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Desarrollo


INTRODUCCIÓN No sabemos cuál sería la edad exacta de fray Toribio de Benavente cuando el 13 de mayo de 1524, en compañía de otros franciscanos, los llamados #doce# por su número, desembarcó en San Juan de Ulúa, en una expedición de frailes dirigida por fray Martín de Valencia. Por esta razón, ignoramos las circunstancias y fecha de su nacimiento, aunque sabemos que este hecho ocurrió en Benavente, Zamora. El historiador mexicano Edmundo O#Gorman1 sitúa el nacimiento de fray Toribio entre 1482 y 1491. Siendo costumbre que los frailes dedicados a la evangelización debían ser personas sanas y vigorosas, capaces de resistir las vicisitudes y penalidades que acompañaban a sus misiones, nos inclinamos a pensar que, en llegando a México, fray Toribio tendría una edad inferior a los treinta años. Esta edad hacía posible no sólo cumplir con actividades de desplazamientos por regiones que sabemos difíciles, sobre todo a causa de los terrenos y de las situaciones peligrosas que resultaban de la frecuente hostilidad de los indígenas hacia extraños que ocupaban sus territorios, sino también porque, al mismo tiempo, se requería ser lo suficientemente joven para de este modo realizar adaptaciones fisiológicas a los diferentes climas y altitudes, tanto como también facilitaba la recepción y aprendizaje de idiomas nativos, condición indispensable para efectuar la penetración espiritual en el mundo indígena. En este caso, y por lo menos durante el período inicial, lo conveniente era que los misioneros que trabajaban en México aprendieran el náhuatl, idioma que con el maya en Mesoamérica2 constituía el medio de comunicación verbal entre las diferentes naciones, tribus y etnias que vivían en el seno de esta gran región, con independencia de las lenguas locales que en número considerable representaban el mosaico lingüístico de las poblaciones mesoamericanas3.

Desde luego, aun cuando podamos especular acerca de la edad como factor adaptativo, que en las edades mas jóvenes implica plasticidad social y receptividad cultural más variada, es indudable que en el caso de fray Toribio carecemos de documentos que precisen todo cuanto hace referencia a quienes fueron sus familiares, formación social y educación recibida, para de este modo poder ocuparnos de su contexto intelectual, tanto como de su ambiente social. Así, no sabemos la fecha en que había nacido. Sí, en cambio, tenemos certeza de cuándo fue su muerte. Este hecho ocurrió en la ciudad de México, el 9 de agosto de 1569, y es probable que para entonces tuviera más de ochenta años. Su residencia en México tuvo, pues, una duración de cuarenta y cinco años, suficientes por su incansable trabajo y dedicación a los indígenas, para que haya podido conocerlos a fondo y hablar, por lo menos, el nahuatl. En lo fundamental, fray Toribio, fraile menor como se designaba a sí mismo, viajó por todo el ámbito mesoamericano. Sin embargo, el material etnográfico que mayormente nos comunica en su Historia, así como sus frecuentes alusiones a Tlaxcala y a la ciudad de México, nos permiten pensar que sus principales conocimientos los obtuvo de gente de habla nahuatl, especialmente tlaxcalteca y azteca, con frecuentes incursiones etnográficas referidas a texcocanos, tepaneca, huexotzinca, cholulteca, y grupos que aun no siendo nahuas, como tarascos y otomíes, no obstante, figuraban en el contexto del área de que se ocupaba, incluidos chichimecas y pueblos de la costa atlántica y del sur.

De modo especial, los mayas no figuran entre los intereses etnográficos de fray Toribio, precisamente porque no acostumbró tratarlos con la frecuencia con que lo hizo con los primeros. Aunque parece difícil aceptar que un hombre culto, como fray Toribio, cometiera errores de transcripción de topónimos y nombres nahuas, pues se supone que después de veinte años de estancia en México debía dominar este idioma, sin embargo, su relación permite afirmar que se basa en experiencias vividas, aun cuando se piense que esta Historia no fuese escrita directamente por Fray Toribio, sino por otra persona que tuvo acceso a la obra si redactada por nuestro autor. Inclusive tratándose de una obra transcrita y resumida de otra original, perdida según O#Gorman4, que pudiera haber sido la que escribió realmente Motolinia, lo cierto es que resulta difícil imaginar la comisión de esta clase de errores cuando se supone que la redacción original debió ser básicamente correcta. De hecho podría pensarse que la existencia de un manuscrito diferente no supone necesariamente que los datos sean incorrectos, pues de la comparación con otros de la época, por ejemplo, los que nos dieron Sahagún y Torquemada, concuerdan, con independencia de su relativa distinta prolijidad descriptiva. Lo cierto es que las informaciones básicas relacionadas con la etnografía de las poblaciones mencionadas coinciden sobremanera, con la sola diferencia de que los énfasis varían, pues mientras los dos últimos autores fueron más intensivos en lo referente a lo prehispánico, y si se quiere más completos, en cambio, lo fueron menos en sus informaciones sobre el proceso de la aculturación experimentado por los indígenas a partir de sus relaciones con los españoles.

