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Revolución Francesa

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En julio de 1789 se encargó a una comisión de la Asamblea Constituyente la preparación de un borrador sobre los principios fundamentales en los que debía basarse la Constitución. Esa comisión, después de amplios debates en los que se cuestionó su oportunidad, decidió encabezar la Constitución con una declaración de derechos. La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano se terminó el 26 de agosto y con ella se puede decir que quedaron codificadas las ideas fundamentales de la filosofía política del siglo XVIII. La influencia en ese texto del ejemplo americano es reconocida por todos los tratadistas. El hecho de que fuera La Fayette, uno de los héroes de la independencia americana, el primero que propusiese un proyecto, resulta significativo. Otros participantes en la Guerra de la Independencia norteamericana, como Mathieu de Montmorency, intervinieron fervientemente en la defensa del proyecto. Sin embargo, a pesar de esta influencia la declaración francesa es de carácter más universalista que la norteamericana y sus redactores la aprobaron con el propósito de que pudiese ser aplicada a todos los tiempos, a todos los países y a todos los regímenes.La Declaración de los derechos del hombre contiene una serie de artículos sin un orden preciso, lo cual refleja la enorme cantidad de proyectos y la amalgama de enmiendas a que dio lugar la aprobación del texto definitivo. Pero por encima de todo, destaca la defensa de la libertad, descrita como "el derecho a hacer todo lo que no moleste a los demás".

El documento establece con claridad las bases jurídicas de la libertad individual. Sin embargo, aunque se describen con detalle la libertad de opinión y la libertad de prensa, nada se dice de la libertad de cultos, ni de asociación, ni de enseñanza. En cuanto a la igualdad, el primer artículo especifica que "todos los hombres nacen iguales" y más adelante, en el artículo 6 se precisa que la ley es igual para todos. También se establece expresamente la igualdad judicial y la igualdad fiscal. Entre los derechos naturales imprescriptibles se menciona el derecho de propiedad y al final se repite que la propiedad es "sagrada e inviolable".La Declaración de derechos define la soberanía, que reside -según se dice- en la Nación (art. 3). Establece también el principio de la separación de poderes y aparece la idea de que el poder legislativo emana de todos los ciudadanos que lo expresan directamente o a través de sus representantes (art. 10).En definitiva, el texto aprobado el 26 de agosto puso las bases del Derecho público francés y constituye, en razón de su exaltación de los derechos del individuo, el primer documento solemne del liberalismo político. Se trata, como afirma Godechot, de la obra de una clase, la burguesía, aunque también es producto de las circunstancias. Al mismo tiempo que condena al Antiguo Régimen, debía constituir la base del nuevo orden. Pronto se convirtió en el dogma de la revolución y de la libertad. Por eso el gran historiador Michelet la calificó de "credo de la nueva era".

Luis XVI consideraba la Declaración como un texto revolucionario y se negó a sancionarlo, como tampoco sancionó otros decretos aprobados el 4 de agosto. Sólo una nueva revuelta popular podía obligar al rey a asumir estos documentos, y la revuelta se produjo, alentada por la escasez de alimentos y por el alza de precios. El 5 de octubre, una manifestación de mujeres seguida por la Guardia Nacional se presentó en Versalles, arrancó al rey la sanción de los decretos y al día siguiente obligó a la familia real a trasladarse a París. La Asamblea la siguió a la capital e hizo suya la teoría de Sieyès sobre el poder constituyente: es decir, que la Asamblea estaba por encima del rey y que por consiguiente éste no podía rechazar las disposiciones constitucionales. Durante los dos años siguientes, la Asamblea iba a disfrutar de unos verdaderos poderes dictatoriales e iba a gobernar soberanamente en Francia mediante la elaboración de todo un nuevo régimen.Sobre todos estos acontecimientos actuaba el peso de la crisis financiera, que había sido en realidad el objeto de la reunión de los Estados Generales. Hubo que abandonar los debates constituyentes para abordar el problema económico. Desde mayo de 1789 existía la conciencia de que era necesario vender los bienes del clero para poder amortizar la deuda y así se manifestó en la Asamblea Constituyente el 6 de agosto. Después de largas discusiones, Mirabeau propuso la fórmula para llevar a cabo la operación: había que nacionalizar los bienes de la Iglesia a cambio de que el Estado corriese con los gastos de sostenimiento del culto y del clero, de tal manera que se eliminasen la escandalosas diferencias entre los medios de que disfrutaban los obispos y los de los simples curas.

