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Desarrollo


La singularidad de la historia del Congo consiste en que, a pesar del fracaso final, ofrece el único caso de una aculturación aceptada e incluso deseada por un Estado africano. Las relaciones entre el Congo y Portugal se caracterizaron desde el principio por una voluntad de entendimiento, aunque condicionada por una incomprensión radical generadora de conflictos. Portugal veía en el Congo cristiano un posible aliado en la lucha contra los infieles, pero también una posible fuente de ingresos. El rey del Congo, por su parte, veía en la adhesión al Cristianismo un medio mágico susceptible de reforzar sus poderes y trató de obtener de Portugal asistencia técnica, pero los recursos locales no sirvieron para pagar dicha asistencia por lo que se imponía la necesidad de establecer un régimen de monopolio. Muy pronto, no obstante, el desarrollo de la trata se efectuó en condiciones tales que produjo el debilitamiento del poder real y aparecieron los disturbios sociales. Los Estados vecinos que reconocían más o menos la soberanía del Congo se emanciparon en el transcurso del siglo XVI y en el XVII las propias provincias adquirieron una independencia fáctica. A finales del siglo la anarquía reinaba con tres rivales que se disputaban la capital, San Salvador, que en adelante no sería más que una aldea. El poder real restaurado en 1710 perdió gradualmente toda efectividad; no era más que un símbolo, perpetuado hasta la época contemporánea, como recuerdo de las pasadas glorias.

El siglo XVIII es el menos conocido de la historia de este reino, parece que debió aumentar el tráfico de esclavos y precisamente el desarrollo de la trata de esclavos condujo, más que nunca, a la fragmentación del poder en innumerables jefaturas. Las provincias periféricas se separaron, las dinastías rivales lucharon por el trono y se perdieron incluso los contactos misioneros con el mundo exterior; por esto, hacia finales del siglo XVIII, el Cristianismo era sólo un recuerdo y el antiguo reino quedó reducido a unos pocos pueblos alrededor de San Salvador. En el reino de Luango, que se mantuvo fiel al paganismo y no sufrió la aculturación portuguesa, el proceso fue el mismo, y la propia dignidad monárquica desapareció antes de terminar el siglo XVIII. El rey, que era llamado ma loango, estaba rodeado de un prestigio divino, defendido por una serie de prohibiciones en torno suyo. El reino constaba de cuatro provincias gobernadas por príncipes. El rey gobernaba asesorado por un consejo en el que la reina madre tenia papel importante. Respecto a los reinos de la cuenca superior del río Zaire, ciertos autores estiman que el proceso de formación estatal en la vasta área luba-lunda se inició bajo el estímulo económico que significó la apertura de la costa atlántica por los portugueses. Allí, en el reino luba, a fines del siglo XVIII, un gran monarca conquistador, Kunwimbu Ngombe, llega al lago Tanganika y otorga numerosos dominios territoriales a los jefes sometidos.

Los lunda, por su parte, ofrecen un magnífico ejemplo de una vasta confederación hermana de los luba, gracias al matrimonio luba de la reina Luedchi. En el siglo XVIII, el reino se extiende, en buena medida, hasta más allá del lago Moero, en Luapula, donde el general Kanyembo ocupa y organiza el país. Su hijo, Nganda Iluda, nombrado kazembe de Luapula, recibe en 1796 al viajero portugués Gaetano Pereira, que se había establecido al norte de Tete, lo que permitió el contacto comercial entre los lunda y la costa del océano índico. La colonia portuguesa de Angola, sin expansionarse mucho, se mantuvo sólidamente establecida en Luanda y en otras factorías costeras. Se benefició de sus relaciones privilegiadas con Brasil y ejerció su soberanía, con mayor o menor efectividad, sobre las jefaturas vecinas surgidas de la descomposición de los antiguos Estados. Angola permaneció como base de suministro para el comercio de esclavos del Brasil, y durante los siglos XVII y XVIII se convirtió en un desierto aullante. En 1765, sin embargo, llegó al país un gobernador de talla excepcional, Francisco de Sousa Coutinho. Éste constató que la prosperidad de Portugal dependió del Brasil, y la del Brasil, de Angola. Pero también vio que la trata y el despoblamiento de África eran para Portugal una amenaza de parálisis a plazo fijo. Así trató de acabar con los excesos de la trata negrera, inauguró unos astilleros en Luanda; apoyó la industria y abrió una fundición de hierro en el Kwanza.

