Emerita Augusta (Mérida)
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Datos principales
Rango
Hispania romana
Desarrollo
Varios son los autores que han defendido la existencia de un asentamiento, de escasa entidad, en el solar que más tarde sería ocupado por la colonia Augusta Emerita. La verdad es que hasta el momento nada hay lo suficiente ilustrativo que nos permita afirmarlo categóricamente, aunque tal posibilidad podría ser cierta. Dejando al margen ciertos hallazgos producidos en las inmediaciones de la ciudad, o dentro de su casco urbano, la topografía de Mérida, sobre todo los que ofrece la zona correspondiente al denominado Cerro del Calvario, podría explicar un pequeño núcleo de población, aislado por dos barreras o baluartes naturales constituidos por los ríos Guadiana y Albarregas. Esta posibilidad se vería reforzada si se considera el carácter vadeable del Anas a su paso por Mérida, lo que hubo de proporcionar una inmejorable posición estratégica a la población de ese presumible castellum, que ejercería el papel de control y vigía del río. Y allí, en aquellas tierras, en medio de túrdulos, vettones y lusitanos, gentes poco permeables a la romanización, sobre todo estos últimos, se fueron estableciendo, paulatinamente, unos enclaves, los propugnacula imperii: Metellinum, Castra Caecilia, Norba Caesarina, que culminan en el año 25 a. C. con la fundación de Emerita tras la victoriosa campaña contra cántabros y astures . Las razones de tal fundación fueron varias. La principal era que la naciente colonia se convertía en enclave estratégico en medio de tierras difíciles.
Su valor estratégico venía marcado por el paso del Guadiana en lugar favorable, sobre el que se apeó un puente que ponía en comunicación las tierras de la Bética con las del noroeste peninsular, tan vitales para el erario público romano. La nueva colonia, que heredó el papel que desempeñó Metellinum en un principio, se convertía en epicentro de la política romana a raíz de las nuevas conquistas. Además, Emerita, con su extenso territorio, venía prácticamente a dar la mano a las otras dos provincias , Tarraconense y Bética, a las que la unían viejos caminos naturales que Augusto convertiría en firmes calzadas . La colonia se configuró así como un importante nudo de comunicaciones y como encrucijada de caminos del Occidente peninsular. Será la futura capital de Lusitania, capitalidad que pudo asumir, al crearse esta nueva provincia, quizá en los años 16-15 a. C., una población de carácter semi-militar, poblada de veteranos, los deducidos de las legiones V y X que habían combatido a los cántabros, dispuestos a defender lo suyo con denuedo, con el constante apoyo de la administración, que es quien proporciona desde el principio el capital necesario para construir la ciudad y para poner en marcha la explotación de los extensos campos centuriados que se adscribieron a la nueva fundación. Si las razones de tipo político, militar, social y administrativo son evidentes, también lo son las de carácter topográfico a la hora de analizar el emplazamiento de la colonia.
Era la zona de Mérida el único punto en muchos kilómetros donde era posible vadear el Anas con poca dificultad. Si a ello unimos la existencia de una isla en medio del cauce, no nos es difícil explicar su gran valor estratégico. Fue la clásica ciudad-puente, como lo fue Roma con su Isla Tiberina, o Lutetia (París), Toulouse, Vienne, etc. La isla del cauce del Guadiana, por tanto, así como la poca profundidad de sus aguas, que hacen franco el paso del río por este lugar, fue la razón de mayor peso en el momento de considerar su ubicación. A lo largo del siglo I d. C., la ciudad, a la que se dotó de un extenso territorio de casi 20.000 kilómetros cuadrados, fue cobrando cierta importancia: se construyeron nuevas áreas y se desarrollaron otras que vinieron a completar la estructura del asentamiento colonial dentro de un perímetro definido desde el principio. A ella acudieron gentes procedentes de diversos lugares de Lusitania, de otras provincias hispanas y de diversas zonas del Mediterráneo: Galia, Italia y el área grecoparlante fundamentalmente. No obstante, hay que decir que esta colonia, ciudad de servicios sobre todo, no alcanzó un grado de importancia comparable a Tarraco#CONTEXTOS#5924] en los primeros siglos, como demuestra el hecho de que los gobernadores aquí destacados fueran personajes de segunda fila dentro del contexto de la política romana. Pero, con todo y con eso, su atractivo era suficientemente considerable como para atraer a esos numerosos contingentes de población que pudieron establecerse sin problemas en su extenso territorio y en sucesivas fases que llegan, en su primera etapa, por lo menos, hasta el imperio de Nerón , como se encarga de precisarnos un pasaje de Tácito .