Desde luego, fray Toribio de Benavente cuando adoptó el sobrenombre de #Motolinia#, palabra indígena compuesta que significaba presentarse como #el humilde por pobre#, asumía con ello, y desde este momento, el proyecto de la evangelización al modo peculiar franciscano; esto es, consistente en vivir sobre el terreno y dentro de las penurias que pudieran resultar de la escasez, pero permitiendo todo ello profundizar sobre las culturas indígenas en forma ciertamente amorosa: sin condenarlas, y pensando que el Evangelio constituía un mensaje de humildad cuya más importante grandeza se expresaba en la misma exaltación del poder espiritual y en la superioridad moral de éste sobre las temporalidades materiales. Por otra parte, esta Historia no es sólo el relato de cómo eran los pueblos indígenas durante la inmediata época prehispánica. Es también la historia de las vicisitudes ocurridas durante su conversión y, por ende, designa el proceso que siguieron los acontecimientos de la evangelización desde la llegada a México, sobre todo, de los doce #Apóstoles de la Nueva España#. El libro que aquí presentamos comienza con una #Epístola Proemial#, dirigida al que fuera su protector don Antonio de Pimentel, en su tiempo sexto conde de Benavente, villa de la que era oriundo nuestro autor. Después, y formando el grueso de la obra, se describe la Historia, para terminar con una #Carta# al emperador Carlos V en la que Motolinia se constituye en crítico directo de los escritos de Las Casas.

En dicha carta, fray Toribio se muestra interesado en desmentir las exageradas ligerezas a que se entregó Las Casas cuando describía los comportamientos de los españoles. La #Carta# es, fundamentalmente, un alegato contra lo que podríamos llamar demagogia lascasiana, tratando de restablecer en su justa medida los comportamientos de los españoles. En ella resulta evidente que Motolinia no sólo era un hombre que conocía la realidad americana, sino que introducía en sus afirmaciones un sentido de equilibrio, sobre todo en materia de cifras relativas a los números de esclavos indios, y a las circunstancias catastróficas por las que pasaban estas poblaciones al tener que sufrir enfermedades y epidemias para las que no estaban preparadas. Dentro de esta perspectiva, la Historia de Motolinia abunda en noticias referentes al pasado indígena, pero también asume el relato de lo que estaba aconteciendo con las nuevas experiencias religiosas de los nativos. El mundo indígena parecía estremecerse sobre sus cimientos cuando llegaron los españoles. Sobre aquél no sólo actuaban los misioneros, sino que, además, en la dialéctica de aquel momento aparecían factores de desorganización y de entropía que mientras efectuaban el estrangulamiento progresivo de las estructuras sociales indígenas, aceleraban, por medios guerreros, políticos y económicos, la aparición de nuevas categorías culturales y el desarrollo de una nueva y única sociedad: la que tomaba el nombre de Nueva España.

Mientras que el imperio azteca extendía su poder político y militar por los territorios cercanos, y mientras en éstos su poder se distribuía de manera discontinua o en forma de archipiélago internos, o sea constituyendo islas salteadas porque no todas sus naciones internas le permanecían absolutamente sometidas, y por cuanto cada una de éstas resistía al aparato disuasorio de Tenochtitlán por medio de acciones que, en casos, aseguraban su independencia, como ocurría, por ejemplo, con tarascos y tlaxcaltecas, y en menor medida con grupos como totonaco, otomíe, huexotzinca, cholulteca, mixteca, huasteca, zapoteca, maya, chichimeca, y otros de inferior entidad y desarrollo político, en todo caso se adoptaban estrategias que oscilaban, en sus compromisos, entre obedecer a las exigencias mexicanas y rechazar, por otra parte, el someterse a su dominio. Esta misma situación fue heredada por los españoles, con la diferencia de que los enemigos tradicionales del imperio azteca adoptaron en seguida la estrategia de vincularse a la amistad con aquéllos frente a este último; y al contrario, los amigos del poder mexica fueron inevitablemente asumidos como los primeros enemigos del poder español. El transcurso de los sucesos derivados de la Conquista implicaron deserciones importantes de naciones indígenas que, poco a poco, asumían el dominio español en lugar del propiamente azteca. En cualquier caso, y en el contexto de una primera confrontación, amigos y enemigos invirtieron sus opciones políticas y entraron en un juego de alianzas que Hernán Cortés supo aprovechar sutilmente en su favor, convirtiéndole de hecho en uno de los más brillantes tácticos de la época, pues mientras consolidaba militarmente la derrota de los aztecas, destruía al mismo tiempo el aparato de poder de éstos en lo que podía considerarse capacidad de dominio sobre otras naciones.