Creó una escuela profesional, amenazó con la expropiación a aquellos que no ponían en explotación sus tierras, trató en vano de implantar colonos portugueses para instalar una factoría modelo que fuese enseñando a los africanos. Desgraciadamente trataba de levantar montañas. Los proyectos extremadamente lúcidos de Francisco de Sousa se estrellaron contra los intereses de la poderosa corriente que comerciaba con el ébano humano. Así, pues, la trata siguió siendo la gran industria de Angola y Luanda se convirtió en el mayor puerto negrero de África negra, que expedía al año 30.000 esclavos, en especial hasta Brasil. Como Portugal carecía de suficientes barcos, en el siglo XVIII firmará algunos tratados con Gran Bretaña y Holanda quienes en adelante se encargarán de la trata a gran escala. Los beneficios de este comercio permitieron hacer de Luanda, en el mismo siglo, una ciudad llena de monumentos y palacios públicos y privados. Mientras tanto, los portugueses encontraban en el mestizaje un desahogo fisiológico, antes de considerar, una vez realizado, que podía convertirse en instrumento de propaganda. Con todo, hombres lúcidos, tanto como aquellos que aspiraban a cambiar las estructuras, habían lanzado incursiones hacia el interior con el fin de extender la penetración portuguesa. Antes de Livingstone, los portugueses habían recorrido el centro de África. En 1798, el gobernador Lacerda, matemático brasileño, antiesclavista, previendo la penetración británica desde el Sur, había intentado alcanzar la zona de influencia de Angola, pasando por Kazembe.

Pero moría antes de tiempo y la expedición abortaba. En la región Noroeste, al norte del reino de Luango, se halla una serie de pueblos de raza bantú, cuya mayor importancia, desde el punto de vista histórico, reside en el hecho de su contacto con los navegantes y comerciantes europeos ya desde el siglo XVI, pero muy especialmente durante las épocas de prosperidad de la trata, en las que estas playas fueron un fondeadero muy apreciado por los negreros. Pueblos de distintas etnias no llegan nunca a configurar un imperio, sino que estaban divididos en multitud de agrupaciones tribales y clánicas. Eran pueblos mixtos de cazadores y agricultores, pero de carácter nómada y conocían la producción de hierro. Al sur de Angola se extienden las abrasadas tierras de África del Suroeste, con sus esparcidas comunidades cazadoras y pastoriles de hereros, bosquimanos y hotentotes. Los portugueses no se establecieron allí, ni tampoco en la región del Cabo de Buena Esperanza, que les parecía responder más bien a su primer nombre de Cabo de las Tormentas. Sólo hacia la mitad del siglo XVII, cuando los holandeses descubrieron la mejor ruta de navegación hacia Oriente, haciendo grandes viajes por el Atlántico meridional como por el sur del océano índico, El Cabo adquirió importancia por la posición privilegiada de lugar de camino hacia las Indias. Aparte del Congo y Angola, el escenario más importante de los primeros contactos ente negros y blancos fue la región del Bajo Zambeze.

