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Renacimiento8

Desarrollo


En paralelo con la más nítida expresión del clasicismo de Rafael cuando aún no había abandonado Florencia, ya Miguel Angel manifestaba en el Tondo Doni (1504), en la primera década del XVI, cómo la intranquilidad, el retorcimiento y la falta de espacio con que concibió las figuras de la Virgen sentada, San José y el Niño, le importaban mucho más que el equilibrio cerrado pero diáfano de las Madonnas rafaelescas. Ya en esa temprana pintura privaba la disposición helicoidal que daba a las figuras ese rizo dinámico que se conoce como forma serpentina, y rompía el estatismo anterior para retorcerlas en contrapposto. Tanto las estatuas de mármol de las tumbas mediceas como antes los ignudi y Sibilas de la Sixtina demostraron la inclinación buonarrotesca hacia lo inestable y anticlásico. Si bien el término, como aplicado a muchos otros estilos, nació con un sentido despreciativo al predicarse de los imitadores de Leonardo y Rafael y del propio Miguel Angel en el empleo de su maniera o de sus fórmulas, cuyo uso podría decaer en mera y vacía repetición, se ha convenido en llamar Manierismo a ese movimiento en el que su razón de existir como estilo, y no manera, estribaba en la insatisfacción y antítesis con que pronto se consideró esa cima del Clasicismo, perfecta cristalización de la utopía platónica, pero en contradicción con la vorágine de la vida que es interrogación y problema.

En el campo de la pintura será Florencia de nuevo la adelantada de esa renovación idiomática, antes que muchos de los discípulos de Rafael se decanten hacia la rotura de la simetría y el canon. Quien lo inició, tal vez sin proponérselo y estimulado por sus mismos alumnos, fue Andrea del Sarto el catalizador del protomanierismo pictórico florentino. Nacido en 1486, tres años menor que Sanzio, y muerto diez años después que él en 1530, fue quien ocupó en principio el hueco dejado en la ciudad por Rafael al trasladarse a Roma en 1508. En su manera inicial contaba mucho el color rafaelesco, el esfumado de Leonardo y la composición de Fra Bartolommeo. No se advierten síntomas de fractura anticlásica en sus frescos de la Annunziata (1509-1511) ni en su Natividad de la Virgen (1514) donde aun recoge la perspectiva óptica heredada de Ghirlandaio, pero en los murales en grisalla del claustro de los Scalzi (1514-1526), con motivos leídos en los grabados de Durero, al tiempo que la monocromía da un inesperado sesgo al color, el espacio se aglomera. También sus cuadros religiosos mantienen la simetría y el escalonamiento de Fra Bartolommeo, como en la celebrada Madonna de las arpías, de 1517 (Uffizi), de decidido contraste de masas densas de colorido, y también en su hermoso Asunto místico del Prado, una sacra conversación de la Virgen con un santo y un ángel donde, sin embargo, la triangulación isósceles se dilata en altura para dar mayor énfasis al zigzag de las actitudes, y especialmente el cromatismo se enriquece con nuevos tonos refinados y selectos.

Aparecen formas serpentinas en sus versiones del Sacrificio de Isaac, como la del mismo Museo del Prado. Después de una breve escapada a Francia, volvió al claustro de los muertos de la Annunziata florentina para pintar al fresco la Madonna del Saco (1525), a la que da familiaridad cotidiana influido por su discípulo Pontormo, autor de las Estaciones pintadas en la medicea villa de Poggio. No es ajeno a la monumentalidad y colorido de los retratos de Rafael cuando efigia a la Dama joven de la Pitti o al Escultor de la Galería Nacional de Londres, pero en su Autorretrato mueve y disloca la postura, bien manierizante. Los retratos de su mujer Lucrecia del Baccio del Fede, como el existente en el Prado, son análisis psicológicos de indudable maestría. Con Andrea del Sarto se formaron dos de los más decididos innovadores del primer Manierismo en Florencia, Pontormo y Rosso, por lo que incrementó su valía como anticipador de futuro. Entre ellos también debe recordarse al español Alonso Berruguete, que en Italia residía desde 1504, participó en el concurso para copiar el Laocoonte y obtuvo del propio Miguel Angel autorización para estudiar el cartón de la Batalla de Cascina. Se sabe que terminó la Coronación de la Virgen (Louvre) inacabada por Filippino Lippi, y tanto en la Madonna (Galería Borghese) como la Salomé de los Uffizi, atribuida por Longhi, con su esfumado leonardesco, le dan un puesto merecido en la génesis de la primera maniera toscana.

