir las relaciones internacionales. Aunque sería un error generalizar tales cambios administrativos, en numerosos países dichos organismos se desarrollaron hasta el punto de lograr una gran singularidad y contar con personal permanente cualificado: traductores, geógrafos o archiveros. Bastantes de estos altos cargos permanecieron durante años en sus puestos, por lo que se garantizaba la eficacia, ya que formaban un grupo cerrado y se sucedían de padres a hijos, a quienes transmitían los métodos de trabajo y la experiencia acumulada. El trabajo fue facilitado por los archivos, que servían de memoria para los acontecimientos, al tiempo que se multiplicaban las síntesis bien documentadas sobre relaciones internacionales. En ocasiones, se centralizaba la documentación y la actividad diplomática en un único edificio, con lo que aumentó la eficiencia por el envío de nuevos empleados especializados en la administración, la elaboración de colecciones de mapas, la contratación de jurisconsultos para los asuntos legales, la entrada de abogados encargados de la defensa de los derechos reales y la participación de geógrafos para estudiar los límites fronterizos tanto nacionales como locales.
Todos juntos estudiaban la evolución de las políticas extranjeras para preparar iniciativas y proyectar su futura posición en Europa. Ahora, las directrices diplomáticas resultaban más coherentes, a pesar de las discrepancias internas, y se preparaban los sistemas y planes que debían obedecer los ministros, embajadores y agentes secretos. Un ejemplo significativo lo hallamos en el hecho de que una alianza con un país extranjero se integraba desde su origen en el seno de otras alianzas, pues, de lo contrario, no resultaba aconsejable. Las informaciones recibidas y las rígidas directrices procedían de las construcciones sistemáticas, mientras que la necesaria flexibilidad en ciertos asuntos estaba reservada para las diplomacias paralelas, como la del secreto del rey. Tales disposiciones marcaron la época de Chauvelin y del marqués De d'Argenson, pues la Revolución diplomática significó una nueva forma de comprender Europa. En 1719, en Rusia el antiguo Departamento de Embajadas era reemplazado por el Colegio de Asuntos Exteriores. Portugal abrió una oficina separada para los asuntos exteriores en 1736. En 1782, en Londres se fundaba la Oficina del Secretario de Estado para Asuntos Exteriores, con personal especializado permanente, acabando con el sistema antiguo de dos secretarios, entre cuyas funciones estaba la de dirigir la diplomacia, y que, en ocasiones, interferían entre sí. Por el contrario, numerosos territorios carecían de semejantes instituciones y, cuando existían, contaban con pocos empleados, sin especializar y formados en el trabajo cotidiano.
De cualquier forma, la maniobrabilidad de los departamentos de asuntos exteriores estaba muy mediatizada por la intervención directa de los monarcas y sus ministros. A finales de la centuria, todavía las instrucciones de los embajadores recogían cláusulas que reflejaban que sin el conocimiento de la política interna del país no se podía comprender la política internacional; a todo ello se unía el escaso correo entre la corte y sus enviados. Al lado de la diplomacia oficial existía en Francia una diplomacia paralela o secreta, resultado de la especial atención requerida por determinadas cuestiones, la confidencialidad o la discreción. Era una organización definida como el secreto del rey, por la que se mantuvo una correspondencia sin informar a los ministros y que seguía unas directrices políticas a veces contradictorias con los proyectos elaborados por el Consejo Real o el secretario de Estado para los Asuntos Extranjeros. Los diplomáticos no siempre gozaban de la total confianza de sus soberanos y al comunicar sus comisiones trataban de resaltar su labor; de hecho la correspondencia quería convencer y explicar al mismo tiempo. Incluso, se prefería negociar por medio de informes escritos y no mediante discusiones, ya que de esta manera no había forma de modificar lo expuesto. Ahora bien, era un sistema más propio de aliados, como Francia y Prusia en 1752, que para las ambigüedades características del intercambio diplomático. Bastantes gobernantes daban instrucciones muy precisas a los delegados para que fueran muy cautos a la hora de comprometerse por escrito.
La correspondencia estaba orientada a causar buena impresión al receptor y se resaltaba el desinterés particular de los monarcas, sus benévolas intenciones, los propósitos defensivos en cualquier acción militar o diplomática, su preocupación por el bien público y la honradez de sus puntos de vista. Las denominadas contestaciones generales se encontraban por todo el correo, pero no son fáciles de identificar por el lenguaje empleado, muy complicado, dadas las intenciones de engañar o disimular. La incertidumbre de los acontecimientos y la precariedad de las alianzas fomentaban la tendencia a negociar con objetivos más amplios y desarrollar varios planes, a veces contradictorios, al mismo tiempo. Esto ayudó a mantener un sentimiento de inestabilidad y fluidez, tan destacado en la correspondencia diplomática, porque había una voluntad de maniobrar con el fin de conseguir los objetivos previstos.