Imperio Hitita
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Datos principales
Rango
Segunda Mitad II Mil
Desarrollo
Hasta mediado el siglo XV, cuando se reanuda la información textual, Hatti tiene una posición irrelevante en las relaciones internacionales del Próximo Oriente, como consecuencia del predominio de Mitanni , que había causado el eclipse del Antiguo Reino Hitita . La restauración del poder central independiente parece obra de Tudhaliya I, que emprende acciones militares en todas las direcciones y resulta, según sus propios anales, victorioso. A partir de entonces se aprecia una potente fuerza centrípeta desde el punto de vista demográfico incesante hasta el final del imperio, con lo que ello conlleva en la dinámica del trabajo, las inversiones públicas, el abastecimiento, etc., al tiempo que supone un decrecimiento demográfico en el interior del país, que ocasiona problemas en la explotación de sus recursos. La expansión hacia el oeste no había llegado hasta la costa de Asia Menor, de manera que entre la frontera hitita y el mar había una serie de países, en diferente grado de desarrollo, por los que deambulaban bandas armadas y ejércitos capitaneados por soldados de fortuna, como el famoso Madduwatta que conocemos por los textos de Bogazkoy. La estabilidad del reino se mantiene precaria en la frontera norte, por cuyas montañas y hasta el mar Negro vivían los gasga, un pueblo seminómada con organización tribal difícilmente dominable para Hattusa. Pero los problemas se complican para Hatti durante los reinados de Arnuwanda I y Tudhaliya II, debido al auge de Arzawa, el reino fronterizo por el sudoeste, que mantiene una relación estrecha con Egipto , según se desprende de la correspondencia amárnica, por la cual llegamos a saber que Hattusa sufrió un incendio.
Ignoramos qué ocurrió entonces, pero el nuevo monarca que encontramos en 1370, Suppiluliuma, había sido antes comandante militar y no parece seguir el procedimiento sucesorio marcado por el "Rescripto de Telepinu", por lo que cabe la posibilidad de que se tratara de un usurpador de la propia familia real. Pero poco importa todo esto si tenemos en cuenta que con él Hatti alcanza su máximo esplendor, según podemos colegir de la biografía -una suerte de Res gestae- redactada por su hijo Mursil II. Los primeros años del reinado estuvieron orientados a la recuperación de la autoridad en Anatolia, aunque también tuvo un infructuoso intento de intervención en Mitanni. Procuró proteger sus fronteras naturales con estados satélites que defendieran a Hatti en caso de ataques enemigos, pero no logró, a pesar de las numerosas campañas, someter a los gasga. Posteriormente consigue devolver Kizzuwatna al control hitita, de modo que se abren las puertas hacia el Mediterráneo y Mesopotamia. De este modo, unos veinte anos después reactiva su inevitable confrontación con Mitanni que habría de resultarle ventajosa, pero al mismo tiempo inauguraba una nueva rivalidad con Egipto por los intereses económicos que tenía en esta zona, que no habría de resolverse más que después de un largo enfrentamiento, conocido como las tres campañas sirias. En ellas compite, por el control de Amurru, Ugarit y otros reinos de Siria, tanto con Mitanni, como con Egipto.
En el primer caso, termina sometiéndolo, aunque la parte oriental de Mitanni, conocida como Hanigalbat, cae bajo tutela asiria. Por lo que respecta a Egipto, Suppiluliuma se enfrenta con las tropas de Amenofis IV y posteriormente con las de Tutankhamon. A la muerte de este faraón su viuda solicita, sorprendentemente, a Suppiluliuma que le envíe un hijo con el que casarse, probablemente con la intención de evitar conflictos cortesanos por la herencia. Tras ciertas dudas, Suppiluliuma acepta, pero el hijo muere, quizá asesinado en el camino. La reacción hitita fue atacar los dominios egipcios en Siria, de forma que consigue controlar férreamente toda la Siria septentrional. Para hacer aún más efectivo su dominio instala sus hijos como reyes de Alepo y Karkemish. Aquellos estados que, como Amurru o Ugarit, habían aceptado de buen grado la hegemonía hitita consolidaron sus dinastías locales, aunque sometidas al pago de tributo. Los que se habían opuesto recibieron reyes nuevos, y así, por medio de dependencias personales y juramentos de fidelidad, quedó organizada la administración territorial. La novedad consiste en que se han superado las estructuras de los viejos imperios comerciales y se están asentando las bases de los imperios territoriales que van a emerger en el I Milenio. No obstante, estas relaciones casi personales entre los estados sometidos y el monarca hitita hacían bastante tenue el nexo para los sucesores, de forma que a la muerte de Suppiluliuna los gasga, Arzawa, Mitanni y Kizzuwatna se sublevan.
