Compartir
Datos principales
Rango
Expans europea XVI
Desarrollo
Desde el reinado de Luis XI hasta el de Francisco I se fue desarrollando el complejo aparato de poder que implicaba la deseada construcción estatal. Fortalecimiento del Gobierno central, aspiración a dejar sentir su presencia por todos los rincones de la geografía nacional, delimitación de competencias en los organismos estatales y potenciación de éstos, decidida atención a las cuestiones financieras, militares y de justicia, control de los grupos sociales..., éstas podrían ser las líneas de actuación que empezaron a operar desde la maquinaria gubernativa dirigida por la Monarquía, titular de la soberanía y portadora de poder absoluto. Directamente vinculado con esta autoridad suprema representada por la majestad del rey, se encontraba el Consejo Real, cuerpo asesor del que formaban parte los principales personajes del Reino y que venía a constituir una especie de Consejo de Estado, máximo organismo del Gobierno central, aunque debido al elevado número de sus componentes se formó otro más reducido, el Consejo secreto o "des Afaires", integrado por individuos fieles al monarca de procedencia social muy variada. Cargo sobresaliente era el de canciller, que actuaba como vicario y lugarteniente general del rey, disponiendo para desarrollar sus funciones de gobierno y control político del amplio y selecto personal de la cancillería, principalmente de los notarios y secretarios reales, piezas básicas de la alta burocracia centralista.
De entre estos últimos salieron los cuatro secretarios de Finanzas, que poco a poco fueron abarcando mayores atribuciones gubernativas, pasando de ser los elementos de enlace entre el rey y sus Consejos a recibir, ya hacia mediados del Quinientos, la administración de las cuatro partes en que fue dividido el Reino, quedando dotados además con poderes de representación en los territorios próximos a cada una de sus jurisdicciones. Para hacer valer su autoridad por las distintas circunscripciones del Reino, el soberano solía designar a sus delegados, los gobernadores de provincia, grandes señores a los que se les concedían competencias que tocaban aspectos militares, de policía, de supervisión política, etc. Más numerosos y de menor rango social fueron los oficiales del rey, funcionarios que se solían nombrar mediante cartas reales y que se distribuían por la geografía nacional con asignaciones administrativas y judiciales. Éstos llegaron a formar un influyente colectivo con tendencia al funcionamiento autónomo a medida que iba siendo frecuente la adquisición por compra del puesto, patrimonialización de los oficios que sería una fuente continua de problemas y de entorpecimiento para la correcta aplicación de las decisiones del Gobierno central. Queriendo combatir en parte estos defectos del sistema burocrático en lugares más o menos alejados de la Corte, cuando interesaba llevar a buen fin determinados asuntos era frecuente la designación por el rey de enviados especiales con misiones específicas, temporales y con destinos precisos, utilizándose para ello a miembros cortesanos o a funcionarios que recibían estos poderes extraordinarios volviendo posteriormente, una vez finalizada la misión, a su situación anterior.
En el terreno militar la máxima autoridad efectiva recaía en el condestable, quien dirigía el Ejército en ausencia o por delegación del rey. Por debajo estaban los dos mariscales de campo y el almirante de la flota, responsables de las fuerzas de tierra y de la marina, respectivamente. También los gobernadores y lugartenientes generales tenían atribuciones militares en sus marcos de actuación. El aparato judicial se extendía asimismo por varios niveles. En el plano inferior, actuando de primera instancia, se encontraban las "prévotés royales", denominados en ocasiones veguerías o vizcondados; en el siguiente estrato se hallaban las "bailías" y los "senescalatos", aproximadamente un centenar, que tenían además funciones de administración pública y militares; como tribunales superiores aparecían los Parlamentos, ocho para mediados del siglo XVI, a saber, los de París, Toulouse, Grenoble, Burdeos, Dijon, Rouen, Aix y Rennes. Constituido cada uno por varias cámaras, contaban con abundante y especializado personal, teniendo una significación política y legislativa muy relevante, sobre todo por ser los encargados de registrar las actas reales, dándoles así fuerza de ley, y de vigilar su aplicación. De entre ellos sobresalía el de París por su extensa jurisdicción, por sus atribuciones especiales respecto a la nobleza, por su larga tradición al ser el más antiguo y por arrogarse la representación del Reino, lo que fue motivo de enfrentamientos con la realeza, aunque durante el reinado de Francisco I ésta lo mantuviese a raya, menoscabando incluso su destacado papel en la vida nacional.