La época de los flavios y el comienzo del período de los emperadores de la dinastía hispana supone para toda la Península un momento de esplendor, una incostestable proyección dentro del mundo romano. Es la hora, pues, de Hispania y Emerita no va a quedar descolgada de ese ambicioso plan de rehabilitación. Es entonces cuando se acometen considerables proyectos de reforma de sus más señalados monumentos: el Teatro y algunos edificios del foro municipal. Esta reactivación monumental, impulsada por los flavios, Trajano y Adriano , tuvo un paralelo claro en la iniciativa particular que, al amparo del desarrollo económico, construyó sus moradas con un lujo y magnificencia que en nada tenían que envidiar a sus congéneres de las zonas más privilegiadas del Imperio. Así lo testimonian las casas de la Torre del Agua y del Mitreo, sobre todo. Este esplendor continuó sin menoscabo durante el período antoniniano, durante el que se conocen casos de evergetismo. Así, se emprendió la ejecución de diversos complejos de tipo religioso, como el templo de Marte, merced a la iniciativa de la piadosa Vetilla, mujer de Páculo, prócer emeritense de raigambre itálica, y el santuario consagrado a las divinidades orientales que se emplazó en el cerro de San Albín y cuyo esplendor procuró el gran sacerdote Gaius Accius Hedychrus. Que la vida en Emerita era floreciente y que se había formado una clase social pudiente e imbuida de cultura, lo pone de manifiesto el hecho de que los talleres de escultura no dieran abasto a las continuas demandas de los emeritenses a lo largo del siglo I d.
C., como en toda la segunda centuria. Fue la escuela emeritense de escultura una palmaria manifestación del genio popular hispanorromano, bien equipada en cuanto a técnica y en cuya formación no es difícil atisbar la presencia de buenos artistas griegos. Igualmente podríamos afirmar, aunque ya en un tono algo menor, de la producción pictórica y musivaria, que vive un momento de auge entre el comienzo del siglo II d. C. y el primer cuarto del siglo III. Gracias a la preparación de estos artistas y artesanos, y a la presencia en la ciudad de otros llegados de diversos puntos, se pudieron afrontar con solvencia tanto proyectos oficiales como una serie innumerable de encargos de particulares deseosos de contar en sus casas con ricas decoraciones que elevaran su prestigio social. Son pocas las noticias que tenemos a nuestra disposición para historiar la Mérida del siglo III. No parece que la colonia sufriera, dentro de la atonía generalizada en la que se vio inmersa la parte occidental del Imperio, problemas de consideración, al menos hasta los comedios de la centuria, ya que los talleres de escultura siguieron produciendo sus obras a satisfacción de todos. La crisis, al parecer, hizo acto de presencia a raíz de ese período y hasta el advenimiento de Diocleciano no hubo de concluir. Con este emperador es cuando se inicia la ascensión irresistible de la ciudad, que será citada entre las urbes más preclaras de su tiempo. No hay duda, como han demostrado con autoridad Robert Etienne y Javier Arce, que Emerita fue el lugar de residencia de la máxima autoridad política de la Península, el vicarius de la diócesis de las Hispanias, afecto al prefecto de las Galias.