Entonces, y a pesar de las rebeliones, parecía que el imperio estaba consolidado, pero el costo había sido muy elevado, pues los recursos y energías estaban casi agotados y las victorias no habían revertido los beneficios esperados. Por otra parte, la situación se había agravado por la peste, que seguramente había sido la causante de la muerte del propio Suppiluliuma y seguirá haciendo estragos hasta el reinado de su segundo sucesor, Mursil II. Cuando éste accede al trono hay una insurrección generalizada de los reinos dependientes, lo que le obligó a emplear diez años en restaurar su autoridad, aunque no logró someter a los gasga. El resto de su reinado no estuvo tan determinado por las campanas militares, aunque éstas continuaron tanto por la zona de Siria como contra los gasga, que serán sometidos durante el reinado de Muwatalli (1310-1280). Pero a comienzos del siglo XIII Adadninari de Asiria emprende una política expansionista que culmina con la anexión de Mitanni oriental, es decir, Hanigalbat. Al mismo tiempo el Egipto Ramésida recupera su interés asiático. Esta nueva fuente de conflictos no cesará hasta que el joven Ramsés II se enfrente con el ejército de Muwatalli en la famosa batalla de Qadesh (1299 o 1274, según qué cronología se siga) que estuvo a punto de costarle la vida al faraón. Su resultado fue incierto y cada parte mantuvo el control de sus tradicionales zonas de influencia.
Esta fue la última ocasión en la que habrían de enfrentarse los ejércitos egipcios e hititas, y ello a pesar de que la paz fue firmada hacia 1270, en el reinado de Hattusil III. Este era hermano de Muwatalli y uno de sus principales jefes militares, que no pudo acceder al trono hasta que logró deponer a su sobrino Urhi-Teshub, que reinó con el nombre de Mursil III. El usurpador es, probablemente tras Suppiluluima, el más glorioso de los monarcas hititas, que supo elaborar un equilibrado tejido de relaciones diplomáticas con todas las grandes potencias de la época y dejó un reino pacificado a su hijo Tudhaliya IV, el último de los grandes reyes de Hatti. Éste llevó la única expedición ultramarina conocida del imperio hitita contra Alashiya (Chipre), que fue conquistada; consiguió mantener buenas relaciones con los estados del norte de Siria y ensayó acabar con el expansionismo asirio mediante un bloqueo internacional, del que nos queda un testimonio en las instrucciones que envía, para hacerlo efectivo, a Shaushgamuwash de Amurru. Por lo demás, sabemos que Tudhaliya IV se dedicó también al embellecimiento de Hattusa, que realizó el santuario rupestre de Yazilikaya y que desarrolló una importante actividad cultural. El reinado de Tudhaliya no proporciona una imagen de crisis, pero lo cierto es que tan sólo otros dos monarcas le sucederán en el trono. De Arnuwanda III no sabemos gran cosa y de Suppiluliuma II poco más, aparte de ser el último rey hitita.
Da la impresión de que la confrontación más o menos generalizada había ido produciendo un desgaste que se traduciría en una crisis interna. Además, el llamamiento sistemático de los ejércitos vasallos terminó provocando un malestar generalizado seguido de deserciones. Y así, por ejemplo, Ugarit, indefenso, sucumbe cuando hacia el 1200 se produce el ataque de los Pueblos del Mar, un conjunto de pueblos micénicos y de las costas del Mediterráneo oriental, que asoló importantes ciudades de la Edad del Bronce y que serían finalmente repelidos por Ramsés III, cuando intentaban instalarse en Egipto. Las destrucciones se generalizan y cuando el monarca hitita intenta intervenir es ya demasiado tarde; careciendo de apoyos logísticos, su ejército debió de ser aniquilado por los Pueblos del Mar en la costa, por la zona de Mukish. Hattusa, la capital inerme, fue entonces presa fácil de algún enemigo externo, quizá los gasga o los frigios, que debieron encontrar apoyos en el interior de la ciudad. El gran Imperio Hitita enmudeció para siempre, aunque su cultura se recuperaría parcialmente en los estados neohititas del norte de Siria y sur de Anatolia, durante los primeros siglos del I Milenio. Como en el ámbito mesopotámico, la mayor parte de la tierra pertenece, al parecer a la corona y a los templos. El monarca tiene la capacidad de conceder tierra a particulares que se beneficien de su explotación. Sin embargo, no sabemos demasiado sobre la estructura de la propiedad en el mundo hitita.