La intervención de la Corona se hizo notar también a través de la formación del Gran Consejo, especie de tribunal de última instancia, reflejo del Consejo del rey, sin olvidar las trabas impuestas a las jurisdicciones especiales de los tribunales señoriales y eclesiásticos para así potenciar la justicia real. Todavía, superada la mitad de la centuria, se crearían otros organismos judiciales, los "présidiaux", que se situarían en un nivel intermedio entre parlamentos y bailías, completándose de esta manera la estratificada administración de justicia. Las finanzas de la Monarquía exigieron igualmente la formación de un complejo aparato de fiscalización y de gestión económica. Las contribuciones ordinarias, procedentes de los bienes patrimoniales de la Corona, de sus derechos señoriales y de regalía, eran administradas por el Tesoro. Cobradas por los recaudadores en las jurisdicciones de base, pasaban luego a ser ordenadas por los cuatro tesoreros de Francia, uno por cada generalidad. Los asuntos conflictivos que surgían en relación con ellas se remitían a la denominada Corte del Tesoro. Para la administración de las contribuciones extraordinarias, que eran las más importantes, entre ellas los impuestos, estaban nombrados otros cuatro ministros, los generales de Finanzas, al frente cada uno de su correspondiente generalidad, existiendo también unos recaudadores ordinarios por los respectivos territorios. Durante un tiempo, los responsables de ambas administraciones se habían llegado a reunir para establecer los que vendrían a ser presupuestos del Reino, pero a partir del segundo cuarto del siglo XVI esta junta financiera fue suprimida, depositándose en el Consejo Real la dirección suprema de las finanzas del Estado, reformándose por lo demás otros organismos económicos en un intento de simplificar y agilizar la maquinaria recaudatoria y por los deseos de la Monarquía de tener un mayor control sobre ella.
El fisco se sustentaba sobre los impuestos directos e indirectos. Entre los primeros, el más importante era la "taille", que pagaban los pecheros en general, mayormente los campesinos, cobrándose por parroquia. En el transcurso de la primera mitad del Quinientos, esta imposición personal sobre los plebeyos llegó a triplicarse en cuanto al volumen total de lo recaudado por ella, lo que ponía de manifiesto el destacado papel que jugaba en los ingresos de la Hacienda real. De los impuestos indirectos, sobresalían las ayudas y la gabela, aquéllas grabando los intercambios y ésta el consumo de la sal. Precisamente por el aumento de la carga que suponía la gabela, se registraron los únicos incidentes importantes de protesta social antifiscal, los acaecidos en el sudoeste francés entre 1543 y 1548, a los que tuvo que hacer frente el Gobierno de la Monarquía siendo sofocados sin grandes dificultades. Desde el final de la guerra de los Cien Años hasta los comienzos de las guerras de religión no se produjeron, pues, graves alteraciones políticas ni sociales, lo que unido a los efectos de una buena coyuntura económica hicieron que este largo período se caracterizara por la estabilidad política, el orden social, el relanzamiento económico y la paz interior, que permitieron el fortalecimiento del poder soberano, el engrandecimiento de la maquinaria estatal y la potenciación de la Monarquía con tendencia absolutista , contribuyendo también a ello la propia personalidad de los reyes, sobre todo de Luis XI y Francisco I, por la capacidad de obrar con astucia e inteligencia y por las cualidades como gobernantes que tuvieron, resaltando los reinados de ambos sobre los menos afortunados de Carlos VIII y Luis XII , aunque todos ellos, sin excepción, siguieron una línea de actuación coherente respecto a la afirmación de la autoridad real sobre las instancias más o menos representativas del Reino y sobre los distintos estamentos sociales, como lo prueban la disminución que sufrieron en sus funciones opositoras los Estados provinciales y los Parlamentos (especialmente el de París), la no convocatoria de los Estados Generales desde 1486 hasta 1560, la vigilancia que se tuvo sobre las asambleas de notables reunidas en 1506, 1526 y 1558, la firma del Concordato de Bolonia (1516) (que suponía mantener el control sobre el clero francés), y, en fin, el dominio ejercido sobre los grupos sociales que logró impedir cualquier subversión del orden establecido que pudiera amenazar el equilibrio conseguido en el seno de la organización social y en sus relaciones con la Monarquía soberana. Por todo lo expuesto, la Francia de Francisco I se había convertido en una gran potencia occidental, con un Estado bien organizado, un poderoso ejército y unas finanzas suficientes para soportar los costes del aparato de poder centralizado y la política exterior de grandeza que éste quiso llevar a cabo. La etapa de Enrique II (1547-1559) sería en muchos sentidos una continuación de la anterior, truncándose esta positiva evolución en los siguientes reinados a consecuencia de los graves problemas que se abatirían sobre Francia en la segunda mitad de la centuria.