Prácticamente, además, cada grado de poder conquistado por Cortés a los aztecas representaba un grado de poder menos de éstos sobre Mesoamérica, y a la larga sobre sí mismos. Por lo tanto, a medida que los aztecas se debilitaban, se reforzaban los españoles. La consecuencia inmediata de este progresivo avance consistía no sólo en ampliar el territorio de dominio militar, sino también permitía asegurar para los misioneros el acceso a una mayor cantidad de naciones para su conversión. Asimismo, y por este medio, aumentaban las necesidades de control espiritual por los misioneros de estas poblaciones. Cabalmente, cada conversión de un indígena al Cristianismo significaba la retirada, real o potencial, de un enemigo de los españoles. En este punto es indudable que la obra misionera era intrínsecamente decisiva en lo espiritual y estratégica en lo político, de manera que los evangelizadores pronto pudieron ser considerados por los sagaces capitanes españoles, Hernán Cortés el primero, como los agentes más eficaces para el éxito de sus conquistas, pues las conversiones de indígenas conseguían transformar la hostilidad guerrera en pérdida de voluntad progresiva para seguir enfrentándose contra un poder, el español, que aparecía secundado y favorecido por otro, el de los frailes, a sus ojos más permanente y trascendente. Para pueblos tan profundamente religiosos como los indígenas, el poder espiritual de los misioneros, actuando a través de la predicación, llegó a restar más combatientes para la causa contra los españoles que podían conseguirlo los ejércitos de estos últimos.

Incluso cabe añadir que sin los religiosos, las conquistas habrían sido más lentas y penosas y, desde luego, habrían impuesto la necesidad de emplear más recursos económicos y mayores contingentes humanos. Esto lo advertimos claramente cuando pensamos en las tendencias de los españoles a enfrentarse entre sí y a debilitar, por eso, sus capacidades de lucha, como ocurriera con Cortés y Narváez en México, y con Pizarro y Almagro en Perú. Y también es cierto que si no hubiera sido por el progreso de la evangelización, las fundaciones y poblamientos españoles hubieran pasado por pruebas más terribles de precariedad en lo que hace al mantenimiento de la estabilidad de su dominio. Sin los trabajos misioneros, los españoles habrían tenido, por lo menos, que luchar más y con más medios, sobre todo a partir de las primeras sorpresas y desorganizaciones que siguieron a los fulgurantes avances militares de Cortés. Y asimismo, es muy probable que de haber persistido en su resistencia militar organizada los indígenas, otras naciones europeas, tan ávidas como lo fuera la española, habrían intervenido de manera oportunista en el escenario de Mesoamérica, por lo menos dilatando el proceso de consolidación de la nueva sociedad española en estos territorios. Los frailes fueron, por lo tanto, el recurso humano más profundamente estabilizador de la conquista española, y en cierto modo, y metafóricamente, causaron más bajas a la resistencia indígena que podían lograr las fuerzas militares.

El éxito en la guerra ideológica constituyó, así, el medio principal de la victoria militar, precisamente porque socavo las convicciones que permitían justificar las resistencias indígenas a los españoles. En gran manera, además, la profundización ideológica emprendida por los españoles en lo religioso, asumía que los indígenas eran más vulnerables en este punto que en la crisis que podía darse en su identidad étnica. Culturalmente, los misioneros escribieron la historia decisiva porque, al absorber los indígenas el cristianismo, transformaban su ética de resistencia en ética de reconciliación y en signo de integración social con la estructura institucional española. Dentro de estos particulares, la Historia de Motolinia representa un despliegue de informaciones sobre los indígenas, en dos tiempos: uno, el prehispánico; otro, el hispánico. Debido quizá al hecho de no haber estado presente en el proceso del descubrimiento y conquista de México, sus informaciones al respecto de este período mantienen la austeridad de la ausencia. Por eso, en este sentido cabe señalar que sus referencias a la Conquista de Tenochtitlán, corazón del imperio azteca, queda muy lejos en intensidad y memoria a las que hicieron Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo5 en sus descripciones sobre estos acontecimientos. Y tampoco igualan en crédito y memoria directa a las que redactaron, respectivamente, fray Francisco de Aguilar, con su Relación breve de la conquista de la Nueva España6, o el indígena Fernando de Alva Ixtlilxóchitl7, o las mismas versiones de H.

