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Datos principales
Rango
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Desarrollo
El norte de África participa de la decadencia del Imperio otomano . Situado en la articulación de Asia y África, zona de contacto entre el mundo oriental y el mediterráneo, Egipto era una provincia más dependiente del sultán de Turquía, quien nombraba anualmente un gobernador o pachá, el cual, a su vez, tenia a sus órdenes a 24 prefectos o beys, cinco cuerpos de caballería y dos de infantería, uno de jenízaros y otro de azabes, mandados por agaes o coroneles y sus lugartenientes o kiyas. El pachá era el encargado de guardar el orden, administrar justicia y recaudar los impuestos: impuesto territorial, capitación pagada por los cristianos y judíos, y aduanas. Si el impuesto en especie sobre las tierras fertilizadas por el Nilo daba buen rendimiento, también las aduanas eran fructíferas. El pachá debía enviar cada año a Estambul un tributo de 600.000 piastras así como contingentes de soldados. Pero, poco a poco, la provincia se había ido alejando de la fuente del poder central y una especie de descomposición feudal había dado al traste con el poder del sultán. Los beys compraban esclavos blancos, que luego convertían en caballeros, los mamelucos, enlazados por una fidelidad y una abnegación recíprocas, de carácter filial; cuando quedaba una vacante, el bey más poderoso hacía nombrar bey a un mameluco de su casa, a quien se emancipaba. El mameluco, convertido en bey, se apresuraba a comprar esclavos en Georgia o en Circasia, para convertirlos a su vez en mamelucos.
Las tropas, por su parte, habían acabado por elegir ellas mismas a sus agaes o kiyas por un período de un año, transcurrido el cual pasaban a formar parte de una especie de directorio encargado de la administración del cuerpo y del reclutamiento de nuevos soldados. De este modo, todos los guerreros se habían hecho independientes de los pachás, obedecían únicamente a sus jefes y explotaban a los campesinos y mercaderes. Como el pachá les vendía aldeas en usufructo, algunos llegaban a poseer hasta 200 o 400 de dichas aldeas. En cada una de ellas, un dominio señorial era cultivado mediante servidumbres personales; en el resto de las tierras, recaudaban impuestos valiéndose de coptos o fellahes cristianos que se transmitían unos a otros los secretos de la agrimensura y de la contabilidad. Se quedaban con una parte y el resto lo remitían al pachá, tenían derecho de legar sus aldeas por testamento. Como la clase dirigente de Egipto estaba compuesta por una elite extranjera, los mamelucos, la única fuerza local que podía servir de puente entre gobernantes y gobernados era la de los ulama, que, como hombres de religión, estaban virtualmente a salvo de las molestias y los abusos de los gobernantes, mientras eran respetados por los gobernados. Eran el único apoyo que podía encontrar la población urbana para defenderse de los impuestos y levas que les imponían los gobernadores y los mamelucos. Aparte de ellos había un abismo entre el pueblo y la administración que nadie intentó salvar antes del siglo XIX.
Además, a causa de este despiadado sistema de impuestos, la población hizo pocos esfuerzos por innovar o mejorar las prácticas agrícolas o artesanales, ya que esto se hubiera traducido en impuestos más elevados. Por otra parte, la administración se interesaba poco en iniciar reformas, porque no había garantías de rendimiento, había poca seguridad en los puestos y pocas esperanzas de que las reformas fueran aplicadas. Cuando la decadencia general de la administración otomana, lenta pero de manera inexorable, se filtró en todos los niveles de la sociedad, terminó inevitablemente por atacar a las funciones básicas de la administración, que eran recaudar impuestos, realizar obras públicas y mantener el control de las provincias. La seguridad pública se hizo tan precaria que las tribus beduinas no sólo saqueaban a los campesinos sino también asaltaban y robaban las caravanas incluso las de peregrinos. Por consiguiente, hubo una decadencia en el tráfico y en el comercio similar a la de la agricultura. En el siglo XVIII, los beduinos irrumpían en los suburbios de El Cairo y el hambre y las epidemias hicieron presa en la población, que disminuyó a tres millones y medio, es decir, la mitad de la población con que contaba el país en la época del Imperio romano. En este contexto de decadencia generalizada, un bey, el más importante, nombrado primus inter pares, Alí-Bey al-Kabir (1775-1782), se atrevió a romper sus vínculos de fidelidad con Estambul y extendió su autoridad por el Alto Egipto, Hedjaz y Siria, a donde llegó con un ejército en 1770, y quiso convertir a Egipto en un país independiente.
A partir de 1768 ya no admitió más pachás designados por el sultán de Turquía y dejó de remitir el tributo. Sin embargo, su aventura hacia la autonomía por ser demasiado prematura terminó en fracaso, mas constituyó un ejemplo que los siguientes beys mamelucos trataron de imitar. Tras su asesinato, éstos intentaron conseguir una autonomía virtual, lo que era relativamente fácil pues los otomanos se negaban a enviar tropas a Egipto. Se prestaba homenaje formal a las autoridades otomanas y de vez en cuando, en señal de buena fe, se enviaba un tributo. Los turcos otomanos no eran lo suficientemente fuertes para acabar con el poder de los mamelucos y restablecer el suyo propio, y los mamelucos, por su parte, no estaban lo suficientemente unidos para dar un paso más decisivo hacia la independencia. La expedición francesa a Egipto, una de las consecuencias de la rivalidad anglo-francesa, había de marcar el comienzo del interés colonial por esta zona e iluminar de manera dramática el peligro que las potencias occidentales representaban para el Imperio otomano y para el mundo musulmán en general. La artillería de Bonaparte derrotó con facilidad a los mamelucos, a veces descritos como la caballería más brillante del mundo, en la batalla de las Pirámides, en 1798. Pero, aunque la batalla hizo a los franceses dueños de la mayor parte del Bajo Egipto, éstos nunca consiguieron ocupar todo el país, ya que los mamelucos, después de la derrota inicial, se retiraron al Sur y continuaron hostigando a las tropas francesas que de vez en cuando eran enviadas contra ellos. La posición de Bonaparte se hizo crítica cuando el almirante Nelson ancló su flota en la bahía de Abukir, poco después de que el ejército británico hubiera desembarcado en Egipto.
