De cómo queman para enterrar a los reyes de Michuacan

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De cómo queman para enterrar a los reyes de Michuacan El rey de Michuacan, que era grandísimo señor, y que competía con el de México, cuando estaba muy a la muerte y desahuciado de los médicos, nombraba al hijo que quería por rey; el cual llamaba entonces a todos los señores del reino, gobernadores, capitanes y valientes soldados que tenían cargos de su padre, para enterrarle; al que no venía le castigaba como a traidor. Todos venían, y le traían presentes, que era como aprobación del reinado. Si el rey estaba enfermo en artículo de muerte, cerraban las puertas de la sala para que nadie entrase allí. Ponían la divisa, silla y armas reales en un portal del patio de palacio, para que allí se recogiesen los señores y los demás caballeros. En muriendo alzaban todos ellos y los demás un gran llanto, entraban donde estaba su rey muerto, le tocaban con las manos, lo bañaban con agua olorosa, le vestían una camisa muy delgada, le calzaban unos zapatos de venado, que es el calzado de aquellos reyes; te ataban cascabeles de oro a los tobillos, le ponían ajorcas de turquesas en las muñecas, en los brazos brazaletes de oro, en la garganta gargantillas de turquesas y otras piedras, en las orejas zarcillos de oro, en el bezo un bezote de turquesas, y en la espalda un gran trenzado de muy linda pluma verde. Le echaban en unas anchas andas que tenían una cama muy buena; le ponían a uno de los lados un arco y un carcaj de piel de tigre, con muchas flechas; y al otro un bulto de su tamaño, hecho de mantas finas, a manera de muñeca, que llevaba un gran plumaje de plumas verdes, largas y de precio.

Llevaba su trenzado, zapatos, brazaletes y collar de oro. Entre tanto que unos hacían esto, lavaban otros a las mujeres y hombres que habían de ser matados para acompañar al rey al infierno. Les daban bien de comer, y los emborrachaban para que no sintiesen mucho la muerte. El nuevo señor señalaba las personas que habían de ir a servir al rey su padre, porque muchos no se alegraban de tanta honra y favor; aunque algunos había tan simples o engañados, que tenían por gloriosa aquella muerte. Eran principalmente siete mujeres nobles y señoras: una para que llevase todos los bezotes, arracadas, manillas, collares y otras joyas así de ricas, que solía ponerse al muerto; otra iba para copera, otra para que le sirviese aguamanos, otra para que le diese el orinal, otra para cocinera, y la otra para lavandera. También mataban otras muchas esclavas, y mozas de servicio que eran libres. No se lleva cuenta de los hombres esclavos y libres que mataban el día del entierro del rey, pues mataban uno y aun más de cada oficio. Limpios, pues, estos escogidos, hartos y beodos, se teñían los rostros de amarillo, y se ponían en las cabezas sendas guirnaldas de flores, e iban como en procesión delante del cuerpo muerto, unos tañendo caracolas, otros huesos, otros en conchas de tortuga, otros chiflando, y creo que todos llorando. Los hijos del muerto y los señores principales tomaban en hombros las andas, y caminaban paso a paso al templo de su dios Curicaueri; los parientes rodeaban las andas y cantaban ciertos cantares tristes y enrevesados; los criados, los hombres valientes, y de cargos de justicia o guerra, llevaban abanicos, pendones y diversas armas.

Salían de palacio a medianoche con grandes tizones de tea y con grandísimo ruido de trompetas y atabales. Los vecinos de las calles por donde pasaban, barrían y regaban muy bien el suelo. Al llegar al templo daban cuatro vueltas a una hacina de leña de pino, que tenían hecha para quemar el cuerpo, echaban las andas encima del montón de leña, y le prendían fuego por debajo; y como estaba seca, pronto ardía. Golpeaban entre tanto a los enguirnaldados, con porras, y los enterraban de cuatro en cuatro con los vestidos y cosas que llevaban, detrás del templo, al lado de las paredes. Al amanecer, cuando ya estaba muerto el fuego, cogían en una rica manta la ceniza, huesos, piedras y oro derretido, e iban con ello a la puerta del templo; salían los sacerdotes, bendecían las endemoniadas reliquias, las envolvían en aquella y en otras mantas, hacían una muñeca, la vestían muy bien como hombre, le ponían máscara, plumaje, zarcillos, sartales, sortijas, bezotes y cascabeles de oro; arco, flechas y una rodela de oro y pluma a la espalda, que parecía un ídolo muy compuesto. Abrían luego una sepultura al pie de las gradas, ancha y cuadrada, y dos estados de honda.; la emparamentaban de esteras nuevas y buenas por las cuatro paredes y el suelo, armaban dentro una cama, entraba cargado de la muñeca un religioso, cuyo oficio era tomar a cuestas a los dioses, y la tendían en la cama con los ojos hacia levante. Colgaban muchas rodelas de oro y plata sobre las esteras, y muchos penachos, saetas y algún arco.

Arrimaban tinajas, ollas, jarros y platos. En fin, llenaban la huesa de arcas encoradas, con ropa y joyas, de comida y de armas. Salían, y cerraban el hoyo con vigas y tablas, echaban por encima un suelo de barro, y con eso esto se iban. Se lavaban mucho todos aquellos señores y personas que se habían acercado al sepultado y hecho algo en el enterramiento, y luego comían en el patio de palacio, sentados, pero sin mesa. Se limpiaban con sendos copos de algodón. Tenían las cabezas bajas, estaban mustios, y no hablaban sino "Dame de beber". Esto le duraba cinco días, y en todos ellos no se encendía fuego en casa ninguna de aquella ciudad Chincicila, si no era en palacio y en los templos; ni se molía maíz sobre piedra, ni se hacía mercado, ni andaban por las calles; y en fin, hacían todo el sentimiento posible por la muerte de su señor.

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