Otros diputados propusieron que se les quitasen sus bienes a los eclesiásticos para que éstos desapareciesen como orden. En todo caso, se justificaba la desposesión con el argumento de que la Iglesia no tenía la propiedad de esos bienes, sino solamente su usufructo para cumplir sus tareas tradicionales de asistencia y de educación. En fin, el 2 de noviembre fueron nacionalizados los bienes de la Iglesia. Con la garantía de su valor fue lanzada una emisión de papel moneda, los asignados (assignats), que servirían para pagar la deuda del Estado. Con esos asignados podrían comprarse bienes nacionales y a medida que fuese recuperándolos, el Estado debería quemarlos.La venta de los bienes nacionales no comenzó hasta el mes de mayo de 1790 y se dieron facilidades de pago a los compradores, de tal manera que sólo debían hacer efectiva en el momento de la compra del 12 al 15 por 100 del valor total y el resto podían pagarlo en doce años al 5 por 100 de interés. El propósito de la Asamblea, al establecer esta forma de pago, era el de dar facilidades a los campesinos para acceder a la propiedad de estos bienes. Pero el problema era que muchos campesinos no disponían ni siquiera de esa cantidad que había que pagar al contado, ya que habían gastado todos sus ahorros en la compra de subsistencias en la difícil primavera de 1789.En realidad, los que más se aprovecharon de esta operación fueron los campesinos ya propietarios, los burgueses, los nobles e incluso algunos eclesiásticos.

Sólo mediante la formación de algunos grupos pudieron los campesinos pobres hacerse con la propiedad de algunos de estos bienes.Como consecuencia de la venta de los bienes nacionales, la estructura de la propiedad de la tierra se modificó sustancialmente, aunque fue la propiedad burguesa la que más se incrementó. Los pequeños campesinos y los jornaleros no disminuyeron apenas en número en los años sucesivos.Por otra parte, la incautación de los bienes eclesiásticos contribuyó a deteriorar las relaciones de la Iglesia con la Revolución. En realidad, muchos eclesiásticos habían mostrado su apoyo al cambio de régimen y se habían sumado al estado llano cuando se planteó el asunto de la reunión de los tres órdenes en una sola cámara. A su vez, la Asamblea había mostrado su confesionalidad católica. Sin embargo, las relaciones fueron enfriándose y, además de la nacionalización de los bienes de la Iglesia, contribuyeron a ello la supresión de los diezmos y una política regalista que tenía como propósito la creación de una iglesia nacional. Sin embargo, la ruptura definitiva no sobrevendría hasta el 13 de febrero de 1790, cuando se aprobó la ley de reforma religiosa que determinaba la supresión de los votos canónicos, la supresión de las órdenes mendicantes y de aquellos conventos que tuviesen menos de veinte profesos. Meses más tarde, el conflicto adquirió su auténtica dimensión cuando la Asamblea Constituyente votó el 12 de julio de ese año la Constitución civil del clero, que fue promulgada el 24 de agosto.

En ella se adscribía la organización eclesiástica a las circunscripciones administrativas, de tal forma que habría un obispado por departamento. Los obispos y los curas serían elegidos como los demás funcionarios y todos ellos quedaban sometidos a la jurisdicción civil. Tanto unos como otros, debían prestar juramento de ser fieles a la nación, a la ley y al rey, y mantener con todas sus fuerzas la Constitución.La Constitución civil del clero fue bien acogida por la mayor parte del clero bajo, pero fue rechazada por los obispos. No obstante, todos esperaban el pronunciamento del papa Pío VI que tardó ocho meses en hacer conocer su sentencia negativa. Luis XVI, que hubiese deseado conocer antes esta decisión, no pudo evitar la presión a la que estaba sometido y no tuvo más remedio que sancionarla sin conocer el criterio de Roma. De esta forma, a partir del verano de 1790, todo el clero se vio obligado a prestar el juramento. Desde ese momento, se produce en Francia la existencia de dos tipos de clérigos: los juramentados y los refractarios (se calcula que estos últimos constituían el 45 por 100). Parece ser, de acuerdo con los estudios de Timoty Tackett, que la situación económica era determinante a la hora de aceptar, o no, la Constitución, aunque el entorno social y religioso influyó también en cada caso.Lo cierto es que la Constituyente contribuyó a acentuar la división que ya existía en la sociedad francesa. El mismo monarca, profundamente católico y fiel a la Santa Sede, se negó a aceptar un capellán que no fuese refractario.