Da la impresión de que existe una gran precariedad de mano de obra que se intenta resolver mediante deportaciones de prisioneros de guerra esclavizados. Junto a estos trabajadores habría muchos libres, según se desprende de las levas que llevan a cabo los representantes del poder central por todo el ámbito territorial hitita. Además de estos soldados, el ejército está compuesto por importantes contingentes de tropas prestadas por los estados vasallos, de manera que entre unos y otros conforman una maquinaria bélica de gran potencia que intenta proyectar hacia el exterior la solución de los desequilibrios internos. El poder del rey se basa, por tanto, en el rendimiento de sus propiedades, en el apoyo del ejército y en un complejo sistema de relaciones internacionales establecido con príncipes dependientes a los que integra en la estructura del estado dando la apariencia de una cierta coparticipación en el poder político, lo que han entendido algunos autores sin demasiada precisión como una estructura feudal o feudalizante.
Ignoramos qué ocurrió entonces, pero el nuevo monarca que encontramos en 1370, Suppiluliuma, había sido antes comandante militar y no parece seguir el procedimiento sucesorio marcado por el "Rescripto de Telepinu", por lo que cabe la posibilidad de que se tratara de un usurpador de la propia familia real. Pero poco importa todo esto si tenemos en cuenta que con él Hatti alcanza su máximo esplendor, según podemos colegir de la biografía -una suerte de Res gestae- redactada por su hijo Mursil II. Los primeros años del reinado estuvieron orientados a la recuperación de la autoridad en Anatolia, aunque también tuvo un infructuoso intento de intervención en Mitanni. Procuró proteger sus fronteras naturales con estados satélites que defendieran a Hatti en caso de ataques enemigos, pero no logró, a pesar de las numerosas campañas, someter a los gasga. Posteriormente consigue devolver Kizzuwatna al control hitita, de modo que se abren las puertas hacia el Mediterráneo y Mesopotamia. De este modo, unos veinte anos después reactiva su inevitable confrontación con Mitanni que habría de resultarle ventajosa, pero al mismo tiempo inauguraba una nueva rivalidad con Egipto por los intereses económicos que tenía en esta zona, que no habría de resolverse más que después de un largo enfrentamiento, conocido como las tres campañas sirias. En ellas compite, por el control de Amurru, Ugarit y otros reinos de Siria, tanto con Mitanni, como con Egipto.
En el primer caso, termina sometiéndolo, aunque la parte oriental de Mitanni, conocida como Hanigalbat, cae bajo tutela asiria. Por lo que respecta a Egipto, Suppiluliuma se enfrenta con las tropas de Amenofis IV y posteriormente con las de Tutankhamon. A la muerte de este faraón su viuda solicita, sorprendentemente, a Suppiluliuma que le envíe un hijo con el que casarse, probablemente con la intención de evitar conflictos cortesanos por la herencia. Tras ciertas dudas, Suppiluliuma acepta, pero el hijo muere, quizá asesinado en el camino. La reacción hitita fue atacar los dominios egipcios en Siria, de forma que consigue controlar férreamente toda la Siria septentrional. Para hacer aún más efectivo su dominio instala sus hijos como reyes de Alepo y Karkemish. Aquellos estados que, como Amurru o Ugarit, habían aceptado de buen grado la hegemonía hitita consolidaron sus dinastías locales, aunque sometidas al pago de tributo. Los que se habían opuesto recibieron reyes nuevos, y así, por medio de dependencias personales y juramentos de fidelidad, quedó organizada la administración territorial. La novedad consiste en que se han superado las estructuras de los viejos imperios comerciales y se están asentando las bases de los imperios territoriales que van a emerger en el I Milenio. No obstante, estas relaciones casi personales entre los estados sometidos y el monarca hitita hacían bastante tenue el nexo para los sucesores, de forma que a la muerte de Suppiluliuna los gasga, Arzawa, Mitanni y Kizzuwatna se sublevan.
Entonces, y a pesar de las rebeliones, parecía que el imperio estaba consolidado, pero el costo había sido muy elevado, pues los recursos y energías estaban casi agotados y las victorias no habían revertido los beneficios esperados. Por otra parte, la situación se había agravado por la peste, que seguramente había sido la causante de la muerte del propio Suppiluliuma y seguirá haciendo estragos hasta el reinado de su segundo sucesor, Mursil II. Cuando éste accede al trono hay una insurrección generalizada de los reinos dependientes, lo que le obligó a emplear diez años en restaurar su autoridad, aunque no logró someter a los gasga. El resto de su reinado no estuvo tan determinado por las campanas militares, aunque éstas continuaron tanto por la zona de Siria como contra los gasga, que serán sometidos durante el reinado de Muwatalli (1310-1280). Pero a comienzos del siglo XIII Adadninari de Asiria emprende una política expansionista que culmina con la anexión de Mitanni oriental, es decir, Hanigalbat. Al mismo tiempo el Egipto Ramésida recupera su interés asiático. Esta nueva fuente de conflictos no cesará hasta que el joven Ramsés II se enfrente con el ejército de Muwatalli en la famosa batalla de Qadesh (1299 o 1274, según qué cronología se siga) que estuvo a punto de costarle la vida al faraón. Su resultado fue incierto y cada parte mantuvo el control de sus tradicionales zonas de influencia.