Las tropas, por su parte, habían acabado por elegir ellas mismas a sus agaes o kiyas por un período de un año, transcurrido el cual pasaban a formar parte de una especie de directorio encargado de la administración del cuerpo y del reclutamiento de nuevos soldados. De este modo, todos los guerreros se habían hecho independientes de los pachás, obedecían únicamente a sus jefes y explotaban a los campesinos y mercaderes. Como el pachá les vendía aldeas en usufructo, algunos llegaban a poseer hasta 200 o 400 de dichas aldeas. En cada una de ellas, un dominio señorial era cultivado mediante servidumbres personales; en el resto de las tierras, recaudaban impuestos valiéndose de coptos o fellahes cristianos que se transmitían unos a otros los secretos de la agrimensura y de la contabilidad. Se quedaban con una parte y el resto lo remitían al pachá, tenían derecho de legar sus aldeas por testamento. Como la clase dirigente de Egipto estaba compuesta por una elite extranjera, los mamelucos, la única fuerza local que podía servir de puente entre gobernantes y gobernados era la de los ulama, que, como hombres de religión, estaban virtualmente a salvo de las molestias y los abusos de los gobernantes, mientras eran respetados por los gobernados. Eran el único apoyo que podía encontrar la población urbana para defenderse de los impuestos y levas que les imponían los gobernadores y los mamelucos. Aparte de ellos había un abismo entre el pueblo y la administración que nadie intentó salvar antes del siglo XIX.
Además, a causa de este despiadado sistema de impuestos, la población hizo pocos esfuerzos por innovar o mejorar las prácticas agrícolas o artesanales, ya que esto se hubiera traducido en impuestos más elevados. Por otra parte, la administración se interesaba poco en iniciar reformas, porque no había garantías de rendimiento, había poca seguridad en los puestos y pocas esperanzas de que las reformas fueran aplicadas. Cuando la decadencia general de la administración otomana, lenta pero de manera inexorable, se filtró en todos los niveles de la sociedad, terminó inevitablemente por atacar a las funciones básicas de la administración, que eran recaudar impuestos, realizar obras públicas y mantener el control de las provincias. La seguridad pública se hizo tan precaria que las tribus beduinas no sólo saqueaban a los campesinos sino también asaltaban y robaban las caravanas incluso las de peregrinos. Por consiguiente, hubo una decadencia en el tráfico y en el comercio similar a la de la agricultura. En el siglo XVIII, los beduinos irrumpían en los suburbios de El Cairo y el hambre y las epidemias hicieron presa en la población, que disminuyó a tres millones y medio, es decir, la mitad de la población con que contaba el país en la época del Imperio romano. En este contexto de decadencia generalizada, un bey, el más importante, nombrado primus inter pares, Alí-Bey al-Kabir (1775-1782), se atrevió a romper sus vínculos de fidelidad con Estambul y extendió su autoridad por el Alto Egipto, Hedjaz y Siria, a donde llegó con un ejército en 1770, y quiso convertir a Egipto en un país independiente.
A partir de 1768 ya no admitió más pachás designados por el sultán de Turquía y dejó de remitir el tributo. Sin embargo, su aventura hacia la autonomía por ser demasiado prematura terminó en fracaso, mas constituyó un ejemplo que los siguientes beys mamelucos trataron de imitar. Tras su asesinato, éstos intentaron conseguir una autonomía virtual, lo que era relativamente fácil pues los otomanos se negaban a enviar tropas a Egipto. Se prestaba homenaje formal a las autoridades otomanas y de vez en cuando, en señal de buena fe, se enviaba un tributo. Los turcos otomanos no eran lo suficientemente fuertes para acabar con el poder de los mamelucos y restablecer el suyo propio, y los mamelucos, por su parte, no estaban lo suficientemente unidos para dar un paso más decisivo hacia la independencia. La expedición francesa a Egipto, una de las consecuencias de la rivalidad anglo-francesa, había de marcar el comienzo del interés colonial por esta zona e iluminar de manera dramática el peligro que las potencias occidentales representaban para el Imperio otomano y para el mundo musulmán en general. La artillería de Bonaparte derrotó con facilidad a los mamelucos, a veces descritos como la caballería más brillante del mundo, en la batalla de las Pirámides, en 1798. Pero, aunque la batalla hizo a los franceses dueños de la mayor parte del Bajo Egipto, éstos nunca consiguieron ocupar todo el país, ya que los mamelucos, después de la derrota inicial, se retiraron al Sur y continuaron hostigando a las tropas francesas que de vez en cuando eran enviadas contra ellos. La posición de Bonaparte se hizo crítica cuando el almirante Nelson ancló su flota en la bahía de Abukir, poco después de que el ejército británico hubiera desembarcado en Egipto.