Con la formación adquirida en el taller de Sarto se proyecta la carrera pictórica de Jacopo Carrucci, conocido como Pontormo por su localidad natal, próxima a Empoli (1494-1537), pero pronto discrepará del maestro y de los recursos del mismo Miguel Angel, movido por su psicología torturada y melancólica, que se manifestaba en cambiante humor. A la simetría sartesca de la Madonna de las Arpías responde con el zigzag de su Virgen en el trono con Santos (San Miguel Visdomini, en Florencia) pintada un año después que aquélla. Muy diferente en luminosidad y desenfado se muestra en los frescos de la villa de Poggio a Caiano: un luneto dedicado a Vertumno y Pomona, en argumento leído en Paulo Clovio, le da ocasión para reunir en tono desenvuelto y ocurrente a niños desnudos, un viejo con su perro y tres muchachas en distendida postura de inesperada cotidianidad. Sorprende este campestre espectáculo con el patetismo que adopta, con apoyatura en grabados de Durero que también utilizaba su maestro Sarto, en sus dramáticos frescos de la Pasión en la Cartuja de Val d'Ema, pintados unas fechas antes del Saco de Roma, en los que alarga la figura de Cristo como si volviera al verticalismo gótico. Su lienzo más admirado es el Descendimiento de la Cruz en Santa Felicitá de Florencia (1526-1528), no sólo por el muy compuesto acompañamiento de mujeres al dolor patético de María en el que los cuellos se alargan ostensiblemente, y por la torsión serpentina y miguelangelesca a que somete el cadáver de Cristo en los brazos de dos bellísimos mancebos, sino también por el refinamiento exquisito del color, en tonos lívidos y rebuscados, que dan al conjunto cierta artificiosa y pagana teatralidad.

Expresionista del color en algunos retratos como el retrospectivo de Cosme el Viejo (Uffizi), y elegante en los ademanes del Joven del Museo de Lucca o del Alabardero de Cambridge, nos sorprende con el glacial desvío de María Salviati (Uffizi) en su esfumada aparición desde la negrura del fondo. Otro discípulo de Andrea del Sarto, Giovanni Battista di Jacopo, pero conocido con el apodo de Rosso Fiorentino por el color de su cabello rojo (1495-1540), contribuyó asimismo con Pontormo a la decoración al fresco del claustro de la Annunziata (1517), con lo que este recinto se convierte en auténtico museo del protomanierismo toscano. Utilizó también estampas de Durero. Se inclina por un dinamismo exagerado en las actitudes y un colorido aplicado como geométricas taraceas de concepción casi cubista, lo mismo en su Descendimiento de la pinacoteca de Volterra (1521) que en Moisés y las hijas de Jetró (1523-27) en los Uffizi, pintado éste en Roma con musculosos desnudos de inspiración miguelangelesca y evidente horror vacui en su renuncia a la profundidad. Completa el inicial plantel de los protomanieristas toscanos el sienés Domenico Beccafumi (Siena h. 1486-1551), cuya obra está ligada especialmente a su ciudad natal. Algo mayor que Pontormo y Rosso y menos formalista que ellos, tendió a cierto goticismo explicable por su entomo local, pero le diferencia su interés hacia los efectos de profundidad prebarroca. Con historias extraídas del pasado romano que fomentó la municipalidad sienesa orgullosa de su escudo con la loba del Capitolio, decoró la Sala del Consistorio y también el techo del palacio Bindi-Legardi, muy encomiados por Vasari.

Entre sus cuadros sacros sobresalen la Bajada de Cristo al Limbo (Pinacoteca de Siena), destacada mención de Vasari, y la tabla de San Miguel (El Carmen, Siena) con un infierno inflamado en llamas que sostiene el cotejo con El Bosco y es de las mejores pinturas de fuego y de noche del Cinquecento. Sus atmósferas adquieren vaporosidad y perspectiva en los Estigmas de Santa Catalina y en el sugerente interior del Nacimiento de la Virgen (ambos en la pinacoteca de Siena), con una estancia iluminada al fondo como hará Velázquez en Las Meninas. Sus dos historias de Moisés pintadas para el coro de la catedral de Pisa (1538-1539) denuncian el dinamismo miguelangelesco asimilado en la Sixtina y el alargado diseño de los personajes de Pontormo. Es de recordar que Beccafumi fue también escultor en bronce de los Angeles de la catedral de Siena y diseñador de algunos de los temas bíblicos que prestigian el pavimento de la catedral sienesa, tan encomiado por sus asombrosos mosaicos; también fue excelente grabador. Al trío apasionado que integran Pontormo, Rosso y Beccafumi sucederá la maniera más contenida y distante de Bronzino, el apelativo con que fue llamado Agnolo di Cosimo, otro florentino algo más joven (1503-1570) que tuvo por maestro a Pontormo, con el que colaboró en principio (Pigmalión y Galatea, un tiempo en la romana Galería Barberini), intelectualizando el dinamismo aprendido en Miguel Angel con la planitud de un frío azul miniado.

Tal vez su composición se adensa con notorio horror vacui que le resta claridad y profundidad, en su Cristo en el Limbo, lejos del ambiente espacioso de Beccafumi. Lo que mayor prestigio da a la pintura de Bronzino es su numerosa galería de retratos, gran parte de ellos dedicados a los miembros de la familia de los grandes duques de Toscana en su puesto de pintor de cámara de Cosme I. Sobresale la geometrización abstracta de los rostros que les distancia y enfatiza, proporcionándoles majestad y empaque como demandaba la nueva andadura de las monarquías europeas y desde luego esta del gran ducado de Toscana, recién restaurada por Carlos V en la familia Médicis. A la fidelidad en las facciones añade Bronzino una minuciosa detención en los ropajes suntuosos y las rutilantes joyerías que lucen las damas, lo que granjeará admiración al artista dentro y fuera de Italia. Los ademanes y posturas, con giros de cabeza despaciosos, adquieren elegancia refinada y distante en efigies masculinas como Guidobaldo de Montefeltro con su perro (Uffizi, 1530-32) o en Ugolino Martelli (Berlín), de gesto glacial y displicente en un interior erudito de coleccionista de antigüedades. Impenetrable en su faz, que distraen los adornos menudos del atuendo, es el retrato de Bartolomeo Panciatichi y especialmente el de su esposa Lucrecia (ambos en los Uffizi), dama de enjoyada garganta y manos de aristocrática finura. Retrató numerosas ocasiones a Eleonora de Toledo, la esposa de Cosme I, sola o acompañada de sus muchos retoños, que a la redondez esferoidal de sus rostros agregan una increíble minuciosidad en brocados y joyas. Por último, el manierismo intelectual y simbólico de Bronzino raya a gran altura, a pesar de lo apretado de los cuerpos y la carnación fría y marmórea, en el cuadro de la Galería Nacional de Londres, Venus abrazada por Cupido o Descubrimiento de la lujuria (que pintó hacia 1546 para Cosme I), artificiosa construcción de erótica sensualidad que apenas vela el secretismo de su simbología.

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