La antigua colonia se convierte así, de hecho y de derecho, en la capital de Hispania y de parte del Norte de África, y en sede de un centro administrativo y jurídico de primer orden. Este hecho, bien atestiguado por las fuentes, se confirma claramente con los resultados más recientes de la investigación arqueológica llevada a cabo en la ciudad. Se observa, efectivamente, una auténtica eclosión urbana. Emerita, lejos de ver constreñido su espacio urbano, como sucedió en otras ciudades de Hispania, se extendió con la creación de nuevas zonas urbanas, ubicadas por lo general a lo largo de las calzadas que salían de la ciudad, y que ocuparon antiguas áreas de necrópolis. Es lo que se ha podido comprobar en la zona de Los Columbarios, estación del ferrocarril, área del Anfiteatro, etcétera. Ese buen momento vivido por la colonia se constata con noticias que refieren la reconstrucción de diversos edificios públicos como el Teatro y el Circo, y con la edificación de numerosas mansiones: Casa del Anfiteatro, Huerta de Otero, Alcazaba, Suárez Somonte, que con sus magníficas decoraciones muestran en todo su esplendor la bondad de los tiempos, que propició, además, un importante florecimiento cultural, motivado por la presencia de un buen número de intelectuales.
Su valor estratégico venía marcado por el paso del Guadiana en lugar favorable, sobre el que se apeó un puente que ponía en comunicación las tierras de la Bética con las del noroeste peninsular, tan vitales para el erario público romano. La nueva colonia, que heredó el papel que desempeñó Metellinum en un principio, se convertía en epicentro de la política romana a raíz de las nuevas conquistas. Además, Emerita, con su extenso territorio, venía prácticamente a dar la mano a las otras dos provincias , Tarraconense y Bética, a las que la unían viejos caminos naturales que Augusto convertiría en firmes calzadas . La colonia se configuró así como un importante nudo de comunicaciones y como encrucijada de caminos del Occidente peninsular. Será la futura capital de Lusitania, capitalidad que pudo asumir, al crearse esta nueva provincia, quizá en los años 16-15 a. C., una población de carácter semi-militar, poblada de veteranos, los deducidos de las legiones V y X que habían combatido a los cántabros, dispuestos a defender lo suyo con denuedo, con el constante apoyo de la administración, que es quien proporciona desde el principio el capital necesario para construir la ciudad y para poner en marcha la explotación de los extensos campos centuriados que se adscribieron a la nueva fundación. Si las razones de tipo político, militar, social y administrativo son evidentes, también lo son las de carácter topográfico a la hora de analizar el emplazamiento de la colonia.
Era la zona de Mérida el único punto en muchos kilómetros donde era posible vadear el Anas con poca dificultad. Si a ello unimos la existencia de una isla en medio del cauce, no nos es difícil explicar su gran valor estratégico. Fue la clásica ciudad-puente, como lo fue Roma con su Isla Tiberina, o Lutetia (París), Toulouse, Vienne, etc. La isla del cauce del Guadiana, por tanto, así como la poca profundidad de sus aguas, que hacen franco el paso del río por este lugar, fue la razón de mayor peso en el momento de considerar su ubicación. A lo largo del siglo I d. C., la ciudad, a la que se dotó de un extenso territorio de casi 20.000 kilómetros cuadrados, fue cobrando cierta importancia: se construyeron nuevas áreas y se desarrollaron otras que vinieron a completar la estructura del asentamiento colonial dentro de un perímetro definido desde el principio. A ella acudieron gentes procedentes de diversos lugares de Lusitania, de otras provincias hispanas y de diversas zonas del Mediterráneo: Galia, Italia y el área grecoparlante fundamentalmente. No obstante, hay que decir que esta colonia, ciudad de servicios sobre todo, no alcanzó un grado de importancia comparable a Tarraco#CONTEXTOS#5924] en los primeros siglos, como demuestra el hecho de que los gobernadores aquí destacados fueran personajes de segunda fila dentro del contexto de la política romana. Pero, con todo y con eso, su atractivo era suficientemente considerable como para atraer a esos numerosos contingentes de población que pudieron establecerse sin problemas en su extenso territorio y en sucesivas fases que llegan, en su primera etapa, por lo menos, hasta el imperio de Nerón , como se encarga de precisarnos un pasaje de Tácito .