Las regiones situadas al sur del río Zambeze han tenido un destino muy particular en el África negra. Son tierras en las que la altura y la latitud de tipo mediterráneo determinaron un clima moderado, próximo a las condiciones europeas. Los primeros habitantes históricamente conocidos de África del Sur son los bosquimanos y los hotentotes. Ambos grupos forman el grupo llamado joi-san. Desde finales del siglo XVI, y bajo la presión de los pueblos bantúes, los bosquimanos se refugian en las estepas desérticas del Kalahari, en tanto que los hotentotes alcanzan la región de El Cabo, donde se mezclan con los invasores del Norte. Por azar una tripulación holandesa de las Indias Orientales que había naufragado en la zona planteó el problema de un fondeadero para escalas en la ruta de las Indias. Poco después, en abril de 1652, Jan van Riebeck fundaba con este fin, en el Cabo de Buena Esperanza, un pequeño establecimiento que fue administrado desde Batavia (Java). Ante la reticencia de los hotentotes a comercializar su ganado y constatada la débil productividad de los soldados-campesinos europeos, Van Riebeck hizo traer colonos para que se dedicasen al avituallamiento de los barcos. Los recién llegados pronto estimaron que las tierras concedidas eran escasas y las cargas de la compañía demasiado onerosas, por lo que iniciaron una especie de migración hacia el Este, apoderándose de inmensos dominios para el ganado y la agricultura. La mayoría de los recién llegados eran protestantes que se establecieron como campesinos, boers, que no estaban dispuestos a huir de la opresión española para padecer la de la Compañía de las Indias.

Allí se organizaron según un sistema de distritos autónomos con un comité representativo elegido por los cabezas de familia. A comienzos del siglo XVIII llegaban a África del Sur nuevos refugiados, los protestantes franceses expulsados después de la revocación del Edicto de Nantes por Luis XIV, en 1685. Eran generalmente miembros de la burguesía francesa: comerciantes, artesanos, miembros de las profesiones liberales y tenían en común con los boers su fe calvinista y esa especial psicología de refugiados del fin del mundo que tratan de forjarse un mundo nuevo. Elevaron el nivel cultural de la masa rústica de boers, con los que acabaron mezclándose. De este modo se dio nuevo impulso al trekking, que paulatinamente iba desposeyendo a los hotentotes de sus tierras y los transformaba en siervos agrícolas o domésticos. Desde comienzos del siglo XVIII los boers se pusieron en contacto con los bantúes y en 1775, en los campos de Fish River, este contacto se convertía en choque, pues contrariamente a los bosquimanos y hotentotes que acababan de expulsar o expoliar, los boers se hallaron ante pueblos estructurados de otra manera, con jefaturas poderosas, en ocasiones organizadas para la conquista, como sucedía en el caso de los nguni, y sobre todo en el de una de las facciones más famosas de este pueblo bantú, los zulu. Los boers, como indica su nombre, eran sobre todo campesinos y criadores de ganado. Los zulu, los xhosa y otros tenían, por su lado, un verdadero culto al ganado, que era la base de su bienestar económico y del prestigio social, en particular como prestación para la dote que se paga a los padres de los novios.

Y como entre ellos, los animales errantes eran considerados propiedad pública, pronto surgieron conflictos con los boers. Ataques, represalias, guerrillas, en los que los boers utilizaban sus armas de fuego, contra esos cafres que eran para ellos enemigos naturales, por su raza y por su religión. Así las víctimas de la represión religiosa y nacional en Europa se convirtieron a su vez, en África, en opresores. Además los nexos ficticios que los unían a la Compañía de las Indias fueron abolidos a fines del siglo XVIII iras el fracaso de ésta. Los boers de los distritos de Graaf Reinet y de Swellendam, que estaban organizados para hacer frente a los bantúes, terminaron, transformando sus asambleas locales en asambleas nacionales, a imitación de la Revolución Francesa, pues los franceses eran dueños en aquel momento de los Países Bajos. Sin embargo, Gran Bretaña, la potencia que iba a ser el alma de la coalición europea contra la Francia de la Revolución y del Imperio, no permitió que los franceses ocuparan la estratégica localidad de El Cabo: en 1795 ocupan la ciudad, que vuelve a ser ocupada definitivamente en 1806, una vez disueltas las dos repúblicas boers y encarcelados sus dirigentes. De este modo, a comienzos del XIX, se encontraban en África del Sur los tres principales protagonistas de la dramática evolución posterior: bantúes, boers y británicos.

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