El pueblo parisino, furioso ante esta actitud, trató de disuadirlo, pero Luis XVI, que no estaba dispuesto a ceder en este terreno, tomó la decisión de huir de París para reunirse con el ejército de Lorena en el mes de junio de 1791. Fuese esa la verdadera causa de su huida, o el temor a ver cada vez más limitado su poder en general, lo cierto es que a los pocos días -el 21 de ese mes- fue arrestado en Varennes y devuelto a París.La Constitución fue votada el 3 de septiembre de 1791 y promulgada oficialmente el 14 de dicho mes. Con la Declaración de los derechos del hombre como preámbulo, consagraba el principio de la soberanía nacional y aseguraba el dominio de la burguesía. Se respetaba a la Monarquía como sistema político, pero se restringían las prerrogativas del rey, que quedaba supeditado a la Constitución. Dentro del esquema de la división de poderes, el rey disponía del poder ejecutivo y se le ofrecían medios para ejercerlo: nombraba y destituía a sus ministros, que no debían ser miembros de la Asamblea; conservaba un poder importante en la diplomacia y en el ejército. Se le reconocía el derecho al veto suspensivo, por el que podía retrasar durante cuatro años la aplicación de un decreto votado por la Asamblea, mientras que la sanción real transformaba un decreto en una ley aplicable inmediatamente. El poder legislativo residía en una Cámara única la Asamblea Legislativa- cuyos miembros debían ser renovados mediante elección cada dos años.

Sólo aquellos ciudadanos que reunían una serie de requisitos, como el de pagar un impuesto directo equivalente como mínimo a tres días de jornal, podían ejercer el derecho al voto, y solamente los contribuyentes por un importe mínimo de un marco de plata (52 libras) podían ser elegidos diputados. En lo que respecta al poder judicial, se reconocía su independencia y se establecía el Tribunal Supremo como institución con la más alta responsabilidad en la administración de justicia.La Asamblea Constituyente elaboró también una legislación económica basada en el principio de la libertad: libertad de comercio, libertad de propiedad, libertad de cultivos, libertad de producción y libertad de trabajo. De esa forma se cambiaba totalmente el orden económico tradicional. Como muy bien afirma Soboul, la burguesía era antes de 1789 dueña de la producción y del intercambio. La producción capitalista había nacido y había comenzado a desarrollarse en el cuadro del régimen todavía feudal de la propiedad: el cuadro estaba ahora roto. La burguesía constituyente aceleraba la evolución liberando la economía.En cuanto a la administración, se tendió a la descentralización. El poder central perderá importancia frente a las autoridades locales, ahora bajo la influencia de la burguesía. El rey poseería el derecho a suspenderlas, pero la Asamblea podía restablecerlas en sus puestos. Ahora bien, ni el rey ni la Asamblea tenían los medios para hacer pagar el impuesto a los ciudadanos o hacer respetar las leyes.

La crisis política se agravaba y la descentralización administrativa puso en serio peligro la unidad de la nación. En todas partes los poderes estaban en manos de los cuerpos elegidos: si caían en manos de los adversarios del nuevo orden, la Revolución se vería seriamente comprometida. Para defenderla, hubo que volver más tarde a la centralización.La reforma de la administración judicial fue efectuada con el mismo espíritu de la reforma administrativa. Las numerosas jurisdicciones especializadas del Antiguo Régimen fueron abolidas y en su lugar se creó una nueva jerarquía de tribunales emanados de la soberanía nacional, iguales para todos y destinados a salvaguardar la libertad individual.La obra legislativa de la Asamblea Constituyente fue, pues, inmensa. Abarcaba todos los dominios: político, administrativo, religioso y económico y judicial. Francia, como nación, era regenerada y se ponían los fundamentos de una nueva sociedad. Herederos de la Razón y de la Ilustración, los diputados habían construido todo un armazón para esa nueva sociedad, lógico, claro y uniforme. Pero, hijos también de la burguesía, le habían inculcado los principios de libertad e igualdad solemnemente proclamados en el sentido de los intereses de su clase y al hacerlo, descontentaban a las clases populares, por un lado, y a la aristocracia y antiguos privilegiados, por otra. Así pues, al edificar la nueva nación sobre la estrecha base de la burguesía censitaria -afirma Soboul- la Asamblea Constituyente llevaba su obra a múltiples contradicciones.

