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La tentación apocalíptica, presente siempre en el pensamiento cristiano y vinculada en realidad a mitos más antiguos como los de la edad de oro y el eterno retorno, cimentó también ideológicamente la aparición de numerosos movimientos populares en la frontera entre la ortodoxia y la heterodoxia. Normalmente vinculada a momentos de crisis, la creencia milenarista ofreció casi siempre perfiles extremadamente difusos, basados no tanto en el conjunto de las predicciones joánicas cuanto en la abundante literatura apocalíptica de tiempos altomedievales. La convicción de vivir el fin de los tiempos se basaba ante todo en una serie de signos, tenidos como indiscutibles, que se interpretaban en función de un esquema relativamente sencillo tomado del "Apocalipsis". Partiendo de un marco idóneo, como podía ser cualquier coyuntura de crisis, el pensamiento milenarista aseguraba el advenimiento del llamado "emperador del fin" de los tiempos, cuyo reinado, destinado a asegurar la paz y la expansión de la fe cristiana en todo el mundo, quedaría interrumpido por la llegada del Anticristo, en la figura de un gobernante con apariencia humana. Vendría luego el retorno del Mesías y el triunfo de la verdadera Iglesia, identificada naturalmente por los herejes con su propia secta. Tales ideas se prestaban como es lógico a la mitificación popular, positiva o negativa, de personajes históricos ya desaparecidos como Carlomagno, Federico I Barbarroja, Balduino I de Flandes, Federico II, etc.

Mas también dieron origen a todo un género culto, a mitad de camino entre la interpretación histórica y la simple profecía, que trataba de desentrañar mediante procedimientos simbólicos la identidad oculta de ciertos soberanos. A mediados del XI Adsón de Montierender proclamó en su "Libellus de Antichristo" la inminente llegada del fin del mundo haciéndose eco, de forma muy imprecisa, de la invasión turca de Palestina. En la siguiente centuria Gerhoh de Reichersberg, continuando una rancia tradición eclesiástica, realizó en su "De manifestatione Antichristi" un estudio sobre las sucesivas personalidades adoptadas por el Anticristo a lo largo del tiempo, desde Nerón al emperador Enrique IV. Ambos autores, por lo demás radicalmente ortodoxos, más que extraer consecuencias políticas o sociales de sus obras, coincidieron en la necesidad de encarar los acontecimientos apelando a procedimientos ascéticos. La necesidad de expiación tanto personal como colectiva y, por ende, el retorno a la vida y pobreza evangélicas aparecían como los únicos recursos que permitirían a los fieles mostrarse a la altura de las circunstancias. De ahí también la identificación que se constata en este tipo de obras entre la figura del peregrino -pauper- y la del elegido de los últimos tiempos. Que este tipo de creencias apocalípticas se relacionase directamente con la devoción peregrinatoria a Jerusalén no debe extrañar, puesto que la ciudad santa era no sólo la capital elegida por el postrer emperador sino también, y muy especialmente, el lugar designado por las Escrituras para el definitivo regreso del Mesías.

Fenómenos como las cruzadas populares y de "pastoreaux" se vinculaban así, en la mentalidad colectiva y en las predicaciones itinerantes, a la geografía mítica de la Cristiandad. Repetidas a lo largo de toda la Plena Edad Media (1146, 1197, 1212, 1251, etc.), tales explosiones de devoción popular, a menudo teñidas de un fuerte componente antisemita, expresaban la firme creencia en la inminente llegada de un periodo de prueba al que se sucedería un mundo nuevo desprovisto de males, riquezas y diferencias sociales. En esto, como en otros aspectos de la religiosidad colectiva, la distinción entre ortodoxia y heterodoxia resultaba en la práctica muy difícil de establecer. Esta ambivalencia puede también observarse en el caso del cisterciense Joaquín de Fiore (muerto en 1202) cuyas obras serían condenadas como heréticas por el IV Concilio de Letrán pero que gozó en vida de una merecida fama de santidad. A él se debe sin duda la más perfecta sistematización del pensamiento milenarista de la época que, pese a su condena, tendría una enorme repercusión en el desarrollo del franciscanismo radical. Autor de numerosas obras, entre las que destacan la "Concordia Veteri et Novi Testamenti" y la "Expositio ad Apocalypsim", el abad calabrés fue el creador de un método exegético de carácter alegórico, según el cual los acontecimientos veterotestamentarios se interpretaban en función de los del Nuevo Testamento, señalando a su vez, simbólicamente, el advenimiento de una tercera y definitiva era.

Según esta interpretación, a mitad de camino entre la profecía y la filosofía de la historia, la humanidad habría pasado en primer lugar por la denominada "Edad del Padre" (ante legem), correspondiente al Antiguo Testamento, en la que el hombre serviría a Dios sólo por temor y donde la institución prototípica sería el matrimonio. Estructurada en 42 generaciones de 30 años cada una, esta etapa habría dado paso a su vez a la "Edad del Hijo" (sub legem), en la que creía vivir aún el De Fiore, y donde la obediencia descansaría en la fe y el amor filial, siendo los clérigos sus figuras emblemáticas. Finalmente, hacia 1260, según el calculo de generaciones del propio abad calabrés, se entraría en la definitiva "Edad del Espíritu" (post legem), caracterizada por la plena libertad y caridad cristianas y por la extinción de todas las instituciones, Iglesia jerárquica incluida. Los nuevos "hombres espirituales", cuyo prototipo serían los monjes, vivirían en un paraíso terrenal bajo la obediencia de un jefe evangélico cuyos rasgos fueron ya prefigurados siglos antes por san Benito. El pensamiento de De Fiore, pronto enriquecido a pesar de su condena oficial por multitud de apócrifos, sería definitivamente perfilado por su discípulo Gerardo di Borgo San Donino en su "Introductio ad Evangelium Aeternum". La difusión del jonquinismo sería así enorme, cimentando ideológicamente el movimiento de los espirituales franciscanos.

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