La época de los flavios y el comienzo del período de los emperadores de la dinastía hispana supone para toda la Península un momento de esplendor, una incostestable proyección dentro del mundo romano. Es la hora, pues, de Hispania y Emerita no va a quedar descolgada de ese ambicioso plan de rehabilitación. Es entonces cuando se acometen considerables proyectos de reforma de sus más señalados monumentos: el Teatro y algunos edificios del foro municipal. Esta reactivación monumental, impulsada por los flavios, Trajano y Adriano , tuvo un paralelo claro en la iniciativa particular que, al amparo del desarrollo económico, construyó sus moradas con un lujo y magnificencia que en nada tenían que envidiar a sus congéneres de las zonas más privilegiadas del Imperio. Así lo testimonian las casas de la Torre del Agua y del Mitreo, sobre todo. Este esplendor continuó sin menoscabo durante el período antoniniano, durante el que se conocen casos de evergetismo. Así, se emprendió la ejecución de diversos complejos de tipo religioso, como el templo de Marte, merced a la iniciativa de la piadosa Vetilla, mujer de Páculo, prócer emeritense de raigambre itálica, y el santuario consagrado a las divinidades orientales que se emplazó en el cerro de San Albín y cuyo esplendor procuró el gran sacerdote Gaius Accius Hedychrus. Que la vida en Emerita era floreciente y que se había formado una clase social pudiente e imbuida de cultura, lo pone de manifiesto el hecho de que los talleres de escultura no dieran abasto a las continuas demandas de los emeritenses a lo largo del siglo I d.
C., como en toda la segunda centuria. Fue la escuela emeritense de escultura una palmaria manifestación del genio popular hispanorromano, bien equipada en cuanto a técnica y en cuya formación no es difícil atisbar la presencia de buenos artistas griegos. Igualmente podríamos afirmar, aunque ya en un tono algo menor, de la producción pictórica y musivaria, que vive un momento de auge entre el comienzo del siglo II d. C. y el primer cuarto del siglo III. Gracias a la preparación de estos artistas y artesanos, y a la presencia en la ciudad de otros llegados de diversos puntos, se pudieron afrontar con solvencia tanto proyectos oficiales como una serie innumerable de encargos de particulares deseosos de contar en sus casas con ricas decoraciones que elevaran su prestigio social. Son pocas las noticias que tenemos a nuestra disposición para historiar la Mérida del siglo III. No parece que la colonia sufriera, dentro de la atonía generalizada en la que se vio inmersa la parte occidental del Imperio, problemas de consideración, al menos hasta los comedios de la centuria, ya que los talleres de escultura siguieron produciendo sus obras a satisfacción de todos. La crisis, al parecer, hizo acto de presencia a raíz de ese período y hasta el advenimiento de Diocleciano no hubo de concluir. Con este emperador es cuando se inicia la ascensión irresistible de la ciudad, que será citada entre las urbes más preclaras de su tiempo. No hay duda, como han demostrado con autoridad Robert Etienne y Javier Arce, que Emerita fue el lugar de residencia de la máxima autoridad política de la Península, el vicarius de la diócesis de las Hispanias, afecto al prefecto de las Galias.
La antigua colonia se convierte así, de hecho y de derecho, en la capital de Hispania y de parte del Norte de África, y en sede de un centro administrativo y jurídico de primer orden. Este hecho, bien atestiguado por las fuentes, se confirma claramente con los resultados más recientes de la investigación arqueológica llevada a cabo en la ciudad. Se observa, efectivamente, una auténtica eclosión urbana. Emerita, lejos de ver constreñido su espacio urbano, como sucedió en otras ciudades de Hispania, se extendió con la creación de nuevas zonas urbanas, ubicadas por lo general a lo largo de las calzadas que salían de la ciudad, y que ocuparon antiguas áreas de necrópolis. Es lo que se ha podido comprobar en la zona de Los Columbarios, estación del ferrocarril, área del Anfiteatro, etcétera. Ese buen momento vivido por la colonia se constata con noticias que refieren la reconstrucción de diversos edificios públicos como el Teatro y el Circo, y con la edificación de numerosas mansiones: Casa del Anfiteatro, Huerta de Otero, Alcazaba, Suárez Somonte, que con sus magníficas decoraciones muestran en todo su esplendor la bondad de los tiempos, que propició, además, un importante florecimiento cultural, motivado por la presencia de un buen número de intelectuales.