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Datos principales
Rango
Primera Mitad I Mile
Desarrollo
La información proporcionada por la Biblia, el libro sagrado del pueblo de Israel, permite una aproximación histórica detallada, más precisa incluso, en ocasiones, que la de las grandes potencias. Sin embargo, la posición ocupada por los judíos en el contexto histórico de su época no debe conducirnos a una deformación elefantiásica. Los orígenes del pueblo están vinculados a los patriarcas pero el proceso de gestación del Estado y su desarrollo se produce en la primera mitad del I milenio . El propio relato bíblico vincula el comienzo de esta fase con el éxodo. Las circunstancias en las que éste se produce son conocidas únicamente por la fuente judía, síntoma de la escasa importancia que el acontecimiento pudo haber tenido para la corte faraónica . Los cuarenta años que anduvieron errabundos por el desierto pueden tener un carácter histórico, pero es más importante el simbólico, ya que es el momento en que se establece la alianza entre Yahveh y su pueblo, un vínculo especialísimo determinante de la conducta colectiva de los judíos. Esa unión obliga a un monoteísmo radical que entrará en colisión con las prácticas religiosas de los pueblos vecinos, de los que recibirán notables influencias y ese será el fundamento de una controversia que opone el integrismo a la conveniencia política. El triunfo de la ortodoxia tendrá como repercusión universal la consolidación hegemónica de las religiones monoteístas. A finales del siglo XIII los judíos están instalados en las zonas montañosas de Canaán, que ellos llaman la tierra prometida.
En contacto precisamente con los antiguos habitantes, sufren un proceso de adaptación, asumen la vida urbana y la escritura, ya en el siglo XI. Su organización tribal reconoce la existencia de lazos superiores sancionados religiosamente en los lugares santos, Siquem, Gigal, Betel y Silo, donde se había albergado el arca de la alianza. No hay instituciones políticas supratribales; sin embargo, las relaciones entre el dios y los hombres están en parte controladas por un individuo que actúa por inspiración divina, es el «juez», que en caso de guerra asume la comandancia militar. El término está muy próximo al sufete, el magistrado de las ciudades que no tienen monarca. La época de los jueces se prolonga hasta finales del siglo XI; probablemente entonces, debido a la presión militar de los filisteos y a la ineficaz respuesta de los jueces, cuaja un movimiento que se venía intuyendo y que tenía como objetivo la instauración de la monarquía. La tradición pretende que el pueblo se la pidió a Yahveh, pero éste respondió negativamente a través del último de los jueces, Samuel. No obstante, la insistencia del pueblo logró que Saúl fuera ungido como primer rey de Israel, acción que abrió una herida profunda entre innovadores y ortodoxos por las implicaciones que tenía la aceptación de un rey distinto al propio Yahveh. A lo largo de toda la historia de Israel, los profetas usarán la impiedad del monarca como instrumento propagandístico que explica las desgracias por el malestar divino.
En cualquier caso, la monarquía fue militarmente efectiva, sobre todo durante el reinado de David, lo que contribuyó a su consolidación. El ascenso de David está sometido a una creación legendaria por la cual podemos atisbar que se trataba de un aventurero que prestaba sus servicios a quien lo contratara, pero cuyo carisma fue suficientemente intenso como para lograr la corona de Israel, frente a las pretensiones de establecimiento de un sistema hereditario. David otorga un espacio político a la monarquía, derrotando a los filisteos y a los reinos orientales de Moab, Edom y Amón, y establece la capital, con todo su aparato simbólico, en Jerusalén, una ciudad recientemente conquistada, para evitar las suspicacias de las tribus. A falta de un sistema sucesorio, la herencia real se realiza de forma conflictiva, pero recae en Salomón, uno de los hijos de David, que reinará en la parte central del siglo X. Salomón es el creador de un estado burocrático coherente con las cortes de la época. Es entonces cuando el territorio se divide en doce circunscripciones encargadas mensualmente de abastecer al palacio. Se somete a tributación el desplazamiento de bienes y se organiza el sistema de comercio de largo alcance mediante pactos con los fenicios y quizá también el reino de Saba. También moderniza el ejército dándole un cuerpo de carros y sistematizando los procedimientos defensivos y, por si todo ello fuera poco, exhibe su capacidad de concentración de riqueza afrontando un gasto extraordinario en la construcción de un edificio singular, el templo de Yahveh en Jerusalén, para cuyo embellecimiento no se dudó en contratar la más apreciada mano de obra del momento.