Esta fue la última ocasión en la que habrían de enfrentarse los ejércitos egipcios e hititas, y ello a pesar de que la paz fue firmada hacia 1270, en el reinado de Hattusil III. Este era hermano de Muwatalli y uno de sus principales jefes militares, que no pudo acceder al trono hasta que logró deponer a su sobrino Urhi-Teshub, que reinó con el nombre de Mursil III. El usurpador es, probablemente tras Suppiluluima, el más glorioso de los monarcas hititas, que supo elaborar un equilibrado tejido de relaciones diplomáticas con todas las grandes potencias de la época y dejó un reino pacificado a su hijo Tudhaliya IV, el último de los grandes reyes de Hatti. Éste llevó la única expedición ultramarina conocida del imperio hitita contra Alashiya (Chipre), que fue conquistada; consiguió mantener buenas relaciones con los estados del norte de Siria y ensayó acabar con el expansionismo asirio mediante un bloqueo internacional, del que nos queda un testimonio en las instrucciones que envía, para hacerlo efectivo, a Shaushgamuwash de Amurru. Por lo demás, sabemos que Tudhaliya IV se dedicó también al embellecimiento de Hattusa, que realizó el santuario rupestre de Yazilikaya y que desarrolló una importante actividad cultural. El reinado de Tudhaliya no proporciona una imagen de crisis, pero lo cierto es que tan sólo otros dos monarcas le sucederán en el trono. De Arnuwanda III no sabemos gran cosa y de Suppiluliuma II poco más, aparte de ser el último rey hitita.
Da la impresión de que la confrontación más o menos generalizada había ido produciendo un desgaste que se traduciría en una crisis interna. Además, el llamamiento sistemático de los ejércitos vasallos terminó provocando un malestar generalizado seguido de deserciones. Y así, por ejemplo, Ugarit, indefenso, sucumbe cuando hacia el 1200 se produce el ataque de los Pueblos del Mar, un conjunto de pueblos micénicos y de las costas del Mediterráneo oriental, que asoló importantes ciudades de la Edad del Bronce y que serían finalmente repelidos por Ramsés III, cuando intentaban instalarse en Egipto. Las destrucciones se generalizan y cuando el monarca hitita intenta intervenir es ya demasiado tarde; careciendo de apoyos logísticos, su ejército debió de ser aniquilado por los Pueblos del Mar en la costa, por la zona de Mukish. Hattusa, la capital inerme, fue entonces presa fácil de algún enemigo externo, quizá los gasga o los frigios, que debieron encontrar apoyos en el interior de la ciudad. El gran Imperio Hitita enmudeció para siempre, aunque su cultura se recuperaría parcialmente en los estados neohititas del norte de Siria y sur de Anatolia, durante los primeros siglos del I Milenio. Como en el ámbito mesopotámico, la mayor parte de la tierra pertenece, al parecer a la corona y a los templos. El monarca tiene la capacidad de conceder tierra a particulares que se beneficien de su explotación. Sin embargo, no sabemos demasiado sobre la estructura de la propiedad en el mundo hitita.
Da la impresión de que existe una gran precariedad de mano de obra que se intenta resolver mediante deportaciones de prisioneros de guerra esclavizados. Junto a estos trabajadores habría muchos libres, según se desprende de las levas que llevan a cabo los representantes del poder central por todo el ámbito territorial hitita. Además de estos soldados, el ejército está compuesto por importantes contingentes de tropas prestadas por los estados vasallos, de manera que entre unos y otros conforman una maquinaria bélica de gran potencia que intenta proyectar hacia el exterior la solución de los desequilibrios internos. El poder del rey se basa, por tanto, en el rendimiento de sus propiedades, en el apoyo del ejército y en un complejo sistema de relaciones internacionales establecido con príncipes dependientes a los que integra en la estructura del estado dando la apariencia de una cierta coparticipación en el poder político, lo que han entendido algunos autores sin demasiada precisión como una estructura feudal o feudalizante.