La liberalización de la economía, por ejemplo, con la desaparición de los mecanismos protectores de los artesanos que hasta entonces se habían sentido seguros dentro de los gremios, o de las tasas del grano que protegían a los consumidores de los abusos de precios, provocó la hostilidad de las clases populares, tanto en el campo como en la ciudad. En realidad, se había concebido una patria en los limites estrechos de los intereses de una clase: la burguesía, pues hasta se había excluido a las masas de la vida política mediante el establecimiento de un sistema de sufragio censitario.Al mismo tiempo que la Asamblea Constituyente desarrollaba su labor legislativa, se iban perfilando los distintos grupos en la vida política francesa. Por una parte estaban aquellos que habían defendido la limitación del poder real y un cuerpo legislativo de una sola cámara frente a los elementos aristócratas, más conservadores: eran los patriotas. Su verdadero núcleo era la burguesía, pero entre sus filas había nombres ilustres procedentes de la aristocracia, como La Fayette, La Rochefoucauld, Montmorency, Talleyrand o Mirabeau. Se sentaban a la izquierda del presidente de la Asamblea y de ahí que comenzase a surgir la denominación para expresar su tendencia política. La Sociedad de los Amigos de la Constitución, que había sido fundada por los diputados bretones en Versalles en 1789, parece que fue uno de los focos de sus reuniones. Sin embargo, no alcanzaría verdadera resonancia hasta finales de ese año, cuando la Sociedad se instaló en la rue Saint Honoré, en el convento de los jacobinos.

El famoso Club de los jacobinos, que acogía a lo más selecto de la burguesía revolucionaria, acabó por controlar a las sociedades del mismo tipo que se habían ido creado por toda Francia. No hay que pensar, sin embargo, que este grupo era compacto. En él había diferencias entre los más radicales, encabezados por una élite procedente del antiguo Tercer Estado y entre los que podían contarse los abogados y hombres de leyes como Lanjuinais, Merlin de Douai o Le Chapelet, y los más moderados o constitucionales que reunían en su seno a la fracción más aristocrática de los antiguos privilegiados, entre los que se encontraba La Fayette.Opuestos a los patriotas estaban los aristócratas conservadores, o los negros como también se les llamaba, entre los que a su vez había numerosos elementos de origen plebeyo, como el abate Maury, que fue el que dirigió todos los debates parlamentarios de este grupo. Rechazaban en bloque la Revolución y por eso libraron una dura batalla en defensa de las prerrogativas reales y los privilegios del Antiguo Régimen. Se acomodaban a la derecha en relación con la tribuna del presidente. No están claros sus lugares de reunión, pero sí se sabe que en abril de 1790 fundaron en la rue Royale el Salón Francés, que terminó convirtiéndose en un foco de insurrección monárquica.Un tanto al margen de estos grupos se hallaban, por un lado, el petit peuple -en expresión de Marat, el periodista amigo del pueblo-, que había vivido la Revolución hasta esos momentos como un espectador activo, pero sin un papel definido en el proceso de cambio legislativo que se había llevado a cabo en la Asamblea, y la oposición contrarrevolucionaria.

Ésta se hallaba integrada por los aristócratas y el clero que no habían admitido las reformas y habían abandonado Francia. En 1789 se habían producido dos oleadas de emigración. La primera de ellas a raíz de los sucesos del 14 de julio y con motivo de la Grande Peur, y que se había dirigido preferentemente a Italia, donde comenzó a intrigar recabando ayuda de los gobiernos extranjeros. El Conde de Artois, el Príncipe de Condé, los Polignac y el Duque de Borbón, fueron los integrantes más destacados de esta primera oleada. La segunda oleada de emigración había tenido lugar después de los sucesos de octubre y estaba integrada por los grupos monárquicos que habían tentado una solución de compromiso, como el mismo Mounier, que había sido uno de los elementos más destacados en la defensa del establecimiento en Francia de una monarquía a la inglesa.

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