De entre estos últimos salieron los cuatro secretarios de Finanzas, que poco a poco fueron abarcando mayores atribuciones gubernativas, pasando de ser los elementos de enlace entre el rey y sus Consejos a recibir, ya hacia mediados del Quinientos, la administración de las cuatro partes en que fue dividido el Reino, quedando dotados además con poderes de representación en los territorios próximos a cada una de sus jurisdicciones. Para hacer valer su autoridad por las distintas circunscripciones del Reino, el soberano solía designar a sus delegados, los gobernadores de provincia, grandes señores a los que se les concedían competencias que tocaban aspectos militares, de policía, de supervisión política, etc. Más numerosos y de menor rango social fueron los oficiales del rey, funcionarios que se solían nombrar mediante cartas reales y que se distribuían por la geografía nacional con asignaciones administrativas y judiciales. Éstos llegaron a formar un influyente colectivo con tendencia al funcionamiento autónomo a medida que iba siendo frecuente la adquisición por compra del puesto, patrimonialización de los oficios que sería una fuente continua de problemas y de entorpecimiento para la correcta aplicación de las decisiones del Gobierno central. Queriendo combatir en parte estos defectos del sistema burocrático en lugares más o menos alejados de la Corte, cuando interesaba llevar a buen fin determinados asuntos era frecuente la designación por el rey de enviados especiales con misiones específicas, temporales y con destinos precisos, utilizándose para ello a miembros cortesanos o a funcionarios que recibían estos poderes extraordinarios volviendo posteriormente, una vez finalizada la misión, a su situación anterior.
En el terreno militar la máxima autoridad efectiva recaía en el condestable, quien dirigía el Ejército en ausencia o por delegación del rey. Por debajo estaban los dos mariscales de campo y el almirante de la flota, responsables de las fuerzas de tierra y de la marina, respectivamente. También los gobernadores y lugartenientes generales tenían atribuciones militares en sus marcos de actuación. El aparato judicial se extendía asimismo por varios niveles. En el plano inferior, actuando de primera instancia, se encontraban las "prévotés royales", denominados en ocasiones veguerías o vizcondados; en el siguiente estrato se hallaban las "bailías" y los "senescalatos", aproximadamente un centenar, que tenían además funciones de administración pública y militares; como tribunales superiores aparecían los Parlamentos, ocho para mediados del siglo XVI, a saber, los de París, Toulouse, Grenoble, Burdeos, Dijon, Rouen, Aix y Rennes. Constituido cada uno por varias cámaras, contaban con abundante y especializado personal, teniendo una significación política y legislativa muy relevante, sobre todo por ser los encargados de registrar las actas reales, dándoles así fuerza de ley, y de vigilar su aplicación. De entre ellos sobresalía el de París por su extensa jurisdicción, por sus atribuciones especiales respecto a la nobleza, por su larga tradición al ser el más antiguo y por arrogarse la representación del Reino, lo que fue motivo de enfrentamientos con la realeza, aunque durante el reinado de Francisco I ésta lo mantuviese a raya, menoscabando incluso su destacado papel en la vida nacional.