Alvarado Tezozomoc, con su Crónica Mexicana8, incluso la del dominico fray Diego Durán9 que en el mismo siglo XVI escribió con especial interés sobre los acontecimientos políticos y propiamente militares de la Conquista en las partes finales de su obra. Cabe, pues, afirmar que la Historia de Motolinia debemos contemplarla desde la óptica de otros ángulos y facetas, en este caso de las que miran al discurrir de la obra misionera sobre los indígenas y del deseo de saber mayormente acerca de los fundamentos históricos de su religión, de las cualidades de sus dioses, del sacerdocio y de las funciones de las creencias en sus diversas manifestaciones morales e intelectuales. El hiato descriptivo que correspondería al período de la conquista española, parece dar a entender que para Motolinia estos sucesos tenían un valor secundario en sus intereses históricos, pues lo importante permanecería integrado en lo que constituía la razón de su presencia en México y en el resto de Mesoamérica: la conversión del indio al Cristianismo y su correspondiente bautismo en el seno del Cristianismo. En estas condiciones, los hechos militares y los sucesos políticos ocupan espacios reducidos en su contexto intelectual, básicamente conducido por la preocupación en dar primacía al triunfo de la consciencia moral sobre cualquier valor de situación. En la realidad, esto sería, como dijimos, cuestión de énfasis, v también resultaba ser la traducción de un actitud intelectual entregada a describir el proceso de transformación que experimentaba el indígena al pasar de vivir una fe #equivocada# por estar basada en la influencia del demonio, a otra de acceso paulatino a la fe correcta y revelada del Cristianismo.

Los hechos que configuran este proceso son fundamentales en la obra de Motolinia, y si ésta es importante para los historiadores, lo es también, desde luego, para los etnólogos y para toda persona proclive a descubrir en la memoria de este pasado, quizá, sus propios entusiasmos literarios. En tal extremo, lo que se nota en estas descripciones es el vigor de un estilo existencial, el de la época, y lo que es más relevante, a nosotros nos invade el placer que sigue a la noción de que estamos viviendo a distancia un mundo que si era difícil en sí mismo, no lo era tanto porque a sus protagonistas les persiguieran el drama y la tragedia, sino porque su fe mesiánica les llevaba a conquistar el corazón de los indígenas antes de que consiguieran también su alma en el acto final. Lo que nos parece singular de Motolinia es su fe austera y su inteligencia para percibir el sentido de la vida indígena, y también, a veces, su capacidad para encapsular el pensamiento y los actos de este modo de ser en el contexto de peligros y de avatares que, mientras bordeaban continuamente la catástrofe, al mismo tiempo existían convicciones definitivas suficientes como para proveernos de la sensación de que todo es verosímil a cuenta de la sencillez descriptiva que despliega. Por eso, los sucesos que se narran adquieren un sentido de autenticidad y de confianza en la inevitabilidad del resultado final de este ingente trabajo misionero: la conversión y bautismo de los indígenas.

Así, esta Historia constituye un documento inestimable en lo que concierne al conocimiento de los procesos de aculturación10 que siguieron a las predicaciones franciscanas en México. Por lo demás, el método es sencillo: consiste en describir costumbres y reacciones que se producían conforme iban asentándose los frailes y los españoles en general. No intenta formular una teoría de la evangelización, ni persigue elucidar las contradicciones que se iban produciendo a medida que se conseguían éxitos en la conversión de los indígenas al Cristianismo. De hecho, destaca los problemas ideológicos que resultaban de las confrontaciones entre dos sistemas de pensar, el de los sacerdotes indígenas y el de los misioneros españoles, en este caso franciscanos. En este contexto, se revela el papel de la praxis, la política misma de los franciscanos y las posibilidades que se iban dando a medida que se ampliaban las bases operativas de la predicación y la institucionalización de la Iglesia católica en el mundo americano. Siendo así, se trata de una historia religiosa singular, un período en cuyo transcurso se organizaba una nueva vida espiritual mientras aparecían en el seno de las sociedades indígenas las tramas de una transformación de su semántica cultural. Desde entonces, los significados de la vida comenzaban a ser distintos para los indígenas, pero desde luego también incorporaban nuevas realidades cognitivas y adaptativas entre los mismos españoles.

Llevados por Motolinia, debemos advertir que los modos peculiares de discutir los franciscanos materias religiosas con los indígenas representan, además de un convencimiento ideológico, la manifestación de una fuerza ética, intelectualmente expresada, que estos frailes afrontaron con impar valentía y serenidad. Pero también es obvio que esta serenidad tuvo sus nubes pasionales, aquellas a las que eran empujados por su fe. En todo caso, el relato es llevado con firmeza, destaca por su estilo directo, y aparece como determinado por recuerdos fáciles de contar porque eran propios de la persona de Motolinia. Se trata, pues, de una fuente de primera mano que, mientras conservaba su celo misionero, también podía reflexionar sobre los resultados de su experiencia.

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