En contrapartida, el gusto público requirió la implantación del trabajo obligatorio, la corvea, emblema de la explotación de la mano de obra libre por la capacidad represiva del estado. Por otra parte, el desarrollo del aparato burocrático se vincula a la creación literaria, en la que destaca el propio monarca como compositor de proverbios y salmos. Lejos, pues, quedaban los tiempos en los que el espíritu del desierto iluminaba a los pastores y a sus tribus. A la muerte de Salomón el reino quedó dividido como consecuencia de las disputas intertribales surgidas del malestar generalizado de la población por la opresión tributaria. Las tribus de Israel nombran rey a Jeroboam, mientras que el sucesor designado, Roboam, ha de conformarse con Judá, síntoma de la precariedad de la monarquía sobre la que aún tiene intervención directa el pueblo. La división de los dos reinos, los convierte en presas fáciles para las apetencias de los vecinos: el faraón Sheshonq I aprovecha la ocasión para reinaugurar la intervención egipcia en Asia y, además, Damasco arrebata la mayor parte de las funciones comerciales que Salomón había logrado para su propio reino. A pesar de ello, los reinados de Omri y Ajab, en la primera mitad del siglo VIII, son los más gloriosos, pues consiguen someter de nuevo Moab, contienen a Ben-Hadad de Damasco y participan en la coalición antiasiria que detiene la expansión de Salmanasar III en la batalla de Qarqar.
Judá no alcanza una importancia similar a Israel, pero su participación en las empresas comerciales propicia la aparición de un grupo oligárquico cada vez más distanciado de la masa productora, a la que aparentemente corresponde la voz de los profetas, quienes -deseando implantar un régimen teocrático- auguran un castigo divino por el avieso comportamiento de los dominantes y, al mismo tiempo, están preparando las condiciones ambientales para que el pueblo asuma como inevitable el dominio extranjero. Y el brazo de Yahveh serán las grandes potencias imperiales. A lo largo de los siglos VIII y VII, los reyes neoasirios repiten incansablemente el camino que los conduce a través de los pequeños reinos que, sublevados, se niegan a pagar el tributo impuesto. Una y otra vez, desde Tiglatpileser III, los hebreos sufren la presencia de los ejércitos invasores, aceptan los reyes impuestos, e incluso las contaminaciones religiosas que escandalizan a los profetas, convertidos ya en agoreros del futuro inevitable. Las deportaciones se multiplican y el deterioro demográfico reduce la creación de riqueza, de forma que cada vez los hijos de Israel viven peor y la resistencia se hace imposible. La destrucción de Nínive no alivia la tensión, pues Nabucodonosor no está dispuesto a ceder un ápice de los dominios occidentales. Sedecías comete la torpeza de aliarse con el faraón Apries y el monarca babilonio no duda en arrasar Jerusalén en 587.
Ezequiel encabeza a los deportados; será la época de triunfo de la influencia sacerdotal que prevalece durante el exilio y el período postexílico. El pensamiento de los judíos de la diáspora, inaugurada en 732, incide en la misma tendencia que culmina en la renuncia a la monarquía, reservada al mesías, y en la instauración de una teocracia dirigida por los sumos sacerdotes, una vez que los persas permiten el retorno a la patria. Será el Gran Rey el que encargue a Esdrás, hacia 425, la redacción de un texto legal de aplicación para todos los judíos que evite los conflictos sectarios. Devuelta la calma, Israel pasó a dominio macedonio prácticamente sin alteraciones. Comenzaba entonces una nueva época.
En contacto precisamente con los antiguos habitantes, sufren un proceso de adaptación, asumen la vida urbana y la escritura, ya en el siglo XI. Su organización tribal reconoce la existencia de lazos superiores sancionados religiosamente en los lugares santos, Siquem, Gigal, Betel y Silo, donde se había albergado el arca de la alianza. No hay instituciones políticas supratribales; sin embargo, las relaciones entre el dios y los hombres están en parte controladas por un individuo que actúa por inspiración divina, es el «juez», que en caso de guerra asume la comandancia militar. El término está muy próximo al sufete, el magistrado de las ciudades que no tienen monarca. La época de los jueces se prolonga hasta finales del siglo XI; probablemente entonces, debido a la presión militar de los filisteos y a la ineficaz respuesta de los jueces, cuaja un movimiento que se venía intuyendo y que tenía como objetivo la instauración de la monarquía. La tradición pretende que el pueblo se la pidió a Yahveh, pero éste respondió negativamente a través del último de los jueces, Samuel. No obstante, la insistencia del pueblo logró que Saúl fuera ungido como primer rey de Israel, acción que abrió una herida profunda entre innovadores y ortodoxos por las implicaciones que tenía la aceptación de un rey distinto al propio Yahveh. A lo largo de toda la historia de Israel, los profetas usarán la impiedad del monarca como instrumento propagandístico que explica las desgracias por el malestar divino.
En cualquier caso, la monarquía fue militarmente efectiva, sobre todo durante el reinado de David, lo que contribuyó a su consolidación. El ascenso de David está sometido a una creación legendaria por la cual podemos atisbar que se trataba de un aventurero que prestaba sus servicios a quien lo contratara, pero cuyo carisma fue suficientemente intenso como para lograr la corona de Israel, frente a las pretensiones de establecimiento de un sistema hereditario. David otorga un espacio político a la monarquía, derrotando a los filisteos y a los reinos orientales de Moab, Edom y Amón, y establece la capital, con todo su aparato simbólico, en Jerusalén, una ciudad recientemente conquistada, para evitar las suspicacias de las tribus. A falta de un sistema sucesorio, la herencia real se realiza de forma conflictiva, pero recae en Salomón, uno de los hijos de David, que reinará en la parte central del siglo X. Salomón es el creador de un estado burocrático coherente con las cortes de la época. Es entonces cuando el territorio se divide en doce circunscripciones encargadas mensualmente de abastecer al palacio. Se somete a tributación el desplazamiento de bienes y se organiza el sistema de comercio de largo alcance mediante pactos con los fenicios y quizá también el reino de Saba. También moderniza el ejército dándole un cuerpo de carros y sistematizando los procedimientos defensivos y, por si todo ello fuera poco, exhibe su capacidad de concentración de riqueza afrontando un gasto extraordinario en la construcción de un edificio singular, el templo de Yahveh en Jerusalén, para cuyo embellecimiento no se dudó en contratar la más apreciada mano de obra del momento.
En contrapartida, el gusto público requirió la implantación del trabajo obligatorio, la corvea, emblema de la explotación de la mano de obra libre por la capacidad represiva del estado. Por otra parte, el desarrollo del aparato burocrático se vincula a la creación literaria, en la que destaca el propio monarca como compositor de proverbios y salmos. Lejos, pues, quedaban los tiempos en los que el espíritu del desierto iluminaba a los pastores y a sus tribus. A la muerte de Salomón el reino quedó dividido como consecuencia de las disputas intertribales surgidas del malestar generalizado de la población por la opresión tributaria. Las tribus de Israel nombran rey a Jeroboam, mientras que el sucesor designado, Roboam, ha de conformarse con Judá, síntoma de la precariedad de la monarquía sobre la que aún tiene intervención directa el pueblo. La división de los dos reinos, los convierte en presas fáciles para las apetencias de los vecinos: el faraón Sheshonq I aprovecha la ocasión para reinaugurar la intervención egipcia en Asia y, además, Damasco arrebata la mayor parte de las funciones comerciales que Salomón había logrado para su propio reino. A pesar de ello, los reinados de Omri y Ajab, en la primera mitad del siglo VIII, son los más gloriosos, pues consiguen someter de nuevo Moab, contienen a Ben-Hadad de Damasco y participan en la coalición antiasiria que detiene la expansión de Salmanasar III en la batalla de Qarqar.
Judá no alcanza una importancia similar a Israel, pero su participación en las empresas comerciales propicia la aparición de un grupo oligárquico cada vez más distanciado de la masa productora, a la que aparentemente corresponde la voz de los profetas, quienes -deseando implantar un régimen teocrático- auguran un castigo divino por el avieso comportamiento de los dominantes y, al mismo tiempo, están preparando las condiciones ambientales para que el pueblo asuma como inevitable el dominio extranjero. Y el brazo de Yahveh serán las grandes potencias imperiales. A lo largo de los siglos VIII y VII, los reyes neoasirios repiten incansablemente el camino que los conduce a través de los pequeños reinos que, sublevados, se niegan a pagar el tributo impuesto. Una y otra vez, desde Tiglatpileser III, los hebreos sufren la presencia de los ejércitos invasores, aceptan los reyes impuestos, e incluso las contaminaciones religiosas que escandalizan a los profetas, convertidos ya en agoreros del futuro inevitable. Las deportaciones se multiplican y el deterioro demográfico reduce la creación de riqueza, de forma que cada vez los hijos de Israel viven peor y la resistencia se hace imposible. La destrucción de Nínive no alivia la tensión, pues Nabucodonosor no está dispuesto a ceder un ápice de los dominios occidentales. Sedecías comete la torpeza de aliarse con el faraón Apries y el monarca babilonio no duda en arrasar Jerusalén en 587.
Ezequiel encabeza a los deportados; será la época de triunfo de la influencia sacerdotal que prevalece durante el exilio y el período postexílico. El pensamiento de los judíos de la diáspora, inaugurada en 732, incide en la misma tendencia que culmina en la renuncia a la monarquía, reservada al mesías, y en la instauración de una teocracia dirigida por los sumos sacerdotes, una vez que los persas permiten el retorno a la patria. Será el Gran Rey el que encargue a Esdrás, hacia 425, la redacción de un texto legal de aplicación para todos los judíos que evite los conflictos sectarios. Devuelta la calma, Israel pasó a dominio macedonio prácticamente sin alteraciones. Comenzaba entonces una nueva época.