La intervención de la Corona se hizo notar también a través de la formación del Gran Consejo, especie de tribunal de última instancia, reflejo del Consejo del rey, sin olvidar las trabas impuestas a las jurisdicciones especiales de los tribunales señoriales y eclesiásticos para así potenciar la justicia real. Todavía, superada la mitad de la centuria, se crearían otros organismos judiciales, los "présidiaux", que se situarían en un nivel intermedio entre parlamentos y bailías, completándose de esta manera la estratificada administración de justicia. Las finanzas de la Monarquía exigieron igualmente la formación de un complejo aparato de fiscalización y de gestión económica. Las contribuciones ordinarias, procedentes de los bienes patrimoniales de la Corona, de sus derechos señoriales y de regalía, eran administradas por el Tesoro. Cobradas por los recaudadores en las jurisdicciones de base, pasaban luego a ser ordenadas por los cuatro tesoreros de Francia, uno por cada generalidad. Los asuntos conflictivos que surgían en relación con ellas se remitían a la denominada Corte del Tesoro. Para la administración de las contribuciones extraordinarias, que eran las más importantes, entre ellas los impuestos, estaban nombrados otros cuatro ministros, los generales de Finanzas, al frente cada uno de su correspondiente generalidad, existiendo también unos recaudadores ordinarios por los respectivos territorios. Durante un tiempo, los responsables de ambas administraciones se habían llegado a reunir para establecer los que vendrían a ser presupuestos del Reino, pero a partir del segundo cuarto del siglo XVI esta junta financiera fue suprimida, depositándose en el Consejo Real la dirección suprema de las finanzas del Estado, reformándose por lo demás otros organismos económicos en un intento de simplificar y agilizar la maquinaria recaudatoria y por los deseos de la Monarquía de tener un mayor control sobre ella.
El fisco se sustentaba sobre los impuestos directos e indirectos. Entre los primeros, el más importante era la "taille", que pagaban los pecheros en general, mayormente los campesinos, cobrándose por parroquia. En el transcurso de la primera mitad del Quinientos, esta imposición personal sobre los plebeyos llegó a triplicarse en cuanto al volumen total de lo recaudado por ella, lo que ponía de manifiesto el destacado papel que jugaba en los ingresos de la Hacienda real. De los impuestos indirectos, sobresalían las ayudas y la gabela, aquéllas grabando los intercambios y ésta el consumo de la sal. Precisamente por el aumento de la carga que suponía la gabela, se registraron los únicos incidentes importantes de protesta social antifiscal, los acaecidos en el sudoeste francés entre 1543 y 1548, a los que tuvo que hacer frente el Gobierno de la Monarquía siendo sofocados sin grandes dificultades. Desde el final de la guerra de los Cien Años hasta los comienzos de las guerras de religión no se produjeron, pues, graves alteraciones políticas ni sociales, lo que unido a los efectos de una buena coyuntura económica hicieron que este largo período se caracterizara por la estabilidad política, el orden social, el relanzamiento económico y la paz interior, que permitieron el fortalecimiento del poder soberano, el engrandecimiento de la maquinaria estatal y la potenciación de la Monarquía con tendencia absolutista , contribuyendo también a ello la propia personalidad de los reyes, sobre todo de Luis XI y Francisco I, por la capacidad de obrar con astucia e inteligencia y por las cualidades como gobernantes que tuvieron, resaltando los reinados de ambos sobre los menos afortunados de Carlos VIII y Luis XII , aunque todos ellos, sin excepción, siguieron una línea de actuación coherente respecto a la afirmación de la autoridad real sobre las instancias más o menos representativas del Reino y sobre los distintos estamentos sociales, como lo prueban la disminución que sufrieron en sus funciones opositoras los Estados provinciales y los Parlamentos (especialmente el de París), la no convocatoria de los Estados Generales desde 1486 hasta 1560, la vigilancia que se tuvo sobre las asambleas de notables reunidas en 1506, 1526 y 1558, la firma del Concordato de Bolonia (1516) (que suponía mantener el control sobre el clero francés), y, en fin, el dominio ejercido sobre los grupos sociales que logró impedir cualquier subversión del orden establecido que pudiera amenazar el equilibrio conseguido en el seno de la organización social y en sus relaciones con la Monarquía soberana. Por todo lo expuesto, la Francia de Francisco I se había convertido en una gran potencia occidental, con un Estado bien organizado, un poderoso ejército y unas finanzas suficientes para soportar los costes del aparato de poder centralizado y la política exterior de grandeza que éste quiso llevar a cabo. La etapa de Enrique II (1547-1559) sería en muchos sentidos una continuación de la anterior, truncándose esta positiva evolución en los siguientes reinados a consecuencia de los graves problemas que se abatirían sobre Francia en la segunda mitad de la centuria.