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Desarrollo
El nuevo monarca, que reinaría con el nombre de Pedro II , había nacido el 12 de diciembre de 1825 en Río de Janeiro y era hijo de Amelia de Leuchtemberg, la segunda esposa de Pedro I . Dada su escasa edad, el gobierno se dejó en manos de una especie de consejo de regencia, integrado por tres personas. Este sistema dificultaba la toma de decisiones, especialmente en los momentos más difíciles, lo que aumentaba la inseguridad y la inestabilidad de la política brasileña en un período especialmente difícil y complicado como éste, donde se cuestionaron tanto la existencia de la monarquía como la integridad del país. Así ocurrieron una serie de sucesos desestabilizadores, como las sublevaciones estalladas en algunas provincias, que resultaron muy difíciles de reprimir a las autoridades establecidas en Río de Janeiro. Las zonas más conflictivas del país eran las más alejadas del poder central, Pará y Rio Grande do Sul. La proliferación de este tipo de conflictos y la persistencia de las fuerzas centrífugas condujeron en 1834 a una reforma de la Constitución. Se buscaba reforzar el poder local, lo que equivalía a una cierta descentralización para las provincias, de modo que la monarquía hereditaria se convirtió en algo muy similar a una república federal. Para agilizar la labor del gobierno se decidió que hubiera un único regente, en lugar de los tres de antaño. En 1835 se hizo cargo del puesto Diego Feijó , quien dedicó buena parte de sus esfuerzos a luchar contra las tendencias centrífugas que se oponían a la consolidación del poder central. Dos años más tarde el regente fue obligado a renunciar y su cargo fue ocupado por el conservador Pedro de Araújo Lima. Los problemas vinculados a la construcción de la Nación eran de tal envergadura, que la magnitud del desafío permitió que el ideal de estabilidad se impusiera sobre las tendencias separatistas o más federalistas, lo que aumentó considerablemente el consenso social en torno a la monarquía y especialmente al joven rey. La existencia de un grupo de buenos políticos, y su capacidad de gestión, permitieron mantener la monarquía y restablecer la autoridad y el orden, garantizando la unidad del Estado y la preeminencia del poder